La vuelta de página

Desde comienzos de la década de los setenta, las cosas cambiaron para todos. No es que Pinochet con su golpe de Estado introdujera el cambio. Pinochet no fue y estuvo muy lejos de ser el hombre providencial clásico, a la manera de Kemal Ataturk, del general Charles de Gaulle, de los estadistas de ese calibre. Sus partidarios se han desgañitado haciendo alabanzas, discursos, declaraciones apologéticas, pero no han sido convincentes. Los sucesos de los setenta nos cambiaron a nosotros y también obligaron a cambiar a Augusto Pinochet Ugarte.

Antes de todo eso era un militar burócrata, sumiso a la autoridad de turno, hipocritón, puesto que de otro modo no habría podido infundir confianza en gente como Salvador Allende, Carlos Prats, Orlando Letelier. Era un funcionario que se levantaba temprano todas las mañanas y que se afeitaba todos los días, como habría dicho Jorge Luis Borges, y había hecho carrera en esa forma, levantándose, afeitándose, inclinándose frente a los poderes de turno con bisagras bien lubricadas. Hasta que las circunstancias, la crisis política del país, que era el reflejo de una crisis regional y mundial, lo cambiaron de un modo dramático. Ahí demostró una terquedad, una crueldad, una capacidad de tomar decisiones políticas de fondo, que no se le conocían y que probablemente ni siquiera existían.

Había que sumar el hombre más la situación, más la circunstancia, más la época. Fue de un anticomunismo visceral porque venía de actuar en los años del maccartismo norteamericano y de González Videla y su famosa ley anticomunista. En esos años, poco después de la Segunda Guerra Mundial, ascendió, se formó como soldado y adquirió la convicción arraigada y equivocada de que el fin, cuando se trataba de la batalla contra el comunismo, justificaba los medios. Nunca entendió que los medios corrompidos, injustos, delictuales, podían terminar con él mismo.

Algunos comentaristas de centroizquierda han dicho que los cambios que condujeron a implantar una economía neoliberal en el país no fueron un mérito suyo, puesto que la globalización, la modernización mundial, ya estaban en marcha. Tampoco me parece un argumento irrebatible.

No se puede hacer la crítica del pinochetismo, ni, por lo demás, la crítica de nada, sobre bases intelectuales débiles. De hecho, las ideas económicas nuevas fueron importadas a Chile, en líneas generales, por jóvenes economistas que habían estudiado en la Universidad de Chicago. No sabemos si Pinochet los llamó a su Gobierno por astucia, por intuición, obedeciendo a los consejos de una u otra persona. El hecho importante es otro. El hecho político y económico curioso, que tenemos que admitir como base previa de cualquier examen crítico del personaje y de su obra, es que a estos economistas nuevos les dio un respaldo completo, enormemente decidido, que les permitió poner en marcha una revolución de gran envergadura en la economía chilena, revolución bastante anterior a la de otros países. ¿Podía efectuarse esta revolución económica sin contar con la fuerza de las armas, esto es, en una situación no represiva? A mí me parece evidente que no, y esto me demuestra que en nuestro desarrollo actual, tan celebrado por los mismos países que enjuician al general en forma implacable, hay un pecado original, una falla de origen, un punto de partida esencialmente discutible y lleno de ribetes inhumanos. Los gobiernos de la Concertación, por medio de una política social acentuada, han tratado de redimir estos pecados de los orígenes, pero sólo ha sido una redención a medias. Los cadáveres encerrados en los diversos armarios chilenos suelen asomarse a las plazas públicas en los momentos menos oportunos. Algo de esto ha sucedido en estos días. Las ceremonias fúnebres han estado manchadas por la virulencia de todas las partes, por la falta de un espíritu mínimo de reconciliación, por los intentos oratorios de justificar lo injustificable.

Rescato el hecho de que una de las hijas del general haya dado la paz de los católicos a la ministra de Defensa. No es más que un pequeño símbolo, pero ha sido un detalle reconfortante en medio de un mar de aspereza, de histerismo, de profunda sequedad y obcecación. También rescato el estoicismo de la ministra, en medio de gritos hostiles, de actitudes de estilo obviamente fascista. Yme parece que la discreción, la prudencia de la presidenta Bachelet, víctima personal de la dictadura, no lo olvidemos, también ha sido encomiable. Por otra parte, en el ambiente de división que todavía existe en el país, y con un ex gobernante encargado reo en diferentes causas judiciales, la celebración de funerales de Estado no se justificaba en absoluto y habría tenido consecuencias francamente peligrosas. No creo que haya más vueltas que darle a este asunto.

