¿Para qué sirve el Parlamento?

Terminado en el Congreso el espectáculo de la moción de censura de Vox con Ramón Tamames de candidato (solo apto para políticos y periodistas y algún ciudadano sin nada mejor que hacer, dicho sea de paso), la pregunta que podemos hacernos los españoles es muy sencilla: ¿para qué sirve de verdad el Parlamento? Lamentablemente, estamos ya acostumbrados a que los debates en el Congreso se parezcan cada vez más a una especie de tertulia televisiva o radiofónica, aunque se desarrollen en un escenario institucionalmente imponente.

Los actores habituales pronuncian discursos grandilocuentes absolutamente previsibles, realizan declaraciones a los medios, presentan candidaturas electorales, cruzan zascas ingeniosos, intercambian insultos. No faltan tampoco las fotos de sus señorías sumidas en la tristeza, la alegría, la soledad, el enfado o cualquier otro sentimiento que pueda tener una interpretación política, que para eso estamos en una democracia sentimental, como nos recuerda Manuel Arias Maldonado. Lo que no podemos esperar, al menos en los plenos, son debates serios y rigurosos, y mucho menos que alguien alguna vez cambie de opinión después de oír los argumentos más o menos razonados del adversario.

¿Para qué sirve el Parlamento?Por otra parte, llama la atención que los que más se rasgan las vestiduras hablando de la soberanía popular y de la relevancia de la institución -recordemos, por ejemplo, las manifestaciones a propósito de la paralización por el Tribunal Constitucional de la tramitación de unas enmiendas en el Senado- son los primeros que se prestan al tipo de actuaciones que más contribuyen a su degradación.

El problema es que esta degradación de la institución le está impidiendo realizar sus funciones, que no son precisamente las de proporcionar espectáculos más o menos entretenidos a la audiencia. En una democracia parlamentaria como es la nuestra el Parlamento es una pieza esencial, tal y como recoge nuestra Constitución. De entrada, al Parlamento le compete legislar. Y el problema es que cada vez lo hace menos y cada vez lo hace peor. Lo hace cada vez menos porque una gran mayoría de las normas con rango de ley se aprueban mediante decretos leyes, es decir, mediante normas que elabora el Gobierno en base a la existencia de un supuesto de extraordinaria y urgente necesidad que solo pueden convalidarse o rechazarse en vía parlamentaria sin poder introducir modificaciones, salvo que la norma se tramite después como un proyecto de ley, lo que no siempre ocurre. Esta tendencia, que ya venía de lejos, se ha agravado en esta legislatura, en la que se han batido todos los récords en materia de aprobación de decretos leyes, incluso descontando el periodo del estado de alarma, donde su utilización estaba indudablemente justificada.

No estamos hablando de tecnicismos. No solo el decreto ley emana del Gobierno, es que el procedimiento para elaborarlo es mucho menos garantista desde todos los puntos de vista que el procedimiento para elaborar un anteproyecto de ley, que es la forma ordinaria de legislar. Efectivamente, un anteproyecto de ley antes de llegar al Parlamento exige un gran número de trámites, empezando por las consultas públicas en las que cualquiera puede participar y terminando con los dictámenes preceptivos que se establecen en cada caso. Es cierto que este procedimiento no siempre garantiza el éxito en forma de mayor participación ciudadana y mayor calidad técnica de la norma, especialmente cuando el Gobierno de turno está dispuesto a aprobarla como sea y a ignorar los argumentos de los expertos o/y de los ciudadanos afectados. Ejemplos recientes no faltan, como la ley del sí es sí o la ley trans, cuyos problemas técnico-jurídicos habían sido señalados con anterioridad a su aprobación. Pero en estos supuestos, al menos, existe la posibilidad de conocer estos argumentos técnicos e incluso la de utilizarlos no solo políticamente, sino también jurídicamente; no sólo en vía parlamentaria, sino también ante el Tribunal Constitucional.

Pero, incluso en los supuestos en que no se legisla por decreto ley, nos encontramos con un deterioro creciente del procedimiento legislativo: podemos mencionar el uso constante de las proposiciones de ley que son usadas incluso por los partidos que están en el Gobierno -y que, por tanto, podrían impulsar perfectamente un anteproyecto de ley- precisamente con la finalidad de eludir los trámites a los que hemos hecho referencia; o el recurso a la tramitación a través de procedimientos abreviados que impiden tener debates sosegados y de calidad; o la utilización abusiva de enmiendas no para modificar un texto normativo sino para proponer regulaciones alternativas o que no tienen nada que ver con su contenido. Recordemos de nuevo las famosas enmiendas para modificar el sistema de elección de candidatos al Tribunal Constitucional por parte del CGPJ, al hilo de la proposición de ley para modificar los delitos de malversación y sedición que dieron lugar a la suspensión de la tramitación de la norma en el Senado a la que antes hemos hecho referencia.

