El pasado, dice uno de los policías creados por el novelista italiano Sciascia, no es nunca pasado. El pasado casi no es. Y no le falta razón, sobre todo si observamos la fiebre acusadora y el afán persecutorio que recorren parlamentos y tribunas.
Porque en Europa, cuyo pasado encierra no menos secretos que el futuro, todo es actual, todo está ocurriendo siempre y nada deja de ocurrir jamás. Hoy leemos por encima del hombro de Stalin unos poemas de Alberti. Mañana nos convertimos en los protagonistas de la célebre y terrible foto de Cartier-Bresson: un grupo de gente rodea a una mujer humillada a la que acaban de raparle la cabeza, en castigo por colaborar o simpatizar con los nazis, mientras otros simplemente observan y una mujer despeinada y con cara de odio se lanza como una fiera hacia la condenada.
Hablo de la Europa que ha sobrevivido a dos guerras mundiales y al largo y asfixiante abrazo del animal totalitario. Hablo de una Europa prisionera aún de un pasado que no se sabe aún cuando va a terminar. Hablo de una Europa donde las transformaciones fantasmagóricas no han concluido y donde los tribunales de la opinión pública siguen trabajando, fascinados con reducir el pasado a una crónica maniquea de buenos y malos, demócratas y fascistas, con modular una memoria tan justa, tan pura, que de tan angelical resulta inhumana. Hablo de una Europa que asiste estupefacta al proyecto depurador de los hermanos Kaczynski -empeñados en convertir su gobierno en el azote de Dios y en erradicar el veneno rojo de la vida pública polaca-; de una Europa atónita ante la vocación profesoral de Putin -que cuerpo a cuerpo con los archivos soviéticos, cráneo con cráneo, ha reivindicado la escritura de la historia como propiedad moral del Kremlin y parece obsesionado con echar cuatro llaves al GULAG-; de una Europa perpleja frente a la farsa española de la Ley de la Memoria Histórica -que pretende levantarse sobre la supuesta amnesia de la Transición tan limpia e inocentemente como los ojos de la Virgen del Beato Angélico-.
¿Es mejor recordar u olvidar? ¿Hay que recurrir a leyes para abordar un pasado que está en el presente, aquí, ahora mismo, un pasado como una película de hielo, bajo la cual gesticulan millones de rostros de pesadilla?
Lo que está claro es que acomodándonos prosaicamente al viento cambiante de la Historia, pensando siempre lo que, en el propio ambiente, siempre hay que pensar, confundiéndonos en el grito de los demás, recurriendo al moralismo fácil, sólo demostramos una cosa: que las jaurías humanas del siglo XX han dejado en nuestra alma una impronta mayor de lo que creemos... que disfrutamos de una excelente mala salud mental que nos permite pasar de un fanatismo a otro con absoluta coherencia.
Paradoja de nuestro tiempo, los llamamientos a la justicia histórica de los moralistas de nuevo cuño, que condenan precipitadamente a quien nació en mal momento, sirven para echar paletadas de sombra sobre las ruinas vivientes del pasado. Como los procesos de depuración después de la liberación de París. Como aquellos letra-heridos de los que hablaba Gorki antes de ceder a los cantos de sirena del Kremlin y convertirse en el hermano mayor de los ingenieros de almas: «Entre nuestros intelectuales hay muchos que exhiben su enfado como si fuera el emblema de un negocio... Se pasean con el semblante de alguien a quien la humanidad le debiera un rublo y no quisiera devolvérselo».
