Los que corrompen la conversación

La definición, que adquiere dimensiones de epifanía, se la debemos a Teo Uriarte, antiguo miembro de ETA y encausado y condenado a muerte en el llamado Proceso de Burgos: «ETA es el hijo bastardo de Franco». La primera vez que se lo oí decir, en la presentación bilbaína de un libro, me sacudió como un trueno y me deslumbró como un relámpago. Fueron necesarias horas de reflexión posterior, combinadas con algunas lecturas, para llegar a aquilatar todo lo que tan breve sentencia encierra.

Lo que el aserto de Uriarte pone encima de la mesa es algo que va mucho más allá de esa oscura y deplorable historia que durante varias décadas escribió un grupo de extorsionadores en el País Vasco y otros muchos lugares de España. Tiene que ver con la huella funesta que imprime la tiranía, cuando se sostiene en el tiempo, en las comunidades que la sufren, o que no tienen, también podría decirse, el vigor cívico para hacerla inviable.

Subraya Íñigo Bullain en 'Revolucionarismo patriótico' (2011) que ETA fue la única experiencia antisistema exitosa en Europa occidental en la segunda mitad del siglo XX, atendiendo al hecho de que durante un tiempo logró desplazar de manera efectiva al Estado en partes del territorio teóricamente sujeto a sus leyes. Achaca este éxito a la peculiar –y en no pocos sentidos chocante– combinación que sustentaba el nacionalismo vasco violento, al que de forma gráfica define como «un vehículo todoterreno con carrocería patriótica y motor revolucionario». Hay un factor, sin embargo, que otorgó a ETA una ventaja sobre los grupos que en otros países accionaron el marxismo-leninismo, el irredentismo o ambas palancas a la vez: el raro privilegio de tener enfrente a un dictador que había accedido al poder con el respaldo de Adolfo Hitler y que ya no iba a soltarlo hasta el día de su muerte.

De la importancia que en la designación de Franco como general en jefe en el otoño de 1936 tuvo la línea directa que el astuto ferrolano acertó a establecer con la Alemania nazi quizá sólo sean conscientes los historiadores y los muy interesados en los entresijos del Alzamiento; pero en el País Vasco existe desde el 26 de abril de 1937 una trasposición simbólica que exime de farragosas lecturas: el bombardeo de Guernica por la Legión Cóndor, la fuerza aérea expedicionaria que Hitler envió a España para ayudar a su hombre en Burgos. Una tragedia que Picasso convertiría en icono universal y que los criadores de la serpiente etarra supieron presentar como un atropello del pueblo vasco a cargo de una España aliada con la abyección absoluta.

No es casual que quien esto escribe, al preguntar a más de un entrevistado por los motivos que propiciaron su militancia en ETA o en alguna de las estructuras de su entorno, obtuviera una y otra vez como parte de la respuesta la alusión a la destrucción de la villa vizcaína. Y eso sólo fue el principio: después vendría la represión humillante que los nacionales victoriosos desataron sobre quienes los habían combatido a las órdenes del Gobierno vasco, y a partir de ahí el peso constante y ominoso del Estado autoritario que salió de la Guerra Civil; compartido con el resto de los españoles, aunque eso quede ya en la penumbra.

Por lo demás, el modo en que la tiranía perpetua degrada a la comunidad sobre la que se ejerce lo describió hace ya más de cinco siglos un fraile trinitario burgalés, Alonso de Castrillo, en su 'Tratado de república' (1521). Lo hizo en un bello castellano, inspirándose en Aristóteles, Cicerón, san Isidoro o san Agustín. No podemos resistirnos a citar aquí un pasaje: «Y aún si de los perpetuos gobernadores no fuesen más eternos sus daños que sus oficios, medio mal sería acabarse con su mal juntamente con su vida. Mas lo peor es que mueren ellos y quedan vivos los males que hicieron para siempre. Y así con sola una vida corrompen la conversación de muchas que son por venir».

De un plumazo, la clarividencia de este trinitario olvidado nos explica muchas cosas. Por qué ETA, nacida al calor de un gobierno perpetuo y odioso, extrajo de su confrontación con él la fuerza para adquirir las proporciones que llegó a alcanzar. Por qué su acción se prolongó durante décadas tras la muerte del dictador, invocando frente a una democracia la legitimidad que parasitaba de aquel, y logrando convencer a cientos de miles de personas de semejante superchería. La clave última está ahí: en esa corrompida conversación que perdura más allá de la vida de quien ha infligido a la sociedad el daño del gobierno injusto.

Cobra así pleno y denso significado la afirmación de Teo Uriarte que abre estas líneas, pero podemos llevar el análisis aún más allá. Porque ETA, durante los años en los que consiguió imponer su amedrentamiento a la sociedad vasca –y su desafío a la española–, operó como una suerte de tirano perpetuo, en la medida en que durante mucho tiempo no se vislumbraba el fin de su imperio de terror. No fue el despotismo de un hombre, con el límite biológico de su mortalidad, sino el de una organización criminal, con el límite de su capacidad para continuar operativa; pero también duró décadas su imposición autoritaria, y cuando esta concluyó, gracias a la aniquilación policial y judicial de sus aparatos destinados a la coacción violenta, no dejó de proyectar sobre la conversación posterior a ella su sombra corruptora.

Es desalentador que aún hoy, y viviendo desde hace casi medio siglo en un Estado social y democrático de derecho, haya quien encuentre razones políticas e históricas para comprender y endosar el comportamiento del autócrata que negó hasta su muerte a sus compatriotas derechos y libertades fundamentales. Es igualmente desalentador comprobar que hay entre nosotros quienes al hablar de ETA dan en buscarle una coartada moral a la eliminación física de conciudadanos desprevenidos, incluidos niños y niñas, hasta el punto de que uno de los responsables de esa atrocidad se permita plantarse durante hora y media ante una cámara para reivindicarse, en vez de meterse en un agujero –y que su exhibición abra festivales, mientras la historia de quienes nos libraron de él se mantiene en las catacumbas–. Y es deprimente que ambos discursos conduzcan al mismo sitio: el desdén a las víctimas de uno y de otros, honradas y evocadas a conveniencia, cuando merecen piedad y memoria de todos.

A tal extremo llega, quién sabe hasta cuándo, la impronta nefasta de los que corrompen la conversación, que se suceden y justifican, unos a otros, en su lóbrega y bastarda genealogía.

Lorenzo Silva es escritor.

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