Queríamos tanto a Paul Auster

¡Cuánto he disfrutado leyendo a Paul Auster! Tal vez, entre todos los escritores contemporáneos, ninguno me haya procurado tanto deleite, tanto alborozo y asombro como Auster. He leído algunas de sus obras –'La trilogía de Nueva York', 'El libro de las ilusiones', 'Leviatán', 'La música del azar' o 'El palacio de la luna' con las que prefiero, no necesariamente por este orden– en una suerte de encantamiento, en un estado de incesante voluptuosidad, tal era el festín de inteligencia y fascinación que desplegaba su escritura. Me subyugaba la aparente levedad de sus tramas, en las que Auster iba infiltrando perplejidades que –casi imperceptiblemente– envolvían a sus personajes en una telaraña de zozobras, hasta convertir sus existencias –risueñas, mansas, muy amablemente rutinarias– en infiernos acechados por la angustia y la autodestrucción. Y me subyugaba, sobre todo, la habilidad de prestidigitador con la que Auster lograba este efecto: uno tenía la impresión de estar leyendo una apacible novela de costumbres que, de repente, se metamorfoseaba en desazonante novela de intriga; y, sin solución de continuidad, los senderos de esa intriga se adentraban en corredores de sombra hasta desembocar en una suerte de pesadilla metafísica. Aquella magia agazapada, sostenida por una pasmosa alegría de contar y una capacidad inimitable para construir situaciones en las que lo inverosímil se tornaba cotidiano, conformaba además un universo intransferible (se puede decir 'austeriano' como se dice cervantino, o dantesco, o borgiano).

Queríamos tanto a Paul AusterY el caso es que las tramas de Auster no son especialmente «profundas» (entendiendo por profundidad ese grado de complicación que solemos exigirle a la alta literatura); y su lenguaje es de una llaneza apabullante y de una eficacia quizá aprendida en su etapa inicial de escritor depulp fiction. Pero más allá de estas facilidades engañosas, a través de un estilo lleno de sugerencias y elipsis, Auster logra penetrar las perplejidades y los desasosiegos del hombre contemporáneo, la consistencia quebradiza de nuestra identidad, la muy sutil precariedad que rige las relaciones humanas. Los personajes de Auster son criaturas en el filo de la navaja, asediadas por impulsos en apariencia absurdos que las empujan a transformar radicalmente sus destinos, oscuramente invocadas por fuerzas irracionales que dotan de un argumento imprevisto sus vidas. ¡Qué personajes aquellos, que de repente se lanzaban a una epopeya de redención, que abandonaban una vida plácida y se convertían en proscritos, que abominaban del éxito y se metamorfoseaban en terroristas o pordioseros!

Creo que aquel estado de gracia en que se desenvolvían las novelas de Auster era el resultado de una perfecta aleación entre un universo especulativo, mental (al estilo de Kafka, Beckett o Borges, para entendernos) y un universo mucho más «carnal», en donde la lucha por la supervivencia, el vagabundaje, las relaciones conflictivas entre padres e hijos, los secretos familiares que pesan sobre la conciencia como una losa, la búsqueda de la propia identidad adquirían cualidades épicas; y, por supuesto, se sustentaba en la sabiduría del autor para tejer, con ingredientes tan contradictorios a primera vista, una arquitectura en apariencia sencilla que escondía infinitas complejidades. Hubo un momento, sin embargo, en que esa aleación se resquebrajó: las novelas de Auster empezaron a congestionarse de un excesivo lastre especulativo que lo conducía hacia callejones onanistas (pienso en 'Viajes por el Scriptorium' o en 'Un hombre en la oscuridad'); o bien probaron a desprenderse de ese componente que antes las sazonaba en la exacta dosis, para tornarse más anodinas (pienso en 'Brooklyn Follies' o 'Sunset Park'), como si de repente el prestidigitador hubiese decidido exponer a la luz sus trucos; y lo que antes parecía milagroso se revelara maquinal, cansino, puro recurso de repertorio.

De la noche a la mañana, Auster perdió esa levadura secreta que hacía irresistibles sus tramas, envolviéndonos en una telaraña de zozobras; y, faltando esa levadura, sus novelas se empezaron a enturbiar de inanidad, de estereotipos endebles, de fórmulas consabidas, hasta hacerse tediosas y mazorrales, salpicadas de digresiones e infestadas de campanudas profesiones de corrección política. Esta deriva adquirió magnitudes espeluznantes en la copiosa '4 3 2 1', donde todo era farragoso, prolijo, superfluo, una farfolla de estirpe memorialista tan monótona como un campo de alfalfa. Toda aquella magia que permitía a Auster urdir vidas absorbentes e hipnóticas se había volatilizado fatalmente. Tampoco en la biografía posterior que dedicó a Stephen Crane asomaba el mago que en otro tiempo nos había hecho temblar de gozo, como cuando de chavales íbamos al cine con la novia reciente e inexplorada.

Siempre sospeché que en aquel desfondamiento de Paul Auster, aparte de razones de decrepitud y aburguesamiento, pesaba el trágico y horrendo cáliz familiar que tuvo que apurar hasta las heces durante los últimos años de su vida, antes de que un compasivo cáncer viniera en su ayuda. Todavía no me he atrevido a leer su última novela (único título suyo que aún no tengo en mi biblioteca); pero, cuando lo haga, procuraré recuperar aquel estado de jubilosa trepidación interior que me asaltaba cuando leí trémulo de gozo sus obras más cuajadas, como quien se adentra en una cueva abarrotada de innumerables tesoros, seguro de que el descubrimiento de tesoros sucesivos me brindaría nuevos motivos de estupor y regocijo, nunca previsibles, nunca repetidos, nunca olvidados.

Juan Manuel de Prada

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