En ocasiones, veo literatos de la lengua castellana. Sí, se lo juro. Así me trague la tierra ahora mismo si miento. Recibo ocasionales e intempestivas visitas de grandes maestros de la literatura española y latinoamericana. Calderón de la Barca, Pérez Galdós, Alejo Carpentier.
A veces me hacen una revelación, otras sólo me provocan un amago de infarto. En cualquier caso, y a medida que se repiten, crece en mí la duda de si estoy cuerdo o como unas maracas. Tiempo al tiempo.
Uno de estos curiosos episodios tuvo lugar recientemente, durante una noche de sábado de farándula, despilfarro y poteo por el barrio de Gracia, en Barcelona.
Los bares de copas estaban abiertos, pero el ocio nocturno no. A las tres de la mañana, cada mochuelo a su olivo y Dios a la de todos.
Nos hallábamos en pleno proceso de despedida grupal cuando constaté que mi amiga Inmaculada, que en ese momento de tal tenía más bien poco, ciega como una rata por los efectos secundarios del brebaje conocido como "gintonic de garrafón", se aguantaba erguida gracias a una farola a la que se había abrazado como Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia.
La farola cumplía su misión con eficacia y corrección, pues iluminaba la calle con la pulcritud y eficiencia, no exenta de soberbia y gallardía, que de una farola espera el ciudadano. Al mismo tiempo, ante mis ojos, la luminaria se convirtió en un altar a San Caralampio, patrón de cojos y borrachos por ayudar, respectivamente, al impedido de andar y al de andar impedido.
La cosa no quedó ahí. Acto seguido se me apareció el mismísimo don Ramón María del Valle-Inclán, quien, al tiempo que se mesaba las blancas barbas, me reveló que ante mí se hallaba nada más y nada menos que el espíritu del Abrazafarolas reencarnado en el cuerpo de mi amiga Inmaculada, la que no hacía honor a su nombre.
Se preguntará el lector por la finalidad de este exordio. Ha de saber, sin embargo y antes de crucificarme, que tiene un sentido más allá del de ridiculizar a mi compañera de juergas (que también, pues aquel que tenga mal beber, mejor que pase la copa). El ilustre don Ramón me desveló que existen, en el habla popular castellana, términos que reflejan los usos y costumbres ancestrales del pueblo español.
En sus palabras, el Abrazafarolas no se trataría únicamente de una figura propia del folclore popular de España, de la que el gran Max Estrella sería buen apoderado, sino también una fiel representación de la cultura del beber de nuestro país. Algo así como que en España bebemos como si no hubiese mañana.
No es que en otros lares no lo hagan también. O incluso más, si cabe. Pero, a fin de cuentas, yo hablo de lo mío, pues cada país tiene sus costumbres como cada individuo tiene su nariz.
Las palabras del esperpéntico literato y la visión de mi amiga, todavía amarrada a la farola, me llevaron a pensar qué nos incita a beber hasta tal punto que hemos de valernos del mobiliario urbano para evitar sucumbir a la gravitación universal.
Decidido a esclarecer esta cuestión, no bien me hube recuperado de la epifanía valleinclaniana (igual es que iba yo también como las Grecas), consulté las fuentes y descubrí que el término "abrazafarolas" no tiene un origen claro.
Según Pancracio Celdrán, periodista y autor de El gran libro de los insultos, su uso se popularizó en los años setenta del siglo pasado, en boca del gran locutor deportivo José María García, quien lo usaba con frecuencia para referirse, entre otros, al presidente de la Federación Española de Fútbol del momento, Pablo Porta: "En el fondo, [todos estos] son unos abrazafarolas, unos mindundis".
Sea como fuere, y volviendo al tema del alpiste, lo que a mí me llama la atención no es que bebamos de vez en cuando (¿quién no ha tenido una noche tonta y se ha vuelto a casa bailando un chachachá desacompasado?), sino que lo hagamos con tal ansia y asiduidad.
Lo cierto es que el alcohol es la sustancia psicoactiva más consumida en nuestro país y la que antes se prueba, con una edad media de inicio que ronda los catorce años. Según el estudio de 2021 sobre el alcohol elaborado por el Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones, el 63% de la población española ha consumido alcohol alguna vez en el último mes y el 8'8% lo consume a diario, una cifra que Eurostat aumenta hasta el 13%.
