La energía y las políticas europeas: su repercusión en España

1. Introducción

Este trabajo se inscribe entre las actividades que realiza el Grupo de Trabajo sobre “La geopolítica energética vista y analizada desde España” del Real Instituto Elcano y fue presentado en su 8ª reunión el 23 de enero de 2008. El autor ha tratado primordialmente de responder a tres cuestiones básicas planteadas por ese Real Instituto:

  • ¿Cuál ha sido la evolución de las políticas relacionadas con la energía en la construcción europea?
  • ¿Qué obstáculos se oponen a la existencia de una auténtica política paneuropea de la energía?
  • ¿Cómo han repercutido en las políticas españolas las iniciativas de la UE relacionadas con la energía, y cuáles deben ser las estrategias españolas dentro de ese contexto europeo?

En consecuencia, este Documento de Trabajo se estructura en tres capítulos que corresponden a esas cuestiones. Se ha preferido referirse en el título a políticas europeas que inciden en la energía más que a política o políticas energéticas, pues a pesar de los esfuerzos permanentes de la Comisión Europea se puede decir que éstas no existen realmente para la UE, ni formal ni materialmente, como se pondrá de manifiesto.

Por el contrario, sí existe una serie de políticas de la UE –por ejemplo, competencia, mercado interior, medio ambiente y escasez de materias primas, entre otras– con influencia indirecta, pero decisiva, en la energía y en las políticas energéticas.

Se ha procurado tener en cuenta otras ponencias del Grupo de Trabajo de Energía, en particular las diversas relativas a los aspectos geopolíticos de la seguridad energética que, en consecuencia, apenas se han tocado aquí. En este trabajo se pone especial énfasis en las iniciativas de la UE que tienen una expresión definida en los Tratados y en su derecho derivado.

2. Principales iniciativas de la UE de trascendencia energética

A efectos de ordenar la evolución de las iniciativas de la UE de trascendencia energética, se distinguen cuatro períodos:

(1) De los Tratados de la CECA (1952) y del EURATOM (1958) hasta las crisis del petróleo de la década de los setenta (1973, 1979).

(2) Las crisis del petróleo (hasta ~1985).

(3) La energía abundante: el Mercado Interior de la Energía (MIE) y la custodia del medio ambiente y del clima (1985-2003). España entra en las Comunidades Europeas (1986).

(4) La situación actual (desde 2003).

Para cada uno de estos períodos se hará una breve caracterización del contexto energético y se pondrán de manifiesto las principales iniciativas energéticas de la UE. Cuando se habla de éstas, hay que tener en cuenta las diferentes actitudes y competencias de la Comisión Europea (CE), del Parlamento Europeo (PE) y del Consejo respecto a la energía. La actitud de la CE es decididamente a favor de una política energética europea, como lo prueba el notable número de libros verdes, blancos, comunicaciones y propuestas de Directivas en este sentido, de los que sólo se mencionarán algunos. El PE con frecuencia apoya a la CE, pero la actitud del Consejo, la más decisiva, es enormemente restrictiva, particularmente en lo que se refiere en otorgar poderes a la UE y a la CE, en concreto, en temas de políticas de seguridad energética.

En definitiva, como se acostumbra a decir en la CE, “la Comisión propone y el Consejo dispone”, y lo que realmente cuenta, lo que tiene fuerza legal y representa la voluntad política de la mayoría de los Estados de la UE, son aquellas Directivas, Reglamentos, Decisiones o Programas que han sido aprobados por el Consejo, por unanimidad, o por mayoría cualificada mediante el procedimiento de codecisión con el PE. A esas normas se referirá primordialmente este trabajo.

2.1. De los Tratados de la CECA (1952) y del EURATOM (1958) hasta las crisis de petróleo de la década de los setenta (1973, 1979)

Hace medio siglo, en la segunda mitad de los años cincuenta, la mayor parte de la industria energética europea había sido nacionalizada, tras la Segunda Guerra Mundial, y el carbón representaba todavía más del 50% del aprovisionamiento energético, aunque el petróleo –dominado entonces por compañías americanas y europeas– le iba comiendo el terreno, suponiendo el aproximarse a la década de los setenta más del 60% del abastecimiento energético de la Comunidad Europea y más del 70% del de España.

Por otra parte, se impulsaba el desarrollo de la energía nuclear, particularmente en atención a la penuria de recursos europeos de petróleo, pues no se habían puesto en explotación todavía (1973) los yacimientos del mar del Norte. A su vez, habían comenzado las nacionalizaciones de las producciones en los países agrupados en torno a la OPEP (1960) y a la OPAEP (1968), y en 1956 Egipto había nacionalizado el Canal de Suez, gran ruta petrolera.

