Al revés del título de Jane Austen, cabe reconocer que el sentido y la sensibilidad son socialistas, no liberales. Ambas doctrinas sufrieron, aunque no en idéntico grado, la «fatal arrogancia» de creer que la luz de la razón, que pareció iluminar toda la naturaleza y dejar atrás milenios de reaccionario oscurantismo, carecía también de fronteras a la hora de entender y transformar al hombre y la sociedad. He dicho ambas doctrinas, porque el curioso itinerario del liberalismo decimonónico registra la rendición ante el apogeo de la razón, y la letal fantasía de pensar que cabía inyectarle a la política el optimismo reformador racionalista y confiar en que la libertad no padeciera.
Así, John Stuart Mill a la vez escribe On liberty y coquetea con el socialismo, defiende al individuo pero no la propiedad privada, a la mujer pero no a la familia, a los pueblos pero no sus costumbres, su moral, su religión.
Y nuestro Flórez Estrada no concibe que su propuesta de convertir al Estado en el propietario de la tierra pueda ser incompatible con la libertad. Lógicamente, el sentido arrasó con la noción básica del liberalismo, que es la limitación del poder. ¿Por qué va a limitarse un poder ilustrado, moderno, racional, representativo? Era menester frenar el poder anterior, absoluto, feudal, bárbaro, pero no el nuevo, reflejo del pueblo que, como decía Bentham, no puede actuar contra sí mismo. La extensión de la democracia proporcionará al poder una crucial legitimación, como temió precisamente, Mill. Desde entonces hasta hoy, en fiel reflejo de la decadencia del liberalismo, se discutió mucho sobre quién vota, y cuándo y cómo se vota. Pero la pregunta fundamental para la libertad desapareció. Nadie más se preguntó qué se vota, porque la respuesta es obvia: ante un sistema democrático parlamentario, todo se vota y todo se debe votar, en una dinámica perpetua de búsqueda y encuentro de ámbitos donde la libertad ha de ser recortada en aras de plausibles objetivos colectivos. No hay nada que opere como freno al poder más allá de él mismo. La propia noción de freno es absurda si los males son, como sentencia una reveladora retórica reciente, «evitables». Si conocemos el mundo y la humanidad, si vemos sus problemas, si sabemos resolverlos ¿cómo es posible que alguien proteste, alegando instituciones de cuestionable justificación, desde la tradición y la religión hasta la propiedad y el mercado?
La idea de libertad, lejos de ser una barrera ante el poder, se transformó en un combustible para el mismo: se cree que el pueblo realmente libre necesita la coacción política que lo libere de tantas represiones. Y los enemigos de la libertad se la apropiaron, de modo tal que todo lo socialista, desde el feminismo hasta la teología, es «liberación». El Gobierno aspira a someter aún más a los ciudadanos con la excusa de la vivienda, y su líder habla de «emancipación». Ya en los viejos procesos desamortizadores se defendió la expropiación con el paradójico argumento de que fomentaba la propiedad. Numerosos liberales decimonónicos capitularon ante una imputación que no pudieron desmontar, llamada entonces «la incuria liberal». Muy pocos resistieron. En efecto, todo invitaba a intervenir, a «hacer algo» ante los acuciantes desafíos que afrontaba una sociedad que era incapaz de solventarlos en libertad. Es más, su libertad los creaba, y por tanto debía ceder ante la «cuestión social». No importaba que la pobreza, por primera vez en la historia, cayera a ritmos muy significativos, como nunca importaron los éxitos de la libertad y sus instituciones en ámbitos diversos, desde la economía hasta la ecología, desde la salud hasta el tráfico, desde la educación hasta el urbanismo. El axioma de partida es que la libertad es sospechosa y debe probar su inocencia. Los problemas, reales o inventados, reducidos o hipertrofiados, invitan sólo a la urgencia intervencionista, aunque se trate de la petulancia de «luchar» nada menos que contra el clima, y con datos presuntamente irrebatibles que demuestran que el planeta se calienta, aunque no haya base científica para afirmarlo de modo inconcluso, aunque hace apenas cuarenta años los famosos expertos nos aseguraban que se enfriaba. Nada de esto importa. Lo fundamental es que el liberalismo resulta inaceptable por su