No hace mucho, la vice ‘speaker’ de la Cámara de los Comunes británica, que debido a la pandemia mantenía una reunión virtual con miembros de la Cámara, se disponía a dar paso al representante de Stoke-on-Trent North cuando se detuvo. «Un momento... No creo que pueda dar voz al honorable representante», explicó. «El señor Gullis debe estar correctamente vestido, igual que si estuviéramos en la Cámara». El señor Gullis, que lucía en pantalla un jersey rojo, desapareció del ‘zoom’ sin rechistar para reaparecer después perfectamente trajeado. Dame Eleonor Laing lo recibió entonces con gesto de asentimiento y un: «Observo que el honorable caballero está ahora vestido, proseguimos». ‘The Times’, que como el resto de la prensa del país se hizo eco de tan público rapapolvo, especificó para sus lectores que en el Parlamento británico no existe código de vestimenta, pero se sobrentiende que los hombres deben usar chaqueta. La corbata no es obligatoria, pero vaqueros, camisetas, sandalias y zapatillas se consideran inapropiados. «No es una cuestión de etiqueta o de moda -explicó en esas mismas páginas la señora Laing-, sino de respeto hacia las instituciones y hacia quienes representamos». Leer esta noticia me produjo una cansada nostalgia. Me preguntaba qué hubiese pasado de haber tenido lugar en nuestro Congreso de los Diputados un hecho similar. Pero en seguida me respondí que jamás se habría producido. No solo porque zapatillas, vaqueros, chándales, al igual que rastas y otros adornos pilosos hace tiempo que se han enseñoreado de los escaños, sino porque la llamada de atención de la señora Laing habría sido de inmediato tachada de fascista. En los medios afines a Podemos, por supuesto. Pero también en la opinión general, y sobre todo entre esos autoproclamados guardianes de las esencias que desde las redes, pulgares arriba o abajo, al modo de los emperadores augustos, dictaminan qué es democráticamente aceptable y qué no. Y por supuesto llamar al orden a uno de sus señorías por su vestimenta no lo es, qué atropello a la libertad, qué antigualla, qué imperdonable rasgo totalitario.
Con lo que vemos a diario en ese circo de múltiples pistas en el que se ha convertido nuestra política, el hecho de que los representantes de los ciudadanos vistan como quien va a coger setas parece asunto bien baladí. No es así en otras partes del mundo. Resabios capitalistas y decadentes, opinan los que pasean en chancleta y vaqueros. Y, sin embargo, apenas un vistazo a cómo visten sus camaradas de la Asamblea Nacional China o los representantes de la Duma rusa bastaría para desdecirles. Ni unos ni otros parecen despreciar los formalismos, los rituales, más bien lo contrario. No hay más que ver sus faraónicas puestas en escena en todos los ámbitos, sus desfiles y la etiqueta que acompaña sus actos institucionales, para comprobar que, lejos de desdeñarlos, les dan mucha importancia. Vestir acorde con las circunstancias, por tanto, no es de derechas o de izquierdas (como, por otro lado, bien sabe Pablo Iglesias, que luce esmoquin cada vez que asiste a los Premios Goya para, dicho en sus palabras, ‘homenajear al sector del cine’).
Según el experto en estudios culturales de la universidad de Berlín, Byung Chul Han (célebre, por cierto, por su crítica al capitalismo y uno de los filósofos más destacados del pensamiento contemporáneo), «los rituales, como acciones simbólicas, sirven para representar aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad. La palabra ‘símbolo’ -continúa él- viene del griego ‘symbolon’, que significa un signo de reconocimiento, una contraseña que todo el mundo comprende sin que se precisen palabras». Y no solo eso, habría que añadir. Cuando se trata de un signo externo tan evidente como la ropa, esta, además de mandar mensajes, inconsciente -o no tan inconscientemente- acaba modificando el comportamiento de quien la lleva. Allá por 1929, al hilo de la caída en desuso de los guantes de cabritilla, un ensayista inglés escribió un divertidísimo ensayo sobre cómo cambiaba la actitud de quienes, por comodidad, por moda, o por rebeldía decidían prescindir de una prenda, hasta ese momento, asociada a marcar las ocasiones solemnes. Cito de memoria, porque hace ya años que lo leí, pero argumentaba él que prescindir de guantes tenía un instantáneo efecto sobre la forma de relacionarse con los demás. «Del mismo modo -argumentaba él- que una persona no es la misma con zapatos de charol que en pantuflas; el primero es el doctor Jekyll, el segundo se convierte en Mr. Hyde: es imposible vestirse impunemente». Me interesó la comparación, porque entronca con uno de mis relatos favoritos, esa tenebrosa alegoría que debemos a Robert Louis Stevenson. Como se recordará, en ella se cuenta el caso del muy respetable doctor Jekyll, inventor de cierta pócima que le permite disociar su yo habitual del lado más oscuro de su personalidad. De este modo, convertido en Mr. Hyde, un individuo de vestimenta muy diferente a la suya, puede el elegante doctor entregarse a todos los excesos que su exquisita educación le impide llevar a cabo. Al principio, el experimento resulta una liberadora válvula de escape. Sin embargo, poco después, empieza a notar cómo, sin necesidad de tomarse la pócima, sólo con ponerse la ropa de Hyde, su personalidad, y sus inclinaciones, experimentan una cada vez más inquietante metamorfosis...
Claro que todos los argumentos que acabo de exponer no son más que lucubraciones propias de filósofos como el profesor Han o de novelistas como Stevenson. Al menos aquí, entre nosotros, hace años que nadie da la menor importancia a una chancleta de más o a una corbata de menos. Y, sin embargo, yo a veces me pregunto: ¿cabe la posibilidad de que el cada vez más alto grado de crispación, encanallamiento, chatura intelectual, traiciones y trapacerías varias que tienen lugar en nuestros hemiciclos esté relacionado en origen con asunto tan baladí como el que acabo de señalar? No lo sé. Solo sé que en otros parlamentos, y tal como señaló la señora Laing, que los representantes de la ciudadanía vistan de acuerdo con el cargo que ostentan no se considera una cuestión de etiqueta ni de moda, sino de respeto. Y desde luego, sea por fas o por nefas, entre nuestros políticos hace ya mucho que tal palabra perdió todo significado.
Carmen Posadas es escritora.