Del lado europeo se firmaban los Tratados de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM). Muchos hemos dicho que tales Tratados fueron precursores de la dimensión energética de las comunidades europeas, pero es probablemente más realista pensar que sus auténticas motivaciones eran otras: asegurar, tras la Segunda Guerra Mundial, el suministro de hulla coquizable, cuyas mayores reservas estaban en Alemania, para la fabricación de acero, organizando el mercado interior del carbón y del acero, en el caso de la CECA, y garantizar la seguridad y el control de los materiales radiactivos (“salvaguardas nucleares”) en el caso del EURATOM.

2.2. Las crisis de petróleo de los setenta (hasta 1985)

Este período cubre aproximadamente desde 1973 hasta 1985 y se caracteriza por el elevado nivel de los precios del petróleo, en relación con las crisis de 1973 y 1979. La punta de precios se alcanzó en 1979, a un nivel, en términos reales, muy parecido al de los tiempos actuales a la vez que se pronosticaba –no hay que olvidar que al igual que ahora– que nunca volverían los precios bajos del petróleo y que el papel de este combustible casi desaparecería al final del siglo XX.

Fueron múltiples las iniciativas de la Comunidad Europea y de la OCDE para hacer frente a estas crisis. Por lo que se refiere a la Comunidad Europea, se pueden sintetizar en las siguientes:

  • Establecimiento de 90 días de consumo como reservas estratégicas obligatorias de petróleo y productos petrolíferos mediante la Directiva correspondiente.[1] Ésta había sido precedida por otra similar[2] premonitoria, con menor exigencia en días de almacenamiento, ya en 1968, tras la “Guerra de los seis días” entre Israel y Egipto (1967).
  • Formulación, mediante Resoluciones unánimes del Consejo, en 1974, 1980 y 1986, con horizontes de 10 años, de objetivos, cualitativos y cuantitativos de política energética, hacia los que debían converger las políticas de los Estados.[3] Se trataba de reducir la intensidad energética, de rebajar la participación del petróleo hasta un 40% del suministro de energía primaria, de promover a estos efectos el uso del carbón y de la energía nuclear para que representaran el 75% de la generación de energía eléctrica, de fomentar el uso de las energías nuevas y renovables y, en fin, de diversificar las fuentes de los suministros.

Con la formulación de objetivos comunes de política energética se estuvo más cerca que nunca de lo que podría ser el embrión de una política europea de la energía, pues además se había penetrado, como se verá, en el sancta sanctorum de las celosas competencias de los Estados: la elección de fuentes energéticas y el mix de energía primaria y eléctrica.

En consonancia con esas políticas de objetivos comunes, dos Directivas de 1975[4] prohibían, salvo por circunstancias excepcionales, el uso de productos petrolíferos y de gas natural en la generación de energía eléctrica.

Por diversas razones, estas políticas se vieron coronadas por el éxito, de forma que a mediados de la década de los ochenta, el petróleo solamente representaba el 40% del abastecimiento, como en la actualidad, no alcanzándose el nivel de consumo de 1973, en valores absolutos, de los países de la OCDE, hasta el año 2000; por su parte, la intensidad energética se reducía en el período considerado en un 2% anual.

De otra parte, en 1974, en el seno de la OCDE se creaba la Agencia Internacional de la Energía (AIE), firmando sus miembros el Programa Internacional de la Energía (PIE) que les obliga a mantener, como almacenamientos estratégicos, 90 días de importaciones y establece cómo gestionar, de forma coordinada, crisis de petróleo, en principio, relacionadas con la escasez física más que con los precios elevados.

Sin duda, la creación de la AIE fue un acierto, entre otras razones porque, estando presentes en ella EEUU, Japón y los países de la Comunidad Europea, ponía en común, de cara a la OPEP una formidable capacidad de compra y almacenamiento de petróleo. Sin embargo, tendría un efecto negativo en relación con el papel que podría jugar la CE en política energética, pues algunos Estados –el Reino Unido y Alemania (Francia no era miembro), para satisfacción de EEUU– se escudaban, para no aceptarlo, en que los temas de seguridad y de cooperación internacional energética ya estaban cubiertos por la AIE.

