La construcción de la Unión Europea, el objetivo que formularan hace 50 años algunos políticos de amplia visión y capacidad de liderazgo, no siempre se materializa en iniciativas eficaces. Desde la Declaración de Bolonia de 1999, se plantea un proceso de adaptación del sistema universitario de todos los estados miembros de la UE, con el objetivo de crear un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). Entre las muchas cuestiones que cabe abordar sobre el tema está cuál debe ser el alcance de esa armonización de los estudios universitarios, que se plantea en los países que integramos la Unión. Igualmente importa valorar la forma en se implanta el EEES en España.
Porque en el ámbito educativo se incurre con frecuencia en la formulación de propuestas tópicas sobre cuestiones obvias, como si se tratara de un hallazgos nuevos y verdaderamente geniales. Así ha ocurrido con la llamada Educación para la Ciudadanía, planteada como si, de repente, nos diéramos cuenta de que no estamos educando ciudadanos, o como si todos los problemas que afectan a la educación en España se resolvieran con una o dos horas de aulas semanales en algunos cursos, y no con la mejora de la calidad, de la exigencia y con el fomento de la cultura del esfuerzo. Algo parecido ocurre con el proceso de Bolonia, que ni es la primera iniciativa de armonización de estudios universitarios, ni tiene por qué consistir en una homologación clónica de los titulados que regresen de nuestras universidades.
En la UE existen, desde hace décadas, procesos de armonización de las titulaciones más profesionalizadas -médicos, farmacéuticos, arquitectos, etc.- que se plantearon para facilitar la libre circulación de quienes las practican. Supone todo ello una experiencia susceptible de ampliación a todo el conjunto de los estudios universitarios, para facilitar la cohesión de nuestro sistema de educación superior, sin ahogar su creatividad, en un proceso cuya aplicación en España se viene caracterizando más por planteamientos burocráticos que por un esfuerzo para mejorar la actividad docente de nuestras universidades. La Agenda de Lisboa (2000) ha supuesto la que es, probablemente, la formulación de objetivos más ambiciosa de todas las efectuadas en las cumbres de gobernantes de la UE. Se aspiraba a convertir la economía de la unión en la más competitiva del mundo, precisamente por basarse en la creación de conocimiento. Pues bien, el seguimiento de la forma en que se cumple esta agenda, efectuado por la Comisión Europea, no resulta muy optimista en cuanto a la valoración de las universidades europeas en su conjunto. Se señala que su estructura, organización y resultados, no están -en general- a la altura necesaria para cumplir esa misión. Estos análisis no proponen que todas las titulaciones deban responder a un esquema rígido de créditos docentes; más bien indican que es necesaria una nueva estructura de gobierno universitario, para fomentar más la calidad, así como una financiación más elevada y una atención mayor, por parte de las universidades, a las necesidades de la sociedad.
Una de las cuestiones a las que el sistema universitario europeo ha de hacer frente es la competencia de los centros norteamericanos, por una buena parte de la científicos formados en Europa, que encuentran condiciones más atractivas en numerosos centros al otro lado del Atlántico. No es ello debido a que en las universidades americanas se hayan dado procesos de homologación uniformizadora, sino más bien a que el fomento de la creatividad, a través de una verdadera autonomía que la sustenta, ha propiciado la emergencia de muchas de las instituciones de educación superior que están a la cabeza del mundo. El efecto llamada de las universidades norteamericanas, para muchos científicos europeos, es ciertamente uno de los motivos de preocupación en las instancias responsables del avance científico en nuestro continente. Precisamente, uno de los puntos fuertes de Europa es la diversidad, por lo que la construcción de un espacio europeo de educación superior no tendrá éxito si no se tiene en cuenta esta característica. De hecho, algunas de las universidades europeas más punteras ya se han desmarcado de un proceso de Bolonia concebido como una homologación burocrática y, especialmente, de algo que signifique una igualación por abajo, más que un esfuerzo ambicioso por hacer de la Universidad el ámbito que lidere la sociedad del conocimiento.
En España no somos la excepción en cuanto a la necesidad de replantear el proceso de Bolonia; las reformas están resultando demasiado ortopédicas, como si hubiera que adaptarse a unas directrices que se nos imponen, en lugar de materializar el potencial que tenemos en la Universidad para evolucionar hacia una formación armonizada en el conjunto de la UE. De experiencias anteriores, como la reforma de planes de estudio que siguió a la LRU, deberíamos aprender los problemas que causa una reforma excesivamente reglamentista, de lento desarrollo, que inevitablemente hace precisos en breve nuevos cambios.
Dos son, entre otros, los aspectos que se han de sustanciar cuanto antes para que desarrollemos en España una reforma eficaz de la tarea universitaria. El primero es la financiación, ya que no tiene sentido plantear programas ambiciosos, basados en una mayor atención al estudiante, con trabajos más prácticos y en actividades más innovadoras, y pretender que todo haya de realizarse a coste cero. No hay que olvidar que tenemos una de las inversiones más bajas en educación superior de UE. Las nuevas titulaciones postgraduadas, los master, suponen una nueva oportunidad para la formación en nuevas profesiones, así como formar un personal capaz de gestionar el conocimiento de forma emprendedora. Pero será muy difícil innovar sin disponer de nuevos recursos, ya sea por la vía de la financiación pública o privada.
El otro aspecto fundamental es que las reformas introducidas aprovechen las mejores experiencias de nuestro sistema universitario; nuestra universidad no tiene porqué mimetizar a la de otros países en todo, suprimiendo algunas de sus mejores capacidades en favor de un proceso uniformizador que los mejores no aceptan. Un ejemplo, aunque no el único, es el de la duración de las enseñanzas técnicas y la pretendida supresión del título de ingeniero superior -de gran tradición en España- que se muestra como un problema recurrente, desde que se iniciara la reforma de Bolonia. Urge ya el acordar de forma satisfactoria la solución de este problema, sin afectar a la calidad de nuestros titulados.
En definitiva, el avance hacia un espacio europeo de educación superior, el que el progreso de la UE exige, no puede venir de la mano de un proceso meramente burocrático, que configure unas universidades clónicas e intercambiables al cien por cien. Más bien solamente se podrá alcanzar a través de una autonomía creativa que haga de las universidades instituciones autoexigentes, capaces de responder a las exigencias de la sociedad del conocimiento, la educación y la investigación para el progreso económico y social.
César Nombela, Catedrático de la Universidad Complutense.