Si no te crees nada, no confías en nadie

En vísperas de las primarias de New Hampshire, muchos votantes recibieron hace unas semanas la llamada falsa del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Una máquina imitando su voz desanimaba a los ciudadanos a participar en la votación, pero fracasó: sus partidarios le otorgaron más del 60% de los votos.

Hay muchos ejemplos de falsedades cuyos daños en los procesos electorales parecen limitados, lo que está favoreciendo una corriente de pensamiento que minimiza el efecto de la desinformación. Es cierto que cambiar el voto de la ciudadanía resulta complicado. Sin embargo, en un año con elecciones en más de 70 países, yo no me la jugaría. En muchas elecciones recientes —y otras que tendrán lugar pronto—, hemos visto cómo el resultado depende de un puñado de votos. Una campaña de desinformación no necesita prender en toda la población para triunfar: basta con que active a unos miles y desactive a otros tantos, como pretendía la falsa llamada de Biden. Hoy parecemos estar mejor preparados contra la desinformación que en 2016. Aquel año, con una formidable combinación de nueva desinformación y manipulación clásica, l os británicos desprevenidos aprobaron el Brexit en referéndum. Hoy una mayoría se arrepiente: las fake news dan malas resacas.

En parte, si las estrategias de desinformación fracasan, se debe a que los ciudadanos cada vez se sienten más ajenos a la información que reciben, sobre todo la política. Pero se extiende un descreimiento general a cualquier forma de conocimiento, hasta el punto de que ser capaz de articular un discurso comienza a resultar sospechoso de elitismo. Esto parece generar cierta tranquilidad respecto a las elecciones, sin embargo, resulta preocupante para la democracia: el escepticismo y la duda metódica cartesiana inauguraron una nueva forma de entender el conocimiento en la modernidad; el descreimiento nos conduce de cabeza al cinismo.

Nuestro mundo está saturado de información y los problemas colectivos son tan complejos que a menudo resultan incomprensibles. Ante la crisis climática, mucha gente, influida por décadas de negacionismo, ha dudado de que el problema existiera realmente. Cuando sucede eso, y ahora ocurre con casi todo, nuestro cerebro busca un atajo para resolver un problema cognitivo crucial: ¿qué me creo de todo lo que se dice? Llevamos mal la incertidumbre, por eso ante la duda, el ruido y los torrentes de información contradictoria, un atajo frecuente nos dice: cree al líder de tu tribu, ya sea el partido al que votas, el profesor de pádel —que sabe mucho de anatomía y nutrición—, o un primo meteorólogo. Esto puede no afectar mucho a un resultado electoral, en la medida en que esas fuentes tenderán a reafirmarnos en nuestras creencias previas, pero contribuye a la división y daña profundamente el debate público, que es el combustible del que se alimenta la democracia.

La realidad, por muchas vueltas que le demos, es que la democracia es un régimen de opinión pública y funciona mal si no hay un debate sano. Para que este se dé es necesario que aborde los asuntos relevantes para la sociedad y no siempre los que atañen al reparto del poder. Cuando la discusión es malsana, cualquier asunto se convierte en una cuestión sobre el poder, por ejemplo, el terrorismo. En España llevamos meses hablando de ese no-problema, hasta que otra forma de crimen organizado, el narcotráfico, nos ha obligado a aterrizar en la realidad, con el vil ataque a guardias civiles en Barbate (Cádiz). Además, un debate saludable requiere que otorguemos legitimidad al punto de vista de los demás, por más que discrepe del nuestro.

Cuando hablamos de las grandes amenazas para las democracias, probablemente la desconfianza figura en una posición mucho más destacada en la lista que la desinformación. Pero ambas son parte del mismo problema. La desconfianza tiene un origen material, y es uno de los males que corroen el sistema desde la gran crisis de 2008-2012. Pero “confiar” es un verbo de significado muy cercano a “creer”. La desinformación no hace más que alimentar nuestra desconfianza en todo, y auguro que las nuevas herramientas de inteligencia artificial generativa incidirán en ese descreimiento general.

Cuando no creemos nada ni a nadie, no confiamos en nada ni en nadie. Entonces el yo se aposenta como única realidad tangible: los pensamientos que recibimos con nitidez son los de nuestra propia mente, los sentimientos válidos son los propios, los problemas que nos movilizan son los nuestros. Cuanto más disminuye nuestra capacidad de entender el mundo exterior y debatir sobre él, más veraz resulta el refugio del egocentrismo. A medida que desaparece el terreno donde es posible conversar sobre lo común, cobra fuerza la realidad del ego. Por eso muchos negacionistas de la crisis climática solo han empezado a considerar cierta la amenaza al sentir los récords de temperatura en su piel. No imagino ninguna forma en que una sociedad de personas aisladas mirándose el ombligo, descreídas y privadas de un debate sano en la plaza pública, pueda constituir la ciudadanía robusta que requiere una democracia.

Irene Lozano es escritora. Su último libro publicado es Son molinos, no gigantes. Cómo las redes sociales y la desinformación amenazan a nuestra democracia (Península).

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