2.3. La energía abundante (1985-~2003): el mercado interior de la energía y la custodia del medio ambiente y del clima. España entra en las Comunidades Europeas (1986)

Hacia 1985 se produce un cambio radical en el panorama energético y en las prioridades de las Comunidades Europeas en esta área, al entrarse en un período de casi 20 años de energía abundante y barata. Algunos hechos son particularmente destacables:

  • El derrumbe de los precios del carbón en el mercado internacional, primero (1982), y del petróleo, después (1985), provocados entre otras causas por la contracción de la demanda, el aumento de la oferta, la sustitución entre fuentes energéticas, cambios en el contexto geopolítico de la energía, y acciones políticas y regulatorias muy decididas.
  • En consecuencia, se había producido un sobredimensionamiento de los sistemas energéticos y se tenía la percepción, además, de que la situación de oferta y de bajos precios sería casi permanente. Se producía, asimismo, una perdida la capacidad de la OPEP para mantener la disciplina entre sus miembros. Hasta principios de este siglo, los precios del petróleo se mantuvieron, de media, por debajo de los 20 dólares/barril –objetivo buscado por productores y consumidores como razonable y estable– sólo alterados circunstancialmente, en mayor o menor medida, por las guerras del Golfo Pérsico o por las crisis financieras en Asia. La eficiencia energética se resintió, bajando a un 0,7% anual el ritmo de disminución de la intensidad energética.
  • El nuevo escenario, de sobrecapacidad y bajos precios, animó a la liberalización de los mercados energéticos, mediante la introducción de competencia en los mismos, en busca de la máxima eficiencia económica. El Reino Unido y los países nórdicos impulsaron el proceso. El mismo espíritu preside la reestructuración, en ocasiones dramática, de las minerías domésticas de carbón, altamente subvencionadas, tras superar la señora Thatcher su pulso de 51 semanas con los sindicatos carboneros británicos.
  • La ralentización, que ya había comenzado años antes, cuando no parada, de las inversiones en energía nuclear, primero por razones estrictamente económicas y, después, por el desigual rechazo de las opiniones públicas, tras los acontecimientos de Three Mile Island en 1979, de limitado impacto mediático, y sobre todo, de Chernóbil en 1986.
  • La preocupación creciente por la custodia del medio ambiente materializada en dos frentes: el del control, mediante normas estrictas, de la calidad de los efluentes y, en particular, de las emisiones atmosféricas de contaminantes convencionales (S, NOx, partículas, etc.) y de la calidad de los productos petrolíferos; y el de la lucha contra el fenómeno del cambio climático, del que ya se había tomado conciencia en la segunda mitad de los años ochenta.

El resultado de este conjunto de circunstancias fue que, en relación con la energía, la seguridad como objetivo estratégico prioritario fue sustituida por la liberalización de los mercados y la protección del medio ambiente y el cambio climático; en particular, se entendía que un mercado interior realmente integrado en el que se compartieran las capacidades de reserva y la diversificación de los suministros era la mejor contribución posible a la seguridad, y tanto más cuanto este modelo se pudiera exportar a otras áreas. El mercado interior trajo también consigo la europeización de las medidas y costes medioambientales.

En la UE estas nuevas prioridades se establecieron además a nivel de los Tratados: el Acta Única Europea (1986) relanzaba el mercado interior, con un nivel alto de protección del medio ambiente, y los Tratados de Maastricht o de la Unión (1992) y de Ámsterdam (1997) consagraban la integración de la protección del medio ambiente y el concepto de desarrollo sostenible en todas las políticas. Por otra parte, en aras de facilitar el mercado único, en sus dimensiones interior y exterior, se incorpora el Programa de Redes Transeuropeas (energía, telecomunicaciones y transporte) en el Tratado de la Unión y se promueve la creación de la Carta de la Energía (1991) (primero denominada Carta Europea de la Energía), tras la caída del muro de Berlín. El propósito de la Carta, sin ratificar todavía por Rusia, es crear un espacio, particularmente hacia el este de Europa, en el que prevalecieran principios de libre mercado en relación con las inversiones y el acceso a las redes, redundando además en la seguridad de los suministros y en la protección del medio ambiente.

En consonancia con este nuevo equilibro de prioridades, se abandonaron los objetivos comunes de política energética, enunciados por última vez en 1986, y se abolieron las Directivas que limitaban la utilización de los productos petrolíferos y del gas natural: en 1991 la del gas natural,[5] por razones de eficiencia energética y medioambiental, y en 1996, la relativa a los productos petrolíferos,[6] por entenderse superados los problemas del pasado –¡basta un decenio para olvidar!–. Se propiciaba así, de nuevo, el incremento de la participación de los hidrocarburos en el mix energético.

Si este era el clima que imperaba en las más altas instancias de la UE y de sus Estados, es de justicia destacar que la CE, como se indicó al principio, en su capacidad de propuesta, siempre mantuvo su inquietud por la seguridad y manifestó la necesidad de una política energética de la UE, tratando, infructuosamente, de que así se reconociera en las diversas modificaciones de los Tratados. Entre los múltiples documentos preparados por la CE cabe destacar tres: los libros verde (1995) y blanco (1995) sobre Una política energética para la Unión,[7] y el libro verde (2000) Hacia una estrategia europea de seguridad de abastecimiento energético.[8] Desafortunadamente, tuvieron escasa repercusión en políticas y normas concretas.

