Rajoy

Se equivocó en muchas cosas, pero acertó en las dos principales: antes de nada, había que arreglar la economía. Y la respuesta al desafío secesionista catalán no era hacerle concesiones, sino al revés, negárselas. Se equivocó con Bolinaga, ofendiendo al sector más preciado del PP: las víctimas del terrorismo etarra que tuvieron que convivir durante meses con uno de sus verdugos. Se equivocó con Bárcenas, animándole a «mantenerse fuerte», cuando hubiera debido expulsarle del partido nada más publicarse sus «papeles», ofensivos para unos españoles estrujados por los recortes. Se equivocó al despreciar olímpicamente a los medios de comunicación, dejándolos en manos de sus rivales. Se equivocó con Wert, accediendo a su deseo de irse a París por motivos particulares, cuando los favores personales ya no se admiten en política. Y en tantas otras cosas se equivocó Rajoy.

Pero acertó en lo fundamental: lo primero era atender a la crisis. Nos estábamos yendo por la cañería y muchos economistas abogaban por pedir el rescate, que hubiese significado ponernos en manos de una especie de cobradores del frac: o pagas o te freímos. Había que salir de ello manteniendo las bases del Estado social –las pensiones, la salud, la educación–, recortando todo lo demás. Sabiendo a lo que se exponía: con unos españoles que se creían ricos sin serlo y una clase política convencida de que el dinero público «no era de nadie», por lo que podía gastarse sin tasa, aunque se quedaran con buena parte, la repulsa general estaba garantizada. Como la aparición de charlatanes que ofrecían remedios milagrosos y, además, sin dolor. Nadie daba un euro por la recuperación, pero ahí la tienen, al final del mandato, creciendo más que nadie en Europa, todos los indicadores positivos y un futuro halagüeño, eso sí, de seguir en esa senda.

El segundo acierto de Rajoy ha sido negarse a continuar la política de concesiones crecientes al nacionalismo catalán practicada por todos los gobiernos anteriores al suyo, tanto del PSOE como del PP. Convencido de que tal política no conducía a aplacarle, sino, al revés, aumentaba su apetito, se marcó unas líneas rojas: ayudar a Cataluña en sus problemas, sí. Ayudar a los políticos catalanes a avanzar hacia el soberanismo, no. Lo que le granjeó de inmediato la enemiga de estos y de la oposición en bloque que seguía apostando por el diálogo y la negociación incluso en temas como la soberanía, la hacienda y la igualdad de todos los españoles, que no son negociables. Rajoy ha tenido que escuchar durante los últimos años toda clase de acusaciones –desde «inmovilista» a «recentralizador», pasando por holgazán– cuando lo único que estaba haciendo era defender la Constitución y la unidad de España. Dado su carácter, es difícil saber si preveía este desenlace: preso de fiebre nacionalista, los independentistas no harían más que aumentar sus exigencias, acelerar su marcha y alejarse de la realidad, hasta estrellarse contra ella. En cualquier caso, es lo que ha ocurrido: tras cambiar su socio tradicional de gobierno, Unió, por otro mucho más radical, Esquerra Republicana, los convergentes han terminado siendo rehén de una formación tan minúscula como extremista, la CUP, que representa valores cívicos contrarios a los suyos. Cómo van a salir de la trampa en la que se ha metido no lo sabemos, ni posiblemente lo sepan ellos, cada vez más desorientados y confusos. Pero es un problema que han creado y sólo ellos tienen que resolverlo. Si pueden.

Algo parecido ocurre a la oposición en su conjunto, que creía tener a Rajoy acorralado y de repente comprueba que la acorralada es ella, con una política tan vacía como anacrónica. Los federalismos simétricos y asimétricos presentados como Bálsamo de Fierabrás por el PSOE sirven tan poco como la transversalidad inocua de Ciudadanos. La hondura de la crisis económica y el alcance del desafío catalán exigen adoptar una actitud clara, firme y decidida, no ungüentos milagrosos. Tras haberse escorado a la izquierda ante el avance de Podemos, Sánchez busca el cobijo del centro y no ha tenido más remedio que hablar con Rajoy –con el que había dicho no pactarían nunca–, al darse cuenta de que el electorado no perdonará nunca tibiezas en la unidad de la nación, aunque él insiste en la equidistancia. Mientras Rivera ha dado un brinco para adelantar a Rajoy en patriotismo. Agilidad no le falta, credibilidad ya es otra cosa, pues mañana puede dar el salto contrario si cree que le interesa. Algo a tener en cuenta, aunque no sé en país de tan poca memoria como el nuestro. En cualquier caso, es Rajoy quien está repartiendo las cartas en esta recta final de la campaña.

Su mayor enemigo es él mismo. No tiene «carisma», lo que en nuestro tiempo significa grave carencia. Ni vanidad, lo que en medio de pavos reales –Sánchez, Rivera, Iglesias– le deja en la sombra. Es, además, testarudo, distante y su humor tiene una retranca gallega que hiere. «No es simpático» es el mayor reproche que le hacen los «analistas» y los tertulianos, como si compitiese en un concurso de belleza o de cocineros, y la ostentación le resbala, como puede apreciarse en su atuendo, en su discurso y su actitud. No intenta enamorar a nadie, simplemente, convencer. Con hechos más que con palabras. En un país serio, lo apreciarían. En uno de charlatanes como el nuestro, es una enorme desventaja.

Aunque pudiera ser que tras ocho años de todo tipo de crisis, los españoles nos hayamos dado cuenta de que la simpatía es algo estupendo para las conversaciones de bar, pero no en los momentos críticos de una nación. En otras palabras: que gobernar tiene más que ver con decir «no» que con decir «sí», algo muy fácil, pero que agranda los problemas, en vez de resolverlos.

Lo más curioso es que el detonante haya sido la alocada carrera a ninguna parte de los que teníamos como más serios entre nosotros: los catalanes. En qué acabará nadie lo sabe y menos que nadie, las encuestas. ¡Con lo que puede pasar hasta el 20-D! Pero incluso perdiendo, Rajoy podría retirarse satisfecho: ha evitado el rescate y bloqueado el avance del soberanismo catalán. Bastante para poder contemplar, desde la hamaca con un puro, a los malabaristas intentando convertir sus juegos de palabras en realidades.

José María Carrascal, periodista.

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