Si nos elevamos por encima de las vilezas y ambiciones individuales desplegadas en el siglo de los totalitarismos, no nos queda otro remedio que compadecer a sus protagonistas. Pero no se trata de disculpar nada ni a nadie ni de disolver las responsabilidades en las aguas oscuras de la época. Porque bajo la bota del terror siempre hubo personas lo bastante locas para aceptar la defensa del hombre. Escribo locas queriendo decir humanas, generosas, iluminadas por la inteligencia del corazón y la idea del Derecho, y partícipes de esa razón universal que no fue una invención del siglo XVIII -aunque en él fuese proclamada y aclamada-, sino que es de curso perenne, veta que aflora más o menos, incluso en tiempos más lejanos y oscuros, incluso en tiempos presentes, también venenosos, y en lugares nada extraños. Léase, por ejemplo, País Vasco. Defendida por pocos, de acuerdo: pero viva.
Tampoco se trata de silenciar las cosas. Todo lo contrario: se trata de hablar sin trampas, de hacer luz, de que el rostro de la centuria arda como una torre de petróleo y no quede reducido a un guardarropa de disfraces. Algo que nunca lograremos mientras no imaginemos unas ciudades consumidas por la envidia y la sospecha, por consignas estridentes aplaudidas en clamor de multitudes, por Macbeths ocultos hasta en el más gris empleado... mientras no sepamos ver una época que reconoce tan sólo la existencia de dos alternativas, ambas de resultados negativos aún cuando uno se decidiera por el bando victorioso.
Goethe decía que uno debía vivir su propio destino. No un destino impuesto por los acontecimientos, por la Historia o las circunstancias, sino su propio destino, único, irrepetible e individual. Y en la época de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, el individuo aún podía oponerse, con habilidad o astucia, al destino colectivo. Era posible esconderse, o bien construir en el alma un dique de contención. Era posible subir al cadalso o caer en el campo de batalla pensando que era el destino personal el que se estaba cumpliendo. Pero el siglo XX pulverizó esa ilusión. El totalitarismo y sus mecanismos de opresión y anulación confundieron en un mismo rostro a víctimas y verdugos. La riada de la Historia desintegró a las personas, las consumió, las desmenuzó, las pisoteó. No hay punto de comparación entre combatir en libertad y ser aplastado en la noche. No hay punto de comparación entre el oficio de soldado y el oficio de rehén.
¿Cómo enfrentarnos entonces a ese oscuro pasado? Quizá como el Angelus Novus de Paul Klee, mirando las ruinas de la barbarie, iniciada en 1914, pero sin quedar atrapados entre sus escombros. Quizá empezando por el miedo. Hasta que no veamos el terror totalitario, no sólo como algo monumental, como imaginan los profetas de la memoria, sino también como un animal bajo, que destruye la consistencia humana y transforma las relaciones entre millones de hombres en relaciones de extorsión, seguiremos mintiendo, seguiremos cegándonos al fondo trágico del siglo XX.
La fusión repentina de un glaciar produciría menos fango que el que sube al corazón desde los depósitos siniestros de la centuria pasada. Las cimas no alcanzadas, las vidas trituradas, y todo ese cúmulo de traiciones que late silencioso en los archivos. Sin embargo, lo que normalmente ralentiza el paso del tiempo y, por la misma causa, mantiene viva la infamia no es tanto que los asesinos y los chivatos y los arribistas que se aliaron con el poder sobrevivan a menudo a sus víctimas, ocultos tras el baile de máscaras de las Transiciones, como cuanto que los que sobreviven contemplen equivocadamente a los humillados y los muertos de la misma manera que una mayoría a una minoría.
Y ello se produce no sólo cuando se excusan los crímenes con la idea de que el régimen que nos aplasta es favorable a las ambiciosas esperanzas de la patria, cuando nos enredamos en los lazos de una virtud farisaica no puesta a prueba por ninguna opción trágica, cuando pensamos que siempre había dos países, uno envilecido y otro decente, cuando olvidamos que la sociedad entera, y como consecuencia de ello, las personas por separado, cedían dócilmente al paso de los tanques victoriosos, cuando olvidamos, en fin, que la boca entreabierta del intelectual, tan fustigado hoy por los fiscales de la memoria, la boca vigilada, asediada, nunca puede hablar como quiere.
Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto.