Después del desastre sufrido por Pedro Sánchez en los comicios autonómicos y locales, absurdamente convertidos por él en un plebiscito sobre su persona, el presidente decidió convocar elecciones anticipadas “de acuerdo con mi conciencia”. Ignoro qué significado atribuye a este último vocablo, uno de los más discutidos en la historia de la filosofía y en los debates teológicos. El vulgo y muchos intelectuales tienden a identificarlo como el discernimiento moral entre el bien y el mal. Yo me inclino por la definición publicada hace tres siglos por el primer diccionario de nuestra lengua, llamado de Autoridades. “Conciencia: ciencia de sí mismo”. Y tan socrático enunciado no responde desde luego a la práctica de Sánchez, que tiene un desorbitado aprecio de