Ante el federalismo de Zapatero

Por Andrés de la Oliva Santos, catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Complutense (ABC, 07/10/05):

Es un tópico consolidado que aquí, en España, se están reestrenando el posfranquismo inmediato, la Transición y el proceso constituyente, como si estuviésemos de nuevo a finales de 1975. Eso sucede, sin duda, porque a algunos, con poder, no les gusta el resultado de ese trozo de historia española. Y es probable que, además, deseen, incluso inconscientemente, tener un protagonismo histórico distinto de hacer avanzar día a día un país ya constituido. Este fenómeno de «remake» desconcierta y desagrada a bastantes, que no le ven sentido ni lo consideran positivo. Así las cosas, surge otro tópico: el presidente del Gobierno no sabe adónde va. Pienso que, al contrario, lo que hace y lo que se propone Zapatero es algo «de libro». Ocurre, eso sí, que ese «libro», que estaba descatalogado, no se reeditó antes de las últimas elecciones generales. Pero el señor Zapatero en absoluto carece de sustrato intelectual (en concreto, ideológico) y, por supuesto, dispone de un «libro» y hasta de un «mapa», si bien a escala 1/5.000.000 y no actualizado.

Talantes y posibilismo aparte, Zapatero es un federalista y un socialista radical «de libro», incardinado políticamente (a sabiendas o no, da igual) en un determinado sector de los protagonistas de la II República. Por eso tanteó en serio una reforma directa de la Constitución española de 1978. Por eso, más que por ser rehén de Esquerra Republicana para conservar el poder, sintoniza con Esquerra Republicana, lo mismo que con el PNV. Por eso entiende a ETA como un problema sustancial y primordialmente político.

Algunos episodios menores, en vez de casualidades debidas a errores de cartelería o de un florista israelí, quizá sean más bien indicios de todo esto. La Marcha Real, himno oficial de España, ha sido olvidada en actos de los que era responsable el Gobierno de Zapatero. Y la bandera constitucional de España, roja y gualda, ha estado ausente en actos semejantes. La pasada Conferencia de Presidentes de comunidades autónomas, también inicialmente sin esa bandera, parecía destinada a escenificar la España federal, mucho más que a resolver el problema de la sanidad. Y la «prueba del nueve» es el «nou Estatut» de Cataluña, con diversos complementos, como el de los Consejos autonómicos del Poder Judicial y los «Jueces de proximidad». Si Zapatero prometió antes de las elecciones que el Estatut se aprobaría en Madrid tal como viniese de Cataluña, no fue por atolondramiento, sino por convicción.

Lo que llevo escrito es una descripción, opinable, desde luego, pero una descripción, no una diatriba. Bastantes claman, muy escandalizados, ante hechos y dichos de Zapatero. No veo ninguna razón para malgastar energías en escandaleras. Lo que se necesita y cabe exigir es que Zapatero explique su federalismo y admita que sus ideas y las de otros se analicen y se debatan a fondo. El asunto es de tal naturaleza e importancia que no se debe despachar sin ese debate, con golpes de mano a base de decisiones concretas, aunque estén provistas de legalidad formal. La situación política va a obligar Zapatero a explicarse, a falta de un voluntario ejercicio suyo de claridad expositiva.

Dejaré ahora a un lado las clamorosas contradicciones entre lo que dice el Estatut (por cierto, un texto de muy baja calidad literaria y técnico-jurídica) y lo que dispone la Constitución española de 1978. Ante el federalismo de Zapatero y parte de su Gobierno, mi sentimiento es de extrema curiosidad, de enorme asombro. Porque lo que viene pretendiendo el actual presidente del Gobierno de España no sólo no les gusta a más de la mitad de los españoles (por encima de proclividades electorales, me atrevo a este cálculo a ojo de buen cubero), sino que choca con muchas realidades inmodificables y, por tanto, resulta muy difícil de lograr. Por otra parte, no le veo ventajas para el común de los ciudadanos, sino todo lo contrario.

Una España federal sin reforma clara y directa de la Constitución es un imposible jurídico y algo políticamente posible sólo a base de retorcer el Derecho y abandonar el Estado de Derecho, con inmediata defunción del Tribunal Constitucional, de la seguridad jurídica y, en fin, de la más elemental eficiencia económica y social. Pero, además, un plan de reconversión de España al federalismo es al menos tan difícil y costoso como les está resultando a las mejores cabezas de la República Federal de Alemania idear y realizar una superación de su colapso.

Cierto es que la RFA y España son países diferentes con Constituciones diferentes, pero las lecciones alemanas se deben conocer y aprender aquí. Nuestros políticos y, sobre todo, nuestros federalistas deberían leer con detenimiento y reflexión el reciente libro de Thomas Darnstädt, «La trampa del consenso» (ed. Trotta).

El «consenso» al que Darnstädt se refiere no es ese inteligente y magnánimo juego de cesiones y concesiones que se necesita, por ejemplo, para aprobar y ejecutar un plan de tránsito de un régimen político a otro distinto, con paz y progreso simultáneos. El «consenso» que empapa la languideciente vida de la RFA es el chalaneo sistemático de los más diversos entes (federales y regionales) y grupos de intereses privados, chalaneo sustitutivo del funcionamiento de mecanismos de decisión eficaz y de efectiva responsabilidad, provistos de clara legitimidad democrática. Ese «consenso» bloquea toda verdadera reforma e impide la solución de los problemas diarios, que no paran de agravarse. Por eso Darnstädt lo define como «una forma carísima de organizar la irresponsabilidad».

Algunas frases, que Darnstädt reproduce, dan buena idea del embrollo federalista alemán: «Lo que efectivamente se llega a hacer, no lo ha deseado nadie. De lo que ocurre, no se quiere responsabilizar nadie» (Fritz Scharpf); los partidos están «obsesos de poder y olvidados del poder» (Richard von Weizsäcker); «el Municipio no se hace responsable del mal estado de las carreteras» (cartel del Ayuntamiento de Stechlin, Brandenburgo). «Dos sistemas de decisión diferentes se entrelazan y bloquean mutuamente».

Por otra parte, un nuevo Estado federal, se busque conforme a un programa o se improvise sobre la marcha, no debería construirse en España sin íntima relación con el futuro de la Unión Europea. Y el «mapa» de Zapatero se acaba en los Pirineos. Ni el «mapa» ni el «libro» del presidente del Gobierno nos dicen nada sobre nuestro futuro en la futura Europa. Es posible que Zapatero tenga alguna idea al respecto, pero, desde luego, no ha trascendido. Así las cosas, no es de extrañar la extendida sensación de que la España federal de Zapatero no tiene asignada ninguna concreta proyección europea ni mundial, como si a nuestro país no pudiera corresponderle otra cosa que «estar a las resultas», lo mismo que un acreedor menor y común en el reflotamiento de una empresa en crisis.

Esta postura, aparte de no entusiasmar ni ilusionar a nadie, no es conforme a nuestra realidad colectiva -ni en lo económico ni en lo social somos como un acreedor pequeño y común- y hace peligrar, de aquí a poco tiempo, lo más elemental del bienestar de todos y cada uno (millonarios a salvo, claro).