Puig de la Bellacasa, silencio y lealtad

Desde que la ponzoña del coronavirus se apoderó de nuestra existencia, todo se ha vuelto triste y el spleen se agrava cuando se pierden amigos queridos, como este hombre con la sonrisa siempre dispuesta a remediar los reveses de la vida. Como aquella noche inolvidable en Londres, donde el entonces embajador de España en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte (1983-90), José Joaquín Puig de la Bellacasa (JJPdlB), nombrado por el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, dio una cena en honor de Charles & Diana, Príncipes de Gales.

Aquella mañana, JJPdlB sufrió un ataque de apendicitis. Se negó a cancelar la cena-baile, fijada con meses de antelación. El médico le suministró las pastillas de reglamento y, llegada la hora, recibió en la puerta en Belgrave Square, sede de la misión diplomática, a los príncipes con una sonrisa, de oreja a oreja, como si no pasase nada.

Todo se desarrolló con normalidad: etiqueta borgoñona, 100 invitados y la versión pianística de Enrique Pérez de Guzmán del ballet El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla. Excepto que el embajador no pudo probar ni agua. Lady Di, curiosa por la abstinencia absoluta de su vecino de mesa, con esa urbanidad delicada y fría de los ingleses, le preguntó qué le pasaba y la respuesta sutil que le dio fue que algo le había sentado mal el día antes.

Debajo del smoking llevaba una faja ajustada y acto seguido, le sacó a bailar. Aunque su cara delataba retorcimiento de dolor, advirtiendo que en cualquier momento podía desplomarse, bailó, heroica y alegremente, sin perder la sonrisa. A las 12 en punto, los príncipes de Gales se fueron a su residencia del Palacio de Kensington y el embajador Puig fue inmediatamente trasladado en ambulancia al hospital donde le operaron inmediatamente.

Enterados los Príncipes de Gales del percance, Diana le escribió una carta a mano, esta vez muy española, por cariñosa, que el diplomático, prendado de Lady Di, guardó como oro en paño. Aquellos tres años en Londres, en que iba con chistera a las carreras de caballos de Ascot, fueron tiempos felices e inolvidables junto a su compañera de vida, Paz Aznar.

Paradigma de la España diversa, Puig de la Bellacasa, hijo de madre vasca (de las Encartaciones de Vizcaya) padre catalán (gerundense) y vecino de Madrid, ha sido hijo obediente, padre exigente, abuelo capitulado y profesional perseverante. Y, por encima de todo, exponente de lealtad a las instituciones, familia, compañeros y a los amigos.

Antes de la reanudación democrática, fue militante de las Juventudes Monárquicas y prestó servicios a la Institución a la espera, en labores de enlace con la oposición democrática al franquismo. Su temperamento abierto, liberal y democrático le otorgaban la credibilidad que requería aquella tarea, en apoyo del entonces Príncipe.

Diplomático de la vieja escuela, con una trayectoria que le llevó a ser embajador en Londres, Santa Sede y Lisboa. Discípulo de la acreditada (por reformista, y aperturista) escuela Castiella (12 años ministro de Asuntos Exteriores del franquismo), durante ocho años de brega ilimitada (de sol a sol), en el Palacio Santa Cruz, junto a Marcelino Oreja y Antonio Oyarzabal.

Como subsecretario de Exteriores; dependencia ingrata donde desaguaban las quejas de los descontentos, desplazados, destinados a puestos por debajo de sus expectativas, los enojados de toda laya, incluida la presupuestaria; su actitud fue balsámica, aderezada con un gran sentido del humor. En los momentos más duros recibió más golpes de los que le correspondían, pero no se le recuerda haber pronunciado una palabra de más le oyó la menor queja. Se comió las lágrimas y su respuesta fue el silencio.

Como consecuencia de discrepancias con el entonces Secretario General de la Casa del Rey, Alfonso Armada, en 1976 abandonó voluntariamente el Palacio de la Zarzuela. Premonitorio de lo que vino después. Ya entonces, sus criterios de estricta integridad, admoniciones y advertencias resultaban incómodas y terminaron siendo insoportables.

Tuvo el coraje de enfrentarse al Rey Juan Carlos en la delicada arena de sus conductas íntimas, pues el jefe no admitía controles, sermones, ni consejos que limitasen la soberanía de su biosfera personal. Lo pagó caro y de forma inesperada.

Pero nadie le pudo arrancar una confesión sobre lo que podía haber pasado. Junto a la ejemplaridad, integridad y sacrificio en el desempeño de su magistratura, dio la medida de su estatura moral como servidor público: la lealtad y el silencio.

Luis Sánchez-Merlo fue secretario general de la Presidencia del Gobierno (1981-82).

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