pasividad, su modestia, su cautela. Simplemente, no tiene sentido. Pero los problemas del liberalismo no pasan sólo por la cabeza, sino también por el corazón, que está a la izquierda, como todo el mundo sabe. También en el siglo XIX, junto con la fantasía de que la inteligencia puede y debe hacer benéfica tabla rasa con cualquier institución social, se generalizó otro embuste: la idea de que el socialismo es generoso y el liberalismo egoísta. Lo dicho, pues, ni sentido ni sensibilidad. Este segundo aspecto es quizá más llamativo que el anterior. Porque los defectos empíricos de la intervención política son apreciables, con lo cual su lógica es debatible desde ángulos liberales; digamos, hay gente que percibe que toda esta humareda progresista es costosa en términos de impuestos y humillante en términos de un control creciente sobre la vida de los ciudadanos -la esclavitud en los detalles que auguró Tocqueville; hay personas, muchas de ellas socialistas, que han observado desde hace tiempo que el mercado es más eficiente que el Estado; pocos hoy defienden el comunismo como vía óptima para lograr la prosperidad de los pueblos. Sin embargo, la prima ética del socialismo persiste. Günter Grass se avergüenza de haber sido nazi. No muchos se avergüenzan del comunismo, el socialismo real, el sistema más criminal que jamás haya sido perpetrado contra los pueblos de este planeta. Pinochet es malo, pero Castro no, o no tanto. Los ejemplos pueden multiplicarse, pero siempre marcan una hipocresía que, asombrosamente, sobrevive. Se supone que si uno es socialista -es decir, intervencionista-, uno es una buena persona, partidaria de los desfavorecidos y la paz universal. No hay nada que valide semejante patraña, pero sigue adelante, impertérrita. Si hay que buscar malvados, se los encuentra fácilmente entre los empresarios, los curas (un hatajo de pervertidos antediluvianos, ya se sabe), los no partidarios del socialismo «de todos los partidos», y en general cualquiera que ose desafiar la ola soberbia de quienes pretenden monopolizar nada menos que el progreso. Hay dos aspectos notables del predominio del discurso lógico y cálido de los socialistas. En primer lugar, no es mayoritariamente denunciado. Cuando Rodríguez Zapatero, en escalofriante muestra de totalitarismo, afirma: «Los valores de la ciudadanía son los que deciden libre y responsablemente quienes representan a los ciudadanos», las condenas, como la de Juan Manuel de Prada en ABC, son la excepción y no la regla.
En segundo lugar, ese discurso ha sido integrado por sus supuestos adversarios. Los republicanos de EE UU acuñaron la increíble consigna del «conservadurismo compasivo». A un socialista jamás se le ocurriría adjetivar así su doctrina: él sabe que es compasiva, generosa, justa y solidaria. Igual que sabe que el capitalismo es «salvaje» pero el socialismo no, o que la gente está «abandonada» en el mercado pero no en el Estado, o que el prefijo «ultra» se ajusta al liberalismo pero nunca al socialismo. Los no socialistas, en cambio, tienen que justificarse. Por ejemplo, en nuestro país suelen apresurarse a secundar incursiones contra la libertad, no vaya a ser que los acusen de no ser progresistas; con la subida de la presión fiscal en las últimas décadas, a lo más que han llegado es a proponer bajadas de impuestos que no pongan en peligro la recaudación y el gasto «social» -no vaya a ser que los acusen de no ser compasivos. Huérfano de sentido y de sensibilidad, el liberalismo vivaquea extramuros de las opciones políticas, que sólo lo integran en pequeñas dosis, análogas e instrumentales. «El mercado es bueno para producir, pero después tiene que venir la política para distribuir», y demás lemas intervencionistas al uso. Ilógico e insensible, es incapaz de plantear una defensa popular sin concesiones de la libertad, con lo que muchos posibles amigos de esta causa perdida hunden la cerviz ante las confortables alternativas del centrismo, que, en todas las atalayas desde la cuales se pretende seducir al electorado, propician combinaciones variables de los dos elementos que hace siglo y medio el vascofrancés Bastiat, liberal resistente, proclamó que no se pueden combinar: la libertad y la coacción.
Carlos Rodríguez Braun, Catedrático de la Universidad Complutense.