El resultado inevitable de todos estos atajos, triquiñuelas y politiqueos varios es la cada vez más baja calidad técnica de las normas aprobadas en el Parlamento. Esto conlleva la necesidad de corregir errores que podrían haberse evitado con una tramitación más cuidada. Se produce una creciente inseguridad jurídica derivada de los numerosos defectos que presentan las leyes y de su corrección por los tribunales de Justicia. Hemos llegado al extremo de encontrarnos en el BOE errores groseros que nadie ha advertido. Todo esto, por no hablar de la consagración de ocurrencias varias en textos legales, de los nombres imposibles de algunas leyes, de las exposiciones de motivos mitineras o de las leyes ad hoc que tienen nombres y apellidos, como la reforma de la malversación y de la sedición para favorecer a los aliados políticos, o de las leyes promulgadas para poder hacerse una foto y cuyo cumplimiento o efectividad nadie evaluará.

Esta situación no parece preocupar mucho a nadie salvo a los juristas que tenemos que lidiar con esta situación. Pero el deterioro progresivo del ordenamiento jurídico de un país es algo que hay que tomarse muy en serio: la previsibilidad, la estabilidad y la razonabilidad del marco jurídico es uno de los elementos fundamentales a tener en cuenta a la hora de valorar un Estado democrático de Derecho.

Lo peor desde mi punto de vista es que legislar mal tiene consecuencias muy negativas: y las tiene en primer lugar para los colectivos particularmente vulnerables o a los que se quiere proteger. El ejemplo de la ley del sí es sí (elaborada como reacción a la famosa sentencia de la Manada, posteriormente revisada por el Tribunal Supremo) es palmario: la chapuza jurídica ha perjudicado precisamente a las mujeres a las que se pretendía proteger más. No es de extrañar que la reacción de sus promotoras haya sido tan virulenta, buscando chivos expiatorios en la judicatura antes que reconocer sus errores: después de todo, legislar bien no es tan difícil. Solo hay que escuchar a los que saben, y en este país no faltan juristas precisamente, y menos en la Administración.

La segunda función relevante que tiene el Parlamento es la del control del Poder Ejecutivo. A veces se olvida que el Parlamento, aunque cada vez lo parezca más, no es una extensión ni una muleta del Gobierno de turno, sino que es la institución clave de nuestro sistema, dado que es el depositario de la soberanía popular. A nuestro presidente del Gobierno no lo eligen directamente los ciudadanos, como en otras democracias: le eligen los parlamentarios. Es una diferencia importante, aunque la deriva presidencialista de los últimos años y la partitocracia nos hagan olvidarlo a menudo. Por esa razón, un Gobierno no puede subsistir si no tiene la confianza del Parlamento, que puede llegar a sustituirlo legítimamente mediante una moción de censura, tal y como sucedió en el año 2018 con la exitosa moción de Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy. O, simplemente, provocar la convocatoria de nuevas elecciones dejándolo en minoría, como también ocurrió a principios de 2019 cuando Pedro Sánchez no pudo aprobar los presupuestos generales del Estado por haber votado en contra no solo PP y Cs sino también ERC y PDeCAT.

Y, sin embargo, también las sesiones de control del Gobierno se han convertido en algo parecido a una tertulia, un programa de espectáculos o, sencillamente, un diálogos de sordos. La respuesta acrítica por parte de las bancadas respectivas a cualquier cosa que digan sus líderes tampoco contribuye a un debate de control digno de tal nombre. Ni las preguntas ni las respuestas suelen tener nada que ver ni revisten interés alguno para el ciudadano de a pie, básicamente porque no tienen nada que ver con los asuntos que les preocupan y que, por lo que se ve, tampoco preocupan demasiado a nuestros representantes.

En definitiva, como ha ocurrido con tantas otras instituciones, esta legislatura ha puesto de manifiesto que nuestro Parlamento tiene cada vez más problemas para ejercer debidamente sus funciones, lo que no es precisamente un problema menor en un Estado democrático de Derecho. Ojalá que la moción fallida de Vox sea un punto de inflexión y no el comienzo de una etapa de decadencia aún más acelerada.

Elisa de la Nuez es secretaria general Fundación Hay Derecho, socia de GC legal y abogada del Estado en excedencia.

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