Con rango normativo, las iniciativas más destacables de este período se refieren naturalmente al mercado interior de electricidad y de gas natural y al medio ambiente. En relación con el primero, cabe destacar las Directivas de transparencia de precios,[9] de tránsito[10] y, sobre todo, las de normas comunes para el mercado interior,[11] así como los Reglamentos relativos al comercio transfronterizo de electricidad[12] y de gas natural.[13]

Por lo que se refiere a la protección del medio ambiente, en relación con los contaminantes convencionales, son muy numerosas las normas que se refieren a niveles de emisiones[14] y a calidad de productos, particularmente de combustibles líquidos.

En cuanto al cambio climático, la estabilización de las emisiones en el año 2000 al nivel de 1990 se decidió, para la UE, en un Consejo de Ministros mixto, de Energía y Medio ambiente, en octubre de 1990 y fue ratificada posteriormente en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático. Más tarde, la UE se adhería al Protocolo de Kioto (ratificado en 2005) comprometiéndose a una reducción, de carácter global, de las emisiones de CO2 del 8% en el período 2008-2012 respecto a 1990. Este compromiso se repartiría entre los Estados mediante un mecanismo de “compartir la carga” (burden sharing), que estableció para España un límite del 15%, y que fue acordado por el Consejo de Ministros de Medio Ambiente[15] y posteriormente ratificado por Decisión del Consejo de 25 de abril de 2002.[16]

Diversas Directivas regulaban el régimen de comercio de emisiones.[17] De gran contenido, medioambiental y de política energética son también, entre otras, las Directivas relativas a la promoción de la electricidad a partir de energías renovables,[18] a la cogeneración,[19] al rendimiento energético de edificios,[20] al uso de biocombustibles en el transporte,[21] a la utilización inteligente de la energía,[22] o a la fiscalidad.[23]

No se puede terminar este recorrido por el período 1985-2003 sin mencionar, al menos, otras dos áreas en las que ha habido una gran actividad por parte de la UE, con gran protagonismo de la CE: la I+D+D tecnológica y la cooperación internacional en el campo de la energía. Son grandes los esfuerzos que se dedican a la fusión nuclear y a otras fuentes energéticas dentro de los programas marco de investigación, algunos de cuyos subprogramas tienen una precisa vocación energética. También la energía juega un gran papel en la cooperación internacional; además de la AIE y de la Carta de la Energía, son objeto de atención especial, entre otros: el diálogo productores-consumidores, Rusia, el Consejo de Cooperación del Golfo Pérsico, el Mediterráneo, MERCOSUR, el sureste de Europa y los países ACP (África, Caribe, Pacífico). Más recientemente, la política de vecindad (ENP) pretende, entre otros objetivos, estructurar la cooperación con países próximos, productores o de tránsito de energía.

2.4. La situación actual

De nuevo, desde 2003, aunque el repunte comenzó en el año 2000, nos encontramos en una situación de precios altos de la energía que –hay que destacarlo– nadie había pronosticado. Hemos heredado del período anterior en el que, de hecho, se habría considerado, en general, que la mejor política energética consistía en no tenerla, un estado de la seguridad estratégica –la de medio y largo plazo– que se está degradando a nivel general, al de la UE y al de España.

No es tanto un problema de reservas de combustibles como de que los mercados energéticos se están haciendo cada vez más inseguros y, como nos recuerda la AIE, existe incertidumbre real sobre la realización de las inversiones necesarias en el momento oportuno.

La dependencia del exterior de la UE que va a pasar del 50% al 70% en las próximas décadas –en España ya está próxima al 80%– se ha vuelto más vulnerable al incrementarse la participación de los hidrocarburos, a través del gas natural, al tiempo que las fuentes más seguras, como el carbón y la energía nuclear, pierden relevancia. A pesar de ello, nuestros avances en relación con el cambio climático son muy limitados y las perspectivas del post-Kioto inciertas. Por otra parte, la liberalización e integración de los mercados es más legal, teórica, que real, enfrentándose a problemas de fondo que pondré de manifiesto, así como a una concepción del mercado interior poco compartida por Francia y Alemania.

La primera reacción de la UE a esta situación fue más bien limitada. Dos recientes Directivas[24] pretenden garantizar la seguridad de suministro de gas natural y de electricidad, pero no se trata de planteamientos comunitarios de seguridad, sino de armonizar, de cara al mercado interior, las políticas nacionales de seguridad. Otra Directiva[25] sobre redes transeuropeas incorpora, entre otros aspectos, la figura del coordinador europeo, con vistas a asegurar la realización de algunas interconexiones de interés común europeo, como la de Francia y España, en la que Mario Monti es el coordinador.