El dato convierte a la población española en la segunda de la Unión Europea que más alcohol consume a diario, sólo por detrás de Portugal, donde la friolera del 20% de la población empina el codo cada día.
De hecho, según algunos estudios, España es el segundo país que más cerveza bebe del mundo, con unas 417 cervezas de media por cabeza al año.
Vamos, que la Península Ibérica is different para la priba.
¿Cómo explicar este fenómeno? A mi parecer, nuestra relación con el alcohol denota una fuerte obsesión por anular nuestros sentidos, desinhibir nuestra conciencia y huir de una vida material marcada por las condiciones laborales precarias y el descontento general con la cotidianidad.
Lo resume a la perfección el gallego Eduardo Blanco Amor en su novela A Esmorga ("La parranda") cuando dice aquello de "el vino es lo único que me aparta del pensamiento, lo único que me saca de este ir cayéndome para dentro de mí, que no puede parar más que en la muerte".
Es curioso hasta qué punto la bebida está presente en nuestra sociedad, aunque esto tiene, a su vez, otra razón de ser: el alcohol tiene un fuerte componente social y cultural.
Nuestra identidad se ha construido en los bares, con lo que es lógico que el imaginario colectivo español esté plagado de abrazafarolas. Ya sean Karra Errejalde, Miguel de Lira y Antonio Durán en la película homónima de la novela del escritor gallego, o el pícaro Lázaro de Tormes ingeniándoselas para robarle a su amo ciego unas gotas de vino, nada nos representa más que un borrachuzo.
Compartir una cerveza, un vino o un vermut ha contribuido más a la unidad nacional que el devenir de nuestra política parlamentaria. ¿Para qué necesitamos un parlamento cuando existen las asambleas de taberna?
A mí me gusta desayunar en La Bodega d'en Rafel, donde ilustres contertulios que podrían estar en Princeton o Yale, pero que han decidido sentar cátedra en un bar de Barcelona, imparten animados seminarios prácticos sobre diversos combinados espirituosos.
Podemos encontrarnos algunos propios de la ficción literaria española, como el rute, que se degustaba en la Taberna de Pica Lagartos de Luces de Bohemia ("es la bebida elegante", que decía Don Latino de Hispalis), o el ojén, que regaba las tertulias en el café La Delicia de La Colmena, de Camilo José Cela. Pero también con otros más propios de Cataluña, como la barrecha o la palomita:
"La barrecha, noi, se hace con cazalla y moscatel. La cazalla es como un anís, pero más rico, a mí me tiene mejor sabor. El moscatel seguro que sabes lo que es, ¿no? Y la palomita se obtiene mezclando aguardiente anisado con agua del grifo. Por eso tiene ese color blanco. Pero todo esto no es para ti, noi. Tú tienes que estudiar. Esto se lo toma el obrero para ir más alegre a trabajar. Vamos a ver, uno no mata, pero tú no lo hagas".
En relación con lo anterior, también está claro como el agua que el alcohol es un elemento cultural intergeneracional. Algunos dirán que el beber es un problema exclusivo de la juventud que se afana en juntarse en botellones con la única intención de pimplar. A esos les invito a pisar un bar de barrio a las ocho de la mañana para que vean a los más veteranos bebiéndose hasta el agua de los floreros.
Basta con echar una ojeada a los datos de la monografía sobre el alcohol para constatar el impacto de la bebida entre la gente mayor. En el intervalo de edad de 65 a 74 años, el consumo diario sube hasta el 21%. Así pues, en este caso, la brecha generacional afecta no al fondo, sino a la forma. Como en tantas otras cosas, los jóvenes son velocistas y los mayores, corredores de fondo.
Esto ha sido todo, aunque yo sigo recopilando información con tal ahínco que me duele el codo de tanto empinarlo, por bodegas, tascas y tabernas, plazas, esquinas y aceras, abrazando todas las farolas de nuestro país e invocando a Valle-Inclán o a quien quiera venir. Que, para echar un trago, tanto da uno que otra. Salud.
Miguel Peña Novo es periodista y el autor de la serie Arquetipos españoles, que explora en clave de humor los términos e ignominias que dan cuenta de nuestros usos y costumbres ancestrales.