Siempre nos quedará la timidez

Se lo conoce como “la timidez de los árboles” y es un fenómeno botánico en el que las ramas y las hojas de los árboles crecen, pero jamás se topan con las de otro árbol formando así unas bellas grietas en las alturas. Parece que quieran guardar la distancia o evitar el contacto con sus vecinos. Existen varias teorías al respeto que van desde las causas genéticas o la abrasión producida entre las hojas cuando se rozan, a otras más ambiciosas que sostienen que se trata de una forma de cooperación en la que los árboles se ayudan entre sí permitiendo el paso de la luz o evitando la propagación de ciertas especies de insectos nocivas para ellos. No es mi intención hablar de botánica —a mí se me mueren hasta los cactus—, pero como soy una tímida de manual no me queda otra que buscarle cierta belleza al asunto.

Me sorprendí el otro día subrayando el ensayo de Eva Illouz traducido por Lilia Mosconi, El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas. Me sorprendí, decía, no por subrayar el libro, sino al darme cuenta de que estaba leyendo un ensayo sobre una era sentimental y sexual tan instaurada, que la distancia temporal ya permite escribir ensayos sobre ella, mientras que algunos, entre los que me encuentro, seguimos anclados emocionalmente al siglo pasado sin habernos iniciado todavía en el rito de paso de tener relaciones con alguien a través de aplicaciones de contactos. Da incluso apuro reconocerlo, pero el freno no es la vergüenza sino la timidez.

Desde la sociología, Illouz plantea lo siguiente: consumimos relaciones íntimas y parejas sexuales pensando que lo hacemos con la libertad de entrar y salir de esas relaciones cuando nos plazca, en parte debido al espejismo de poder encontrar todavía algo mejor, porque así nos define este siglo, como individuos libres que escogen lo que quieren cuando quieren. Aunque en realidad, estaríamos actuando bajo el mandato del capitalismo feroz y la mercantilización de nuestros cuerpos, algo que nos otorgaría una supuesta libertad sexual, pero que a su vez convertiría nuestras emociones y sentimientos en una maraña de incertidumbres, de abandono y desamor.

Está claro que, como tímida, no le habré servido a Illouz como muestra representativa de la población occidental y eso me hace sentir casi decepcionada, un sesgo muestral que puede ser tranquilamente excluido del resultado. Pero también los tímidos participamos de las posibilidades tecnológicas. De hecho, estas nos permiten comunicarnos sin siquiera abandonar nuestra zona de confort, y nos crecemos parapetados tras nuestras pantallas luminosas, pero tememos el momento definitivo del encuentro real: lo tememos hasta el punto de convertirnos en bicho bola mucho antes de que el juego devenga en fiesta, en alegría y en revolcón.

No olviden que los tímidos necesitamos más tiempo para observar y reflexionar antes de actuar, y no es fácil alcanzar la velocidad del cortejo moderno. Demasiado pendientes de la opinión de los demás, nos intimida algo tan simple como escoger una foto de perfil para “vendernos” en el bazar de la virtualidad. Hubo un tiempo en el que teníamos la calle, los bares, los cines, infinidad de lugares de encuentro en los que, sin soltar aquella timidez conocida, pero armados de valor, podíamos confiar en las coincidencias, en la imprevisión, en las casualidades seductoras y hechiceras que podían, quien sabe, dar lugar a relaciones que quizás luego se desvanecían, se evaporaban o incluso duraban para siempre. Pero vino la pandemia y el mundo se nos hizo pequeño. Se replegó sobre él mismo, entró para dentro y ahora, con esta espontaneidad disminuida, atrofiada, a todos se nos complica la hazaña del roce y algunos tímidos sin solución, cansados de las falsas esperanzas de un flirteo por WhatsApp, por Instagram o por cualquier pantalla disfrazada de refugio e intimidad, empezamos a creer que la soledad es ya un destino. Nos consolamos, si acaso, leyendo ese contundente verso de Idea Vilariño que dice: “Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más solo”, que habla de soledad y de elección y que puede funcionar a modo de recordatorio para aquellos que, para más inri también somos unos solitarios.

No hay que olvidar, sin embargo, que en el talante del tímido anida algo realmente valioso, —la tendencia innata a prestar más atención a los detalles—, y así, quisiéramos creer que la naturaleza, animada por un espíritu de contradicción, nos dibuja un croquis en el cielo para dejarnos ver la timidez de los árboles, esas ramas que no llegan a tocarse para cooperar entre los de la misma especie. Quizás la timidez sea, al fin y al cabo, una buena aliada, y la muestra de la vulnerabilidad, un atractivo entre los de nuestra misma especie. Mientras los más decididos consiguen bailar al son del algoritmo a pesar del aislamiento social, los tímidos podemos confiar que esas otras ramas que no se tocan alcanzarán pronto las ganas que tenemos de tocarnos. Quien sabe si los dos metros que determina la distancia social obligada, no son en realidad lo que mide la timidez.

Marta Orriols es escritora y su último libro es Dulce introducción al caos (Lumen)

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