En este contexto, son de especial interés las conclusiones del Consejo Europeo –nivel de jefes de Estado y de Gobierno– de marzo de 2007[26] respecto a lo que aquel denomina “Política energética y climática integrada”, fruto de la sorprendente llamada del primer ministro británico, en la Cumbre de 2005, a favor de una política energética común, y posteriormente del libro verde (2006)[27] y de las propuestas de la CE (2007).[28]

En resumen, en el área medioambiental se pretende para 2020: reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, de forma global, en un 20% respecto a 1990; mejorar la eficiencia energética aminorando en otro 20% el consumo de energía; y lograr que las energías renovables, de forma global, representen un 20% del consumo y que los biocombustibles sustituyan, como mínimo, en un 10% en todos los países, al conjunto de los combustibles (gasóleo y gasolina) de transporte consumidos en la UE en 2020, Además, se plantea un plan estratégico de tecnologías energéticas.[29]

Sobre la viabilidad del cumplimiento de estos objetivos hay que destacar, por una parte, que, hasta ahora, las experiencias no han sido muy positivas y, por otra, que dado el carácter global de los objetivos –salvo para los biocombustibles– hay que proceder al nada fácil reparto de la carga entre los Estados; el que se hizo con motivo del protocolo de Kioto dejó un mal recuerdo sobre la equidad de los criterios utilizados en algunos casos, como en el español. En estos días, la Comisión Europea ha presentado sus propuestas normativas relativas a los objetivos relacionados con el cambio climático.[30]

Por lo que se refiere al plan estratégico europeo de tecnología energética, nada hay que objetar sobre sus prioridades –renovables, eficiencia energética, captura y almacenamiento de CO2– pero resulta decepcionante que el Consejo se lave las manos sobre el futuro de la energía nuclear, cuando la UE está tan necesitada de un análisis objetivo sobre este tema, que no debería ser un asunto individual de cada Estado, pues sus beneficios y riesgos nos afectan a todos.

En cuanto a la seguridad de suministro y a la política exterior energética, más que propugnar medidas específicas, se hacen apelaciones algo vagas, entre otras, a la solidaridad, a la diversificación de las fuentes y las rutas de suministro, a la gestión más eficaz de las crisis, o a los almacenamientos de seguridad de petróleo y, en su caso, de gas natural. En definitiva, se viene a aceptar, como se ha indicado, que los planteamientos de seguridad son de carácter eminentemente nacional. Por otra parte, se propugnan y establecen prioridades acertadas para hablar con “una voz común” con los países productores, de tránsito y grandes consumidores de energía, aunque no se aclara el alcance legal y práctico de esa expresión.

En relación con el MIE se dispone ya de las propuestas de la CE (septiembre de 2007) en respuesta a las directrices del Consejo Europeo. Algunos de los problemas planteados son abordados, positivamente en las nuevas propuestas de la CE, mientras que otros muy importantes, como la ausencia de auténticos planteamientos de seguridad comunitarios, la insuficiencia de los mecanismos europeos que garanticen el desarrollo de las interconexiones o el mantenimiento de estructuras industriales y de mercado no pro-competitivas, monopolistas u oligopolistas, no son objeto de suficiente consideración. Algunas de las principales medidas propuestas afectan al funcionamiento general de los mercados –separación de actividades comerciales y de transporte y armonización y fortalecimiento de los poderes e independencia de los reguladores– mientras que otros van encaminados a facilitar el comercio transfronterizo,[31] como la creación de una Agencia europea para la cooperación de los Reguladores de Energía[32] y el establecimiento de una Red Europea de operadores de las redes de transporte.[33]

Uno de los temas más controvertidos es el de la separación de las actividades de transporte. La Comisión Europea, el Parlamento Europeo, los reguladores, y casi todas las partes interesadas, con la excepción de algunos gobiernos, como los de Alemania y de Francia, están de acuerdo en que la mejor solución consiste en separar la propiedad de las actividades comerciales, las de generación, producción y suministros, de la de los activos de transporte y su operación, de forma que nadie que ejerza control sobre una actividad comercial pueda tener interés e influencia algunos en el sistema de transporte o en su operación y viceversa, y ello en cualquier lugar de la UE.

Sin embargo, la CE ha cedido a las presiones de esos países presentando, como segunda opción, de carácter excepcional, el que las empresas integradas verticalmente puedan mantener la propiedad de los activos de transporte pero tengan que poner la gestión y operación de los mismos en manos de un operador del sistema independiente. La experiencia pone de manifiesto que esta conocida opción –denominada ISO–, que exige una perfecta regulación, ha demostrado ser, en muchos casos, ineficiente, por los problemas de coordinación y de desarrollo de las inversiones que puede conllevar.

