Se vende

He visto en la prensa anunciarse con gran despliegue de medios una nueva Historia de España sobre la que me gustaría reflexionar brevemente. Se trata de un proyecto ambicioso (20 volúmenes) que cubre desde la prehistoria hasta la actualidad, dirigido y supervisado por el historiador británico John Lynch, autor de Los Austrias (1516-1700), publicado en castellano en el 2003. No es en absoluto la primera Historia de España, firmada por un hispanista, que se presenta como una obra central y de referencia obligada. Y mi reflexión tiene que ver con nuestra poca visión a la hora de concebir la escritura histórica, su capacidad de difusión y, tangencialmente, con el sorprendente hecho de que hayamos depositado el conocimiento y divulgación de nuestro patrimonio cultural en manos de investigadores extranjeros, sin que ello nos cause el menor rubor ni se entienda la necesidad de un cambio político, intelectual y educativo.

Esta vez es una Historia de España que ofrece semanalmente un importante periódico (no importa, antes fueron otros), destinada a un amplio público y en la que dominan de forma decisiva los especialistas extranjeros: el propio John Lynch es no sólo el director del proyecto sino también el responsable de los volúmenes 11, 12, 13, 14, 15 y 16. Es decir, sobre sus espaldas recae la historia de los Austrias, el descubrimiento de América y la formación del imperio colonial, los primeros Borbones y la Ilustración. De finales del siglo XV al siglo XVIII. El británico ha dejado en manos de cinco historiadores anglosajones otros tantos volúmenes. John Richardson es el responsable de la formación de Hispania por los romanos; Roger Collins de la época visigoda; Bernard Reilly, de la Reconquista; John Edwards de la España de los Reyes Católicos y, por último, Charles Esdaile se encarga del siglo XIX y la formación del liberalismo. ¿Qué queda a los historiadores españoles que colaboran en el proyecto historiográfico de Lynch? Ah, sí, la prehistoria, la época prerromana, la baja edad media y el siglo XX, que rescata las aportaciones del malogrado Javier Tusell. Paradójicamente, este último siglo, con su epicentro en la Guerra Civil, me temo que está definitivamente escrito por la historiografía anglosajona (Raymond Carr, Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Paul Preston, Anthony Beevor y tantos otros).

Nuestra servidumbre intelectual produce escalofríos. Y no se piense que trato un asunto relacionado con la falta de crédito que merecen sólo los historiadores españoles, incapaces, ya ven, de hacer su trabajo. En absoluto. Por poner un ejemplo del día, leo que el Ministerio de Medio Ambiente ha comprado 30.000 copias (invirtiendo la bonita cifra de 580.000 euros) del oscarizado documental de Al Gore, Una verdad incómoda,para repartirlo gratuitamente en las escuelas. La gente debe saber que, junto a esa inversión, destinada a engrosar las arcas de la distribuidora Paramount, el Ministerio de Educación y Ciencia carece de los mínimos recursos para plantearse la adquisición de producciones nacionales relacionadas con nuestra cultura.

Dudo mucho que podamos encontrar una situación homologable en otro país de Europa o en Estados Unidos (¿por qué no prueba alguien con una biografía de Lincoln, de la reina Victoria o del general De Gaulle para hacerse una idea de las dificultades que encontrará su autor/ a simplemente para penetrar la dura córnea del nacionalismo foráneo?). La situación es tan preocupante que admite que se formulen preguntas como: "¿Pueden los historiadores españoles tener una visión objetiva de nuestro pasado?" (Babelia,22/ IX/ 2007) sin que eso suscite un obligado debate. Porque las implicaciones de que pueda hacerse una pregunta así, que es como decir ¿tienen algún crédito los historiadores españoles?, son enormes. Es evidente que crédito no tienen porque de lo contrario no se confiaría ciegamente en los que no lo son.

Cualquiera puede comprender que la historia no es sólo un relato, más o menos fascinante o aleatorio, del pasado, sin que importe quién está detrás de ese discurso. Importa y mucho. El acto de representar el pasado, de transformarlo en una relación consecuente de hechos y situaciones mediante la palabra, otorga al responsable de la representación un gran poder (eso ya lo vio Maquiavelo). El poder reside en la forma que adquiera finalmente esa representación - su grado de verdad, la agudeza de la mirada, la capacidad de transformar la complejidad del pasado en un discurso comprensible y eficaz-, pero también en el significado que el historiador atribuye a los sucesos y situaciones dilucidados en el continuum de la experiencia humana de una comunidad. El historiador es pues el dueño del paisaje que pinta en su lienzo y está en su poder decidir el alcance representativo, y por tanto simbólico, de los personajes y acontecimientos que describe. En otro sentido, el historiador es el principal responsable de trazar una línea imaginaria, pero fundamental para que pueda formarse la conciencia histórica individual, entre nuestra experiencia y la de nuestros antepasados. ¿Qué pasa cuando una sociedad abdica de ese deber moral que es la construcción y revisión incesante del propio pasado y se desentiende, por pereza, por falta de confianza, por pura inconsciencia, por venganza, de su patrimonio? Pasa lo que está pasando, que vivimos suspendidos de esa autonegación; en realidad los símbolos que afianzan a los individuos en un tejido común hace mucho tiempo que dejaron de pertenecernos. Ahora aplacamos ese vacío, que siguen cubriendo los hispanistas, con el uso y abuso de una memoria histórica,otra forma de poder seguir tirándose los trastos a la cabeza. A todo esto el caos mental de nuestros estudiantes es pavoroso: ¿dónde está el paisaje? El paisaje está en venta.

Anna Caballé, profesora de la UB y crítica literaria.