La literatura latinoamericana reescribe su pasado para generar futuro

La literatura latinoamericana reescribe su pasado para generar futuro

Algunos de los libros más importantes de los últimos años acaban con una nota parecida. Una nota en que el autor o autora revela que lo que hemos leído es, total o parcialmente, un ejercicio de reescritura. La encontramos —por poner tres ejemplos en la literatura mexicana— en La sodomía en la Nueva España, de Luis Felipe Fabre; La compañía, de Verónica Gerber Bicecci, o Tejer la oscuridad, de Emiliano Monge. Escribe Fabre que “la base textual de estos poemas”, su “material verbal”, son “confesiones, cartas, edictos, testimonios” de la persecución de homosexuales en las colonias españolas. Gerber Bicecci indica que su libro se apropia del cuento “El huésped” de Ámparo Dávila, de 1959. Y Monge explica que las extensas citas de su novela provienen de Visión de los vencidos o Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, y de textos mayas como el Popol Vuh o el Chilam Balam.

La reescritura es un mecanismo tan antiguo como la propia literatura. La tradición artística tiene forma de palimpsesto, en que los nuevos textos dejan ver a contraluz los estratos de los precedentes. Lo nuevo, en nuestra época, tal vez sea su uso honesto y político. Una vocación política que no desea discutir solo el mundo, sino también cómo lo representamos por medio de la palabra. También en el poema documental Antígona González, de Sara Uribe, o en la ambiciosa novela Desierto sonoro, de Valeria Luiselli —por seguir en México—, encontramos en las páginas finales una enumeración de todas las fuentes intertextuales. Se naturaliza así el carácter apropiacionista del arte. Y se crea en el interior del propio libro un espacio de discusión teórica.

La reelaboración de textos del pasado persigue cuestionar el presente y generar futuro, tanto en esos cinco títulos como en otros igual de significativos de la literatura actual. Un presente todavía homófobo, machista y neocolonial. Un futuro en que la literatura tal vez dejará de estar sometida a concepciones románticas como la originalidad o el arte individual; a mitos caducos como el del progreso, o a estéticas de la representación que también se codificaron en el siglo XIX y que han dejado de ser válidas en el XXI.

Tejer la oscuridad, de Monge, logra encarnar de un modo extraordinario toda esa teoría, todo ese debate crítico, en las voces de sus personajes. Un enjambre de sujetos que se van expresando, tanto en primera persona del singular como del plural, para narrar el apocalipsis, la reconstrucción del mundo y la posibilidad de una sociedad, literatura y mitología nuevas. Para ellas, el escritor no solo recurre a la cita y la reescritura de textos precolombinos y crónicas de la Conquista. También asume el reto de adaptar al lenguaje y la estructura de una ficción especulativa, ambientada en las próximas décadas de este siglo, a la lógica del quipu: un artefacto de cuerdas de algodón o lana teñidas de colores, cuyas ataduras y redes son “una forma de escritura multisensorial, multidimensional y multitemporal”, desarrollada por los incas (como explica el propio autor).

Toda la novela se construye como un tejido colectivo. Un tejido que en la primera parte (“Urdimbre”) se cose a través de fechas; en la segunda (“Trama”), mediante latitudes y longitudes, y en la tercera (“Malla”), con historias paralelas. De la narrativa del tiempo y el encierro pasamos, pues, a la del espacio y el viaje, para concluir con un sorprendente relato de planos simultáneos. Uniendo la cosmología precolombina y la resistencia indígena con las cuerdas trenzadas de Donna Haraway o los experimentos cuánticos de Ted Chiang, Monge consigue crear un libro postcolonial, feminista y futurista que, al mismo tiempo, suena antiguo, bíblico. Una suerte de biblia del mañana.

Algunos libros luminosos de nuestro inicio de siglo se convierten, así, en casas de citas, en cajas de resonancias donde poemas, relatos, testimonios o ficciones del pasado renuevan su potencia gracias al homenaje amplificador. En otra elocuente nota final, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán cuenta que Allá fuera hay monstruos surgió en pleno confinamiento de abril y mayo de 2020, como una reescritura de Cartucho, el volumen de relatos de Nellie Campobello. Gracias a esa operación, las historias de la escritora mexicana ya no solo hablan de la guerra o de la Revolución Mexicana, sino que también lo hacen de una pandemia del futuro.

La escritura del ayer también puede ser desactivada por medio de la crítica radical. “Soy consciente de que intento construir algo con fragmentos robados de una historia incompleta”, dice Gabriela Wiener en Huaco retrato, otra magistral demostración de cómo escribir tejiendo hilos de colores, texturas y temperaturas diferentes. La autora peruana construye tres planos temporales: su presente familiar, la historia de sus padres y la de su presunto antepasado del siglo XIX Charles Wiener. Con las herramientas de la autoficción, la ironía y la disección postcolonial y feminista, la novela interroga en primer lugar al yo y sus contradicciones, para a continuación reescribir tanto los emails del padre muerto o las cartas de la madre viva como, sobre todo, la obra racista del arqueólogo y saqueador franco-austriaco.

La tensión con Europa o con los Estados Unidos, y sus sistemas de valores, se constata en todos los libros que he citado. Pero su crítica a los viejos imperios es menos significativa en el nivel de la trama o los personajes que en el plano de la materia textual. Reescriben a las maestras y a los enemigos para reivindicarlas o para cuestionarlos desde el interior de sus propias palabras, desde el corazón de sus propios discursos. Así imaginan nuevos espacios de resistencia y trazan las líneas maestras de la nueva literatura para un nuevo mundo.

Jorge Carrión es escritor y crítico cultural.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *