Estados Unidos ha librado y perdido varias guerras desde la II Guerra Mundial. Pero la de Afganistán es la primera librada y perdida por la OTAN, que por primera vez había activado el Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte de defensa colectiva. Esta derrota, más política, social e ideológica que militar, tendrá graves consecuencias y costes para el orden mundial, y para la cohesión de un Occidente y una Alianza Atlántica que se tendrán que volver a buscar tras el fracaso de su primera gran operación fuera de su zona nativa de actuación. Incluso la UE, que tanta ayuda ha aportado a la reconstrucción de aquel país —de lo que pocos se han enterado—, queda como un gigante económico con pies de barro geopolítico, y con una nueva disputa emergente sobre los refugiados. Occidente sale humillado y debilitado de esta huida.
Ha sido una huida anunciada ya por Donald Trump, pero puesta en marcha precipitadamente y de forma unilateral por Joe Biden, en su primer gran error de fondo y de forma. A Afganistán se fue con la idea de entrar juntos y salir juntos, no en caos. Angela Merkel lo expresó con claridad hace unos días: en lo que se refiera a la OTAN en Afganistán, “siempre hemos dicho que somos básicamente dependientes de las decisiones del Gobierno de EE UU”. Washington vuelve a perder fiabilidad a los ojos de sus aliados, lo que socava la OTAN —aunque se mantiene frente a Rusia, pero con menguante significado— cuando esta se prepara para elaborar un nuevo Concepto Estratégico a aprobar en la Cumbre de Madrid el año próximo. ¿Con qué lecciones aprendidas de Afganistán? ¿El fin de las misiones amplias y a largo plazo? ¿El limitar sus acciones fuera de su zona tradicional de actuación, como si se hubiera verdaderamente convertido en una alianza de carácter global, incluso frente a China? En Afganistán, la OTAN ha quedado como un tigre de papel. La Alianza Atlántica parece haber perdido en Kabul su capacidad de centrarse estratégicamente. Le costará recuperar el foco.
Puede que Biden concuerde con la opinión pública de su país —y la política interna es su prioridad— sobre la necesidad de poner fin a su guerra más larga. Pero con ello ha perdido la credibilidad de impulsar la democracia liberal fuera de sus fronteras, e incluso dentro. Afganistán ha demostrado lo difícil que resulta la construcción de una democracia, incluso de un país (nation building), a la que se renuncia. La suerte de las mujeres y los demócratas afganos va a perseguir a Occidente, que ya poco puede hacer por ellos, pese las demandas que van surgiendo aquí y allá, más cargadas de mala conciencia que de efectividad.
Se puede pensar, pero no está garantizado, que los talibanes no volverán a acoger a grupos terroristas foráneos, como Al Qaeda, pues saben el precio que han pagado por ello. En todo caso, hay otra dimensión en esta derrota anunciada de la que poco o nada se ha hablado: la aplastante superioridad tecnológica militar (y civil) occidental no ha impedido a los talibanes ganar. Se puede ver como una victoria de la inteligencia colectiva de estos grupos de combatientes frente a la inteligencia artificial y todas las teorías de la contrainsurgencia. Pero también como una victoria del tesón y la voluntad frente al compromiso demediado occidental, y sobre todo de EE UU, que nos metió en esta guerra. Ya se vivió en Vietnam, en Irak (contra la resistencia a la invasión, aunque algo se haya ganado frente al ISIS salido de ella) y ahora ante este fin de un episodio, pues seguirán otros en un país condenado a la guerra sempiterna. Y cuidado, pues los movimientos terroristas, yihadistas y otros que vendrán, dominan también algunas de las nuevas tecnologías. Aunque en EE UU ya hace tiempo que se piensa, erróneamente, que la guerra antiterrorista o antiinsurgencia es demasiado cara e impide dedicar partidas cada vez más necesarias a la competición militar con China.
La relativa importancia geopolítica de Afganistán no debió llevar a esta guerra mal planteada, una vez desalojada Al Qaeda de aquel santuario. Esta derrota occidental no es una victoria para China y Rusia, deseosas de ver a EE UU y sus aliados salir de su entorno (pero no de ver instalarse en allí un régimen radical). Es otro factor para que la UE no ya recupere, pues nunca la ha tenido, sino se dote de una cierta soberanía estratégica. El episodio de la caída de Kabul ha puesto de relieve la excesiva dependencia estratégica de los europeos respecto de EE UU. Pero claro, reducirla implica dos cosas: cohesión interna en la UE, que falta, y más gasto en Defensa, para el que hay pocas ganas. Occidente, si aún existe, sale maltrecho de este largo episodio que ha acabado abruptamente.
Andrés Ortega es escritor, investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y director del Observatorio de las Ideas.