Más que en la historia del general, de sus aciertos, de sus errores, de sus crímenes, pienso ahora en lo que significó el pinochetismo para todos nosotros. Ya he escrito mucho sobre el tema y todavía podría escribir páginas de páginas. Ahora, por ejemplo, recuerdo un episodio menor, pero significativo: una mesa redonda entre escritores y artistas allá por los comienzos de la década de los ochenta, en una época en que los actos culturales todavía se practicaban en las catacumbas o en algo que podríamos definir como semicatacumbas. Que no nos vengan ahora con el cuento de que la dictadura era una dictablanda, porque era, en verdad, un régimen autoritario férreo, implacable, que permitía uno que otro desahogo superficial, pero que golpeaba en forma selectiva, sin piedad y con el fin de producir un efecto de miedo generalizado. En esa discusión de mesa redonda, al abrigo de alguna parroquia o de algún recinto universitario, casi todos, sin mayores pelos en la lengua, hicimos la crítica descarnada de Pinochet y de su régimen. Sin embargo, cuando le tocó el turno de hablar al poeta Enrique Lihn, introdujo en el intercambio una nota discordante. Dijo que uno de los efectos perversos de la dictadura era, de hecho, el de obligarnos a todos a hablar de Pinochet, en contra de Pinochet, mejor dicho, en forma majadera, monotemática. Lo cual, a su juicio, redundaba en una reducción, en un empobrecimiento de nuestro horizonte intelectual. La presencia de la sombra ubicua de Augusto Pinochet, con sus uniformes militares, sus capas que en España decían que eran dignas del prisionero de Zenda, sus anteojos oscuros, sombra parecida a la de un gigante monstruoso de un cuadro de Goya, nos aplastaba y nos entontecía. ¿Por qué no hablar, sostenía Lihn, de Rainer Maria Rilke, de Jean-Arthur Rimbaud, de Heidegger o de Fiodor Dostoyevsky? En buenas cuentas, nosotros éramos las primeras víctimas del monotema. Por mi parte, debido a mi experiencia personal, sacaba una conclusión paradójica: sólo en Cuba, en los sectores de la disidencia intelectual, había encontrado ambientes de conversación obsesiva parecida. Amigos como el poeta Heberto Padilla o el crítico José Rodríguez Feo se referían al temita.Sólo era posible hablar del temita: el temita nos perseguía, nos obsesionaba, nos colocaba las garras y los colmillos en la garganta. Había un solo detalle peor: los disidentes del castrismo, en sus recintos privados, en sus casas particulares, hablaban en contra, pero debajo de un retrato del comandante en jefe. Nadie se habría atrevido a eliminar ese retrato. La mirada del Hermano Mayor llegaba lejos.En Chile, en cambio, había una voz chillona demasiado insistente, además de peligrosa, y una parafernalia medio kitsch, pero nadie habría podido sostener, ni en la ficción más osada, que el general Pinochet era el Hermano Mayor de nadie. La leyenda de la dictadura era mucho más endeble, y se podría sostener que la estética del sistema simplemente no existía. De algún modo, era una situación muy chilena, en la que el miedo coexistía con una rampante mediocridad. Una francesa culta, ligada a los círculos teatrales de París, estuvo de paso entre nosotros en los días del viaje presidencial frustrado y cancelado a las Filipinas. Vimos las manifestaciones públicas de desagravio en la televisión de mi casa, y ella, que acababa de bajar del avión, estaba estupefacta. ¡Es Federico Fellini puro!, exclamaba a cada rato. Y eran, en efecto, escenas arrancadas de Amarcord o de 8 1/ 2.

Frente a la escena del caballo, de la cureña envuelta en la bandera, al pie de las columnas de la escuela militar Bernardo O´Higgins, me acordé de las exclamaciones de mi amiga francesa. Tuve la impresión de que por encima de todo, frente a un escenario de cartón piedra, planeaba un airecillo de caricatura, de absurdo. También me acordé de otro episodio de la vida literaria. En otra de las tantas mesas redondas de aquellos años, Nicanor Parra, impertérrito, leyó los artículos de un texto legal sobre el tema de la libertad de expresión. Cada párrafo era más subversivo que el anterior y hacía correr por la sala una sensación inquietante, como si los agentes de los organismos de seguridad pudieran irrumpir en cualquier momento. Pues bien, el suspense terminó cuando Nicanor leyó la firma y la fecha del documento. La firma era del director supremo Bernardo O´Higgins y el documento en cuestión era la ley de Libertad de Imprenta de los comienzos de la república independiente. Conclusión mía: sin desconocer el pasado, debemos entrar en el futuro con paso firme y dar vuelta a la página de una vez por todas.

Jorge Edwards, escritor chileno, diplomático y cronista.