Tenemos que seguir bailando

Max Hastings es columnista del periódico 'The Guardian' (EL MUNDO, 10/07/05)

Reino Unido ha llevado a cabo una amplia muestra de solidaridad tras los ataques terroristas ocurridos en Londres. No sólo se evitó que cundiese el pánico el jueves, sino que, sorprendentemente, no se produjo ninguna recriminación en masa al día siguiente.

Muchos comentaristas han destacado la evidencia de que el apoyo de Tony Blair al presidente estadounidense Bush con respecto a la aventura de Irak convierte a Gran Bretaña en un objetivo terrorista más notorio que, por poner un ejemplo, Noruega. Pero la mayoría de nosotros reconocemos que el espíritu de Al Qaeda va dirigido tan indiscriminadamente en contra de la riqueza y el dominio cultural del oeste que ni siquiera Francia puede considerarse inmune.

Aún así, una cosa es ser admirablemente estoico, y otra muy distinta ser estúpidamente supino. La amenaza terrorista dominará la agenda política inmediata de Gran Bretaña, como debería ser. Tras la funesta estela de los atentados de Londres, los liberales han exhortado la importancia de evitar que se cargue con la represión.Están en lo cierto, por supuesto, pero no podemos fingir que no ha cambiado nada. El reto es el de tomar medidas que incrementen verdaderamente nuestra seguridad, en lugar de frenar de forma drástica las libertades civiles sin que se saque un provecho útil de ello.

Parece correcto que ahora se vaya a inclinar la balanza a favor de la seguridad pública. La prueba, que ninguno de los gobiernos occidentales de la actualidad ha logrado superar por completo, es evitar medidas expresivas (me viene a la cabeza la prohibición de Margaret Thatcher de las emisiones del Sinn Fein) que hagan que nuestra sociedad dé una imagen ridícula, pero no más segura.

En un futuro predecible, el terrorismo representará, con mucho, la amenaza más seria a la seguridad del Reino Unido. La dificultad a la hora de combatir el terrorismo es que nos consideramos una sociedad en paz, mientras que nuestros enemigos se encuentran envueltos en una situación de hostilidad. Son libres de elegir un lugar y una fecha para atacar a nuestra sociedad, mientras que nuestras vidas se volverían intolerables si intentásemos mantener un estado permanente de vigilancia.

El peligro terrorista nos acompañará muchas décadas, pero puede que sólo nos golpee con su mazo una vez cada ciertos años. Entre tanto, no podemos renunciar a utilizar el transporte público en anticipación a ese momento.

Cuando 34 bailarines fallecieron y otros 80 resultaron heridos tras el estallido de una bomba de la Luftwaffe en el club londinense Café de París el 8 de marzo de 1941, la gente se sintió consternada, pero no sorprendida. Más de 4.000 británicos murieron ese mes.Hoy en día, sin embargo, una de las objeciones más fuertes a la erróneamente llamada «guerra del terror» de George W. Bush es que, si ponemos en marcha todas las medidas asociadas con un estado de hostilidad, concederemos a los terroristas la victoria que debemos negarles. A pesar del riesgo de sonar sarcásticos, debemos seguir bailando.

El dilema es decidir cuánto poder deberíamos conceder a las fuerzas de seguridad. Esas fuerzas constituyen nuestra representación en esta lucha, cuando no se espera de nosotros mismos que nos pongamos al mando de cazas Spitfire o de armas antiaéreas. El papel de tan sólo una reducida minoría de nosotros en los conflictos futuros será el de víctimas potenciales, no el de participantes.

Si el pueblo que dirige y provee de personal a las fuerzas de seguridad tuviese una sabiduría tolstoyana, no habría problema.Lo resolveríamos entregando un cheque en blanco a las comunidades controladoras, imponiendo restricciones y deteniendo a los sospechosos.La realidad, no obstante, es que este Gobierno ya ha sido responsable de un gran error de juicio con respecto a las armas de destrucción masiva en Irak. El informe del Ministerio del Interior, de la policía y de los abogados de la acusación de la corona sobre la forma de tratar a los sospechosos de terrorismo es imperfecto, por calificarlo de manera suave. No olvidaré nunca la conversación con el profesor Harry Hinsley, autor de una historia oficial y monumental sobre la Inteligencia británica en tiempos de guerra.Afirmé que su libro daba la impresión de que los oficiales de Inteligencia aficionados, reclutados únicamente en tiempo de guerra, resultaban mucho más eficaces que los profesionales.

«Por supuesto que sí», respondió el catedrático, sorprendido por la ingenuidad de mi afirmación. «¿Acaso querría usted que las mejores mentes del país perdieran el tiempo trabajando para los servicios de Inteligencia en tiempo de paz?».

Sin embargo, hoy en día, cuando nuestros enemigos están en guerra con nosotros aunque nosotros no queramos estar en guerra con ellos, la seguridad nacional depende del aumento de personal de los servicios de Inteligencia y de la policía con miembros inteligentes. De hecho, el MI5 y el MI6 cuentan con algunas mentes destacadas que les hacen ganar reclutas de excepción. Pero los servicios de Inteligencia y la policía también cuentan con gran cantidad de personal que, sencillamente, no está a la altura de las necesidades. Se equivocan con una frecuencia alarmante, lo que hace que no podamos concederles un poder ilimitado.

La ley, siempre la ley, debe constituir el fundamento de toda medida antiterrorista. Consideremos las sabias palabras de Sir Robert Thompson, que realizó un destacado papel en la lucha contra la insurgencia comunista en Malaya en los años 50. «La idea de ocuparse del terrorismo para actuar fuera de la ley resulta tentadora, y para ello se utilizan excusas como que los procesos legislativos son demasiado engorrosos, que las garantías normales de la ley para los individuos no están diseñadas para una insurgencia y que, de todas formas, un terrorista merece ser tratado como un forajido. Esto no sólo resulta moralmente erróneo, sino que, tras cierto tiempo, creará aún más dificultades prácticas al gobierno de las que sea capaz de resolver».

Ese mantra debería aparecer en los despachos antiterroristas.Debemos buscar nuevas leyes. Las dificultades del Gobierno sobre las tarjetas de identidad desaparecerán. Habrá nuevas fuerzas de vigilancia y detención. La opinión pública, desde mi punto de vista totalmente razonable, exigirá una línea más dura hacia los militantes musulmanes que vivan en Gran Bretaña. Hay que dar a los servicios de Inteligencia más dinero, personal más preparado, controles de fronteras más amplios y un poder superior para la intercepción telefónica. Pero son los jueces quienes deben ostentar el poder del escrutinio.

Nuestras vidas no pueden permanecer inalteradas ahora que nos enfrentamos a Al Qaeda. Pero la proporcionalidad sigue siendo fundamental a la hora de evaluar las respuestas al terrorismo.Deberíamos aceptar ciertas restricciones de las libertades civiles como precio al incremento de la seguridad. Sin embargo, el Gobierno y los servicios de Inteligencia deben seguir siendo responsables ante el parlamento y el poder judicial con respecto a todos los poderes que intenten ejercer. Necesitamos medidas más duras, pero también un escrutinio más severo de la forma en que dicho poder se ejerza.