El argumento principal, que se encuentra detrás de la postura de los gobiernos mencionados, es que hay que mantener empresas integradas, potentes, para negociar con los suministradores y para defender esos activos estratégicos de ataques hostiles. La CE sale al paso de estos argumentos esgrimiendo que tal separación de la propiedad de los activos de transporte, y de su operación, de las actividades comerciales, se exigiría tanto a compañías de la UE como a las radicadas fuera de ella. Es más, se propone que individuos o países terceros a la UE no puedan ejercer el control de los activos de transporte y de su operación, salvo que ello se haga en el marco de un acuerdo entre la UE y ese país tercero. Ciertamente, en principio, esta previsión podría limitar sensiblemente el campo de acción en la UE de empresas como Gazprom, Sonatrach y algunas multinacionales.

A la vista de este conjunto de objetivos, políticas y acciones que, en principio, parecen positivos pero insuficientes para desarrollar una política energética europea, cabe hacerse no pocas preguntas. En primer lugar: ¿estamos ante un plan coherente en el que hay una adecuación y una proporcionalidad, entre fines y medios? O más bien: ¿nos encontramos, como pudiera parecer a primera vista, ante una cierta yuxtaposición política, y un tanto mediática (¿demasiadas veces el número 20?) de acciones, más o menos voluntaristas, más o menos posibilistas?

En segundo lugar: ¿disponemos de análisis suficientemente sólidos sobre el impacto en nuestra economía, en la competitividad, de algunas de las acciones propuestas? ¿Se trata de un riesgo, o de una oportunidad para la industria, como sugieren algunos?

Probablemente habrá que esperar a que la Comisión Europea precise los efectos cualitativos y cuantitativos de las acciones, en las correspondientes propuestas normativas, para saber a qué atenernos.

Finalmente, y cualesquiera que sean la idoneidad y el coste de las iniciativas: ¿dispone la UE de las competencias, de los instrumentos jurídicos e institucionales para llevarlas a cabo? Este tema se analiza más adelante.

2.5. Algunas reflexiones

Sin duda, son numerosas las reflexiones que cabría hacer sobre lo acontecido en el mundo de la energía en los últimos 50 años. Ciñéndose exclusivamente a lo relacionado con las iniciativas energéticas de la UE, cabe extraer algunas conclusiones:

(1) La energía nunca ha sido –salvo de forma ocasional– una auténtica prioridad política en la UE, ni para el Consejo y el PE, ni para la CE.

(2) Cabe destacar la capacidad de decisión de que se hizo gala en el pasado, en situaciones de crisis, yéndose más allá de lo previsto en los Tratados, cuando los problemas eran quizá más apremiantes que en la actualidad, pero no más transcendentes.

(3) La mayor parte de las iniciativas auténticamente energéticas han sido predominantemente oportunistas, muy influidas por las circunstancias, abandonándose cuando éstas cambiaron.

(4) Por otra parte, la innovación tecnológica ha sido uno de los grandes protagonistas del pasado –aunque haya sufrido también los altibajos de las políticas energéticas– en toda la cadena de exploración, producción, transformación y utilización de los combustibles y de la electricidad. Parece obvio que, más que nunca, debería ser una de las grandes prioridades del futuro.

(5) Finalmente, la mayor parte de los acontecimientos que han alterado de forma más decisiva la evolución del sector energético –problemas geopolíticos, crisis de precios de petróleo, Chernóbil, efecto invernadero– eran imposibles de prever por los responsables de la energía; en particular, la experiencia pone de manifiesto la incapacidad para acertar en los pronósticos de los precios del petróleo, al alza o a la baja. En consecuencia, hemos sido testigos del esplendor, ocaso y, a veces, retorno de la mayoría de las fuentes energéticas: carbón; petróleo; energía nuclear y, otra vez, carbón; después gas natural y renovables y, ahora, previsiblemente, de nuevo, energía nuclear además. Ello quiere decir que hay que estar preparados a convivir con lo inesperado y practicar políticas prudentes y flexibles, manteniendo vivas todas las fuentes y opciones energéticas y estructuras de aprovisionamiento diversificadas y equilibradas.

3. Obstáculos a una política común europea de la energía

La segunda cuestión planteada es: ¿qué obstáculos se oponen a la existencia de una auténtica política paneuropea de la energía? Se ha dicho que en la UE los problemas no son de ideas, sino de voluntades. Este es el caso de la energía y, ciertamente, las voluntades políticas de los Estados miembros se manifiestan en el casi nulo papel que le corresponde a la energía en los Tratados y en las normas de ellos derivadas.

Como sabemos, y en espera del nuevo tratado de Lisboa, donde está previsto un capítulo de energía –similar al que aparecía en la frustrada Constitución–, hasta ahora no existe una base jurídica en los Tratados europeos en la que apoyarse para legislar directamente sobre la energía; es decir, ésta no es formalmente objeto de los Tratados. En la práctica, sin embargo, en la UE se tocan indirecta, pero decididamente, los temas energéticos utilizando otras políticas y bases jurídicas con dimensión energética.

Por una parte, es competencia explícita y exclusiva de los Estados la selección y estructura de las fuentes de suministro, es decir, el mix de energía primaria y eléctrica. Para legislar en la UE sobre estos temas, además de encontrar una justificación de interés común, hay que hacerlo por unanimidad, algo cada día más penoso con 27 Estados. Aquí se encuentra el primer obstáculo: ¿es que se podría hacer una política energética, europea o nacional, sin pronunciarse sobre el papel que las diferentes fuentes energéticas –hidrocarburos, carbón, nuclear, energías renovables– deben jugar a diversos plazos?

Por otra parte, como decía, la UE tiene competencias sobre el medio ambiente, la escasez de materias primas, el mercado interior de la energía, la competencia y la libre circulación de capitales, de gran relevancia para las políticas energéticas objeto de consideración. Y en estas áreas cabe desarrollar con mayor facilidad la dimensión energética, ya que generalmente se puede legislar de forma más eficiente, al hacerlo por mayoría cualificada.

Esta situación competencial podrá cambiar, en parte, en el futuro cuando se apruebe y entre en vigor el Tratado de Lisboa. En efecto, por una parte (Artículo 4), la energía se define, por primera vez, como ámbito de competencia compartida, sobre el que pueden legislar tanto la Unión como los Estados.

Además, se crea un título XX Energía, según el cual, la política energética de la Unión perseguirá los objetivos convencionales de: el funcionamiento del mercado de energía; garantizar la seguridad de abastecimiento; y fomentar la eficiencia y el ahorro energético, las energías nuevas y renovables y las interconexiones de las redes, temas sobre los que se podrá legislar por el procedimiento ordinario de mayoría cualificada y codecisión.

No obstante, hay que destacar que los Estados siguen manteniendo sus competencias exclusivas sobre las fuentes energéticas y sobre el mix.

Esta situación, de hecho, de competencias compartidas da lugar a situaciones sorprendentes, ya puestas de manifiesto, como las de legislar sobre energías renovables o eficiencia energética, basándose en la política medioambiental, y sobre seguridad de aprovisionamiento utilizando la armonización de legislaciones para el mercado interior, o la coordinación de las políticas económicas (Artículo 103 TCE) para justificar la constitución de reservas estratégicas de petróleo y productos petrolíferos. Y, en definitiva, todas estas actuaciones indirectas tienen gran influencia sobre la energía y sobre las políticas energéticas nacionales.

¿Cuál es el problema de fondo que impide que exista, aunque fuera a nivel de marco, una política energética común? Probablemente son varios, pero el más importante quizá sea el conflicto entre dos paradigmas o ideales que atraen por igual a los Estados: el de la eficiencia económica, a través de la liberalización de los mercados y de la competencia; y el de la independencia energética como expresión de soberanía, dado el carácter estratégico de la energía. Y ese conflicto se agudiza por la enorme diversidad de situaciones en la que se encuentran los Estados europeos en relación con la demanda y la oferta energética.

En síntesis, y a pesar de la legislación sobre el mercado interior de la energía, los Estados europeos se siguen debatiendo entre dos modelos energéticos. Uno, más liberal, el preconizado por la CE, y teóricamente por la UE, y por algunos Estados, que entiende que, especialmente en lo que se refiere a energías de red (electricidad y gas natural), de carácter regional, la integración de los sistemas y mercados energéticos aporta eficiencia y seguridad y está a favor de las interconexiones entre ellos y de la existencia de estructuras industriales y de mercado pro-competitivas; en política internacional busca el desarrollo de mercados en competencia y la multilateralidad de las relaciones. En este modelo, la integración de los mercados significa interdependencia –mayor seguridad, pero menos independiente, más dependiente de aquellos con los que estés conectado– y exige, por consiguiente, una tutela común, una seguridad colectiva.

El otro modelo, al que en la práctica parecen aspirar Francia y Alemania, considera la seguridad un asunto nacional siendo, por tanto, reacio a la interdependencia y a las interconexiones y apoyando decididamente, en lugar de la competencia, la existencia de campeones nacionales con vocación de expandirse en la UE e internacionalmente; en política internacional persigue las relaciones bilaterales privilegiadas. Es un modelo que parece no estar lejos de lo que se ha llamado “nacionalismo energético” de los consumidores.[34]

Parece que nos encontramos en un círculo vicioso: por una parte, resulta claro que sin una seguridad común no son factibles un mercado interior integrado ni una política energética de la UE. Pero, por otra parte, cabe preguntarse: ¿está madura, política y energéticamente, la UE para desarrollar planteamientos de seguridad energética verdaderamente comunitarios que implican la gestión conjunta de los sistemas energéticos y una política exterior energética común?

