El Tribunal Constitucional ha hecho pública la parte dispositiva de una sentencia largamente esperada. Se trata de la resolución del recurso de inconstitucionalidad contra el Real Decreto 463/2020 por el que se declaró el primer estado de alarma, allá por el 14 de marzo de 2020, para imponer severas restricciones en la movilidad y frenar la propagación del ya hoy tristemente célebre SARS-COV-2, nombre del coronavirus responsable del Covid 19. La prensa, con buen tino, venía advirtiendo desde hace algunas semanas del posible sentido estimatorio de la sentencia, así como de lo ajustado de la votación final. Igual que a los sondeos se les suele recordar más los fallos que los aciertos, en este caso hay que aplaudir el buen hacer de los plumillas, que además ha permitido ir adelantando el debate doctrinal.
Y es que la sentencia es muy relevante. A falta de conocer su fundamentación jurídica, ya podemos adelantar que es un auténtico puñetazo sobre la mesa a favor de la declaración de derechos contenida en la Constitución de 1978. No es el primero, pues la jurisdicción contencioso-administrativa ya ha dado varios toques de atención a una actuación del Gobierno de la nación que, por decirlo suavemente, transpira un gusto excesivo por la autoridad. Recordemos el reciente auto de la Audiencia Nacional de 7 de junio paralizando a petición de la Comunidad de Madrid las restricciones sobre la hostelería y el ocio nocturno acordadas por el Ministerio de Sanidad. O, algo antes, el auto de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que, en octubre de 2020, negó la ratificación judicial de las medidas de cierre perimetral de la Comunidad de Madrid acordadas también por el Ministerio de Sanidad. No olvidemos tampoco la reacción del Gobierno, que, lejos de aceptar el resultado de la resolución, acordó un estado de alarma específico para la Comunidad de Madrid, restricción que no ha vuelto a repetir con posterioridad aun cuando la situación epidemiológica de otras comunidades autónomas ha sido más dura en cuanto a contagios que la que sufría entonces la capital de España.
Es cierto que la cuestión ha sido muy debatida por todos los que nos dedicamos al Derecho, singularmente al Derecho Público. Muchos autores han puesto de manifiesto, y no les falta razón, que la crisis sanitaria requería de medidas especialmente duras en los primeros momentos, adoptadas incluso antes de lo que se hicieron. La salud pública, es verdad, puede justificar temporalmente una reducción de nuestra libertad ordinaria y el examen tiene que versar en buena medida sobre su proporcionalidad. Más discutibles han sido otros argumentos formales, tales como la pura logomaquia de que la principal restricción -la prohibición de salir a espacios públicos salvo por las causas tasadas en el artículo 7 del Real Decreto- era una limitación y no una suspensión de la libre circulación reconocida en el artículo 19 de la Constitución. O que, al tratarse de una norma con rango de ley, la constitucionalidad del Real Decreto 463/2020 debía salvarse si una determinada interpretación permitía acomodarlo a la Constitución. Frente a ello, y nuevamente con la cautela que requiere una sentencia cuya fundamentación no conocemos, parecen haberse impuesto argumentos de mucho más peso. En primer lugar, el Tribunal desde antiguo (recordemos la STC 341/1993 sobre la famosa «patada en la puerta» de la Ley Orgánica 1/1992, la conocida como ‘ley Corcuera’) ha señalado que la interpretación constitucional por el legislador tiene siempre el límite de no recortar el sistema de garantías de los derechos establecido por la Constitución. Y la afirmación de la exposición de motivos del Real Decreto de que sus medidas no suponen suspensión de derechos (la cual obligaría, de acuerdo con los artículos 55.2 y 116 de la Constitución, a acudir al estado de excepción), implica, precisamente, reducir los requisitos necesarios para establecer tales restricciones. No cabe calificar de mera limitación concreta un precepto como el artículo 7.1 que prohíbe con carácter general «circular por las vías o espacios de uso público», salvo las excepciones tasadas que él mismo establece. Y, por otro lado, la tesis mayoritaria, que claramente comparto, no impide la adopción de las restricciones necesarias: simplemente la somete a unos requisitos algo más complejos pero en todo caso practicables, como son la autorización previa del Congreso de los Diputados por mayoría simple y la duración máxima de treinta días, prorrogables por idéntico plazo. Nada que no hubiera podido conseguir la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno.
Parece -aunque habrá que estar a lo que digan los fundamentos- que la sentencia va a salvar la responsabilidad patrimonial de la Administración sobre la base de que había una obligación legal de soportar las restricciones sufridas. Previsión razonable pero que deberá confirmarse por la jurisdicción ordinaria, puesto que el Tribunal Supremo sólo cede su prevalencia en materia de garantías constitucionales. De esta manera, el efecto práctico fundamental será la nulidad de las sanciones administrativas impuestas por vulneración de los preceptos declarados inconstitucionales y que no sean firmes, las cuales, además, ya están siendo cuestionadas por la falta de tipo infractor específico. Un aviso a recurrentes apresurados: la obligación de llevar mascarilla no está entre ellas, por lo que sólo las sanciones por salir a la calle, muy frecuentes los primeros días de la alarma, se verán afectadas.
Más allá de ello hay que celebrar, nuevamente, la reacción de los encargados de aplicar la ley en la salvaguarda del Estado de derecho. La pandemia ha aflorado tendencias autoritarias en muchos niveles -singularmente en el Gobierno de la nación- que creíamos superadas. Y lo ha hecho ante la pasividad de una parte importante de la sociedad española a la que el miedo justificado por la pandemia ha recortado su apetito por la libertad. Es verdad que los resultados electorales en Madrid el 4 de mayo demuestran que, al menos en esta Comunidad, la tendencia es minoritaria. Pero justo es reconocer que en estos meses trágicos y complicados los jueces y magistrados, junto a los funcionarios responsables de los servicios jurídicos de muchas Administraciones y la academia, han sabido estar a la altura de los tiempos y proteger, como por otro lado es su obligación, los derechos de todos. Hoy la Constitución sigue reconociéndose en esa «dignidad de la persona» y de «los derechos inviolables que le son inherentes» a los que su artículo 10.1 considera «fundamento del orden político y la paz social». ¡Que sea por muchos años!
Fabio Pascua Mateo es profesor titular de la UCM.