Macsánchez

Viendo al presidente Pedro Sánchez por la televisión, con cara de no haber roto un plato en su vida, renegando de todo aquello de lo que alardeaba hace poco más de un mes, uno no podía sino evocar a Lady Macbeth, reina de Escocia en la tragedia de Shakespeare, frotándose las manos en el vano intento de borrar la sangre que las manchaba. Cierto es que Sánchez no ha cometido ningún delito de sangre; no tiene las manos ensangrentadas. Pero también lo es que ha pactado, e incluso compadreado, con gentes que sí tienen las manos ensangrentadas, y mucho. Últimamente ha tratado de hacernos olvidar su intimidad con los filoetarras de Bildu, y adoptado al respecto la clásica actitud de si te he visto, no me acuerdo. Pero la mayoría de la población sí se acuerda, evidentemente, y los de Bildu también. Además, Sánchez tiene amistades peligrosas y una de ellas, el recientemente nombrado delegado del Gobierno en Madrid, le ha estropeado la pantomima de la inocencia, afirmando abiertamente que los de Bildu han salvado muchas vidas humanas españolas, muchas más que los "patriotas de pulsera". Y ante dislate tan grande y ofensivo, Sánchez ha vuelto a incurrir en una de sus frecuentes contradicciones (a las que muchos llaman, lisa y llanamente, mentiras): decir que no está de acuerdo con él, pero mantener al entusiasta defensor de Bildu en el cargo. Una vez más se manifiesta lo contradictorio de los criterios de este Gobierno: al delegado en Madrid se le pasa por alto una indiscreción monumental y, en cambio, al teniente coronel Pérez de los Cobos le destituyó el Ejecutivo de Sánchez por negarse a cometer una indiscreción que, además, habría sido una ilegalidad.

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RAÚL ARIAS

No hay duda de que a Sánchez le sorprendió el severo correctivo que los electores le propinaron el pasado 28 de mayo. Pero lo verdaderamente sorprendente es que, con la legión de asesores que el Gobierno tiene con cargo al Presupuesto, nadie hiciera notar al presidente la disconformidad que los electores venían mostrando con sus políticas. Y no se trataba sólo de las encuestas: con la sola excepción de Cataluña, donde la ideología separatista sesga todos los resultados, las demás elecciones autonómicas venían dando cifras muy alarmantes para Sánchez. En Madrid, hace dos años, el PP de Isabel Díaz Ayuso se había acercado mucho a la mayoría absoluta y el PSOE no había siquiera alcanzado el segundo lugar. Podemos, su socio de gobierno, había estado a punto de quedarse sin escaños. El año pasado, en Castilla y León, el PP ganó holgadamente, y, en coalición con Vox, obtuvo la mayoría absoluta. Tanto el PSOE como Podemos perdieron una cantidad considerable de votos y de escaños. Pero quizá lo más alarmante de todo para el Gobierno fuera el vuelco de Andalucía bajo la férula de Sánchez. La comunidad andaluza, la de mayor superficie y población, estuvo gobernada por el PSOE, casi siempre en solitario, desde la Transición a la democracia hasta que, en 2018, seis meses después de formar gobierno Sánchez tras la moción de censura, el PSOE ganó las elecciones en esa comunidad, pero lejos de la mayoría absoluta, mientras que PP, Cs y Vox, conjuntamente, reunían holgadamente los escaños necesarios para esa mayoría. En virtud de esta nueva situación tuvo lugar el vuelco histórico por el que el PSOE perdió el Gobierno de Andalucía tras 40 años en el poder. Pero lo peor para Sánchez vino después, porque en las siguientes elecciones, las de 2022, fue el PP el que obtuvo la mayoría absoluta en el histórico feudo del PSOE. Todos estos fueron vuelcos muy fuertes y premonitorios, y resulta increíble que ni Sánchez ni el partido sacaran conclusiones y se plantearan un cambio de rumbo o una rectificación, por modesta que fuera. La impavidez, tan ponderada en el lozanesco Manual de resistencia, puede jugar malas pasadas.

Tiene Sánchez ante sí una labor ingente para hacernos olvidar sus fechorías en el poder, casi todas inexplicadas, desde el affaire Delcy hasta el caso Plus Ultra, pasando por la escandalosa media vuelta en el caso Marruecos-Sáhara, la instrucción inacabada del caso ERE de Andalucía, la cátedra conyugal por el arte presidencial del birlibirloque y los otros múltiples casos de corrupción de un Gobierno que justificó su moción de censura en la discutible corrupción del PP. En un artículo anterior me puse a enumerar las fechorías sanchescas y tuve que abandonar a la mitad porque me faltaba espacio. No voy a seguir aquí. Pero sí quiero subrayar que lo más peligroso de Sánchez no son esos escándalos. Su rasgo político más peligroso es que no cree en la democracia, no sabe lo que es. Para Sánchez la democracia consiste en ser él presidente. Los fines de su política se reducen a uno solo: alcanzar el poder y mantenerse en él. Con este fin supremo está dispuesto a subvertir el Estado de derecho atacándolo en su talón de Aquiles: el sistema judicial. Si la Constitución y gran parte del entramado legal no se pueden modificar a su medida, los jueces domesticados sí pueden interpretar la ley a gusto del inquilino de la Moncloa. Esta es una de las bases del populismo, tanto de derechas como de izquierdas, y a esta labor se ha dedicado Sánchez desde el mismo instante en que fue investido presidente. Ha conseguido mucho: ya tiene el Tribunal Constitucional a sus órdenes. Si consigue ser reelegido, no hay duda de que tratará por todos los medios de hacerse con el control del Consejo Superior de Poder Judicial, lo que le garantizaría eternizarse en el poder. Esto es lo que nos jugamos en las próximas elecciones. Las otras fechorías sanchescas son, en comparación, peccata minuta.

Tampoco tiene el presidente principios políticos. Posiblemente propenda a la socialdemocracia, pero después de obtener resultados mediocres y menguantes en las dos elecciones de 2019, se abrazó a los podemitas, de los que acababa de decir que le causaban insomnio; recabó el apoyo de separatistas y filoetarras y, a partir de entonces, se desdijo de todo lo manifestado anteriormente: que la declaración de independencia de Cataluña había sido un delito de rebelión, que el artículo 155 de la Constitución era perfectamente aplicable, etc. En realidad, habría podido buscar un pacto con el PP, cuya ala izquierda es de hecho socialdemócrata, pero había dos razones para no hacerlo: la más presentable, pero de menor fuerza para él, consistía en que después de acusar al PP de corrupto en la moción de censura, resultaba poco estético aliarse con él. Digo que para Sánchez esta no es una razón fuerte, porque tampoco era muy consecuente aliarse con Podemos, a quienes acababa de acusar de mentirosos y demagogos. La razón verdadera para no pactar con el PP era, y es, que este es un partido de peso comparable con el PSOE y, por tanto, un rival directo. Para el nuevo PSOE de Zapatero y Sánchez, la política es la continuación de la Guerra Civil por otros medios.

Endiosado y resistente, Sánchez creía haber engañado a todos. Las brujas convencieron a Macbeth de que era invencible porque, pese a sus crímenes y al ejército levantado en Inglaterra por los hijos de sus víctimas, no correría peligro mientras no viera los árboles del bosque de Birnam avanzar por el monte de Dunsinane, donde tenía su castillo. Por su parte, José Félix Tezanos, el barbado arúspice particular de Sánchez (pagado por el erario público, como sus innumerables y ociosos asesores y su culta biógrafa), le asegura que todas las demás encuestas mienten y que la única acertada es la suya. Lo notable es que, a diferencia de las brujas de Macbeth, Tezanos nunca acierta. Dice, no se sabe si en serio o en broma, que no es "adivino"; no hay duda, pero tampoco es buen estadístico y, sin embargo, sigue en su puesto, pronosticando. A Sánchez le debe de dar esperanzas lo que le dice y quizá cree que enardece a sus incondicionales.

El caso es que, por improbable que pareciera, las brujas volvieron a acertar: los árboles de Birnam, que los enemigos de Macbeth cortaron para camuflarse y protegerse, escalaron las laderas de Dunsinane, cayeron sobre el asesino y usurpador, y le cortaron la cabeza. En cuanto a los votantes españoles, parece que, contra viento y marea, están dispuestos a hacer los sacrificios vacacionales necesarios y, a la sombra de árboles como los de Birnam, afrontar los soles más tórridos para depositar sus votos y librar a España de Macsánchez, sin violencia, pero con firmeza. En el caso presente, Madrid bien vale una playa.

Gabriel Tortella es economista e historiador, coautor de España, democracia menguante (Colegio Libre de Eméritos, 2023) y de Capitalismo y Revolución (Gadir, 2023)

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