La realidad es que la coexistencia, de hecho, de ambos modelos en la Unión está creando grandes tensiones y disfuncionalidades. En este sentido, la situación en la que se encuentran las energías de red respecto al tratamiento de las concentraciones empresariales y a la libre circulación de capitales, de tanta actualidad en España, es motivo de múltiples perplejidades.

Como se ha señalado, para que un mercado funcione en la práctica no basta con la liberalización regulatoria; hace falta además disponer de estructuras empresariales pro-competitivas. Sin embargo, la práctica del derecho de la competencia en la UE y en sus Estados sigue permitiendo la subsistencia (por ejemplo, EdF, GdF, EdP, ENEL, E.ON, RWE, etc.) y el reforzamiento (por ejemplo, E.ON-Ruhrgas) de los cuasi monopolios o campeones nacionales heredados del pasado. Y hay que reiterar con claridad que o una cosa u otra, pero que la competencia es incompatible con la existencia de campeones nacionales en mercados aislados o poco interconectados.

Además, las concentraciones se analizan normalmente desde una visión de la competencia a nivel del mercado relevante, que todavía suele ser nacional, sin tener en cuenta suficientemente las repercusiones de futuro que tales concentraciones puedan tener a nivel europeo.

En este contexto un caso especial es el de la participación pública en las empresas. Es cierto que, en principio, los Tratados no se oponen a ella y su razón de ser me puede parecer comprensible todavía, por razones de seguridad, en mercados aislados nacionales. Pero ¿cuál es la oportunidad de su presencia en otros mercados aislados o en un auténtico mercado interior europeo en el caso en que tengan legalmente la obligación de atender prioritariamente al aprovisionamiento de su mercado nacional? ¿Qué intereses nacionales, y no europeos, habría que defender en un verdadero mercado interior europeo? En este sentido, los países que han querido jugar, de verdad, al mercado interior europeo, lo primero que han hecho es privatizar sus empresas.

Para terminar, es inevitable poner de manifiesto que existe un flagrante desacompasamiento entre la libre circulación de capitales, y con ella de campeones nacionales (privados y públicos intocables), y la escasa circulación de la energía. En la circulación de capitales si hay competencia, pero parece que sea más bien por disputarse el poder de mercado. Todo ello da lugar a tensiones en los planteamientos sobre mercados y seguridad, particularmente en sistemas nacionales aislados. ¿No sería aconsejable que se regularan los principios de libre circulación de capitales para acomodarlos a la circulación real de la energía?

Ciertamente, los Tratados permiten poner condiciones a las concentraciones y a la libre circulación de capitales por razones de seguridad pública. El problema estriba en que el ámbito de la seguridad pública, y energética en particular, no está apenas regulado, por su gran dimensión política, y porque, por su propia naturaleza, la seguridad no es fácil de regular con cierta concreción. En esta tesitura, las consecuencias lógicas son que la Comisión Europea, a través de sus servicios de competencia, y normalmente sin la participación de los servicios energéticos, adopta, en principio, una postura de rechazo a las excepciones nacionales por motivos de seguridad energética. Queda únicamente, como regulación positiva y efectiva la escasa jurisprudencia existente del Tribunal de Justicia de la UE, al que, ante esta situación, pienso, quizá habría que recurrir con mayor frecuencia.

En conclusión, la coexistencia, de hecho, de los dos modelos energéticos, “liberal” y “nacionalista”, imposibilita, por ahora, que la UE se dote de una política de seguridad y de una política global energética comunes, con un reflejo específico en los Tratados. El Tratado de Lisboa permitirá legislar sobre energía en la UE, pero mantiene la exclusividad de competencias de los Estados sobre el mix, lo que hará los planteamientos difícilmente operativos. Además, es evidente que los principios que rigen la competencia y la libre circulación de capitales precisan una adaptación para aplicarse a los sectores energéticos de red.

Cabe preguntarse, además, si no nos dirigimos, en lugar de hacia un mercado interior y una política energética europea, de forma más o menos inexorable, a una vía intermedia, de hechos consumados, promovida por algunos de los mayores países europeos, consistente en la creación de un oligopolio de campeones nacionales y europeos, con una base geográfica, en un régimen de competencia muy restringido, con una prevalencia, en la práctica, de algunos intereses nacionales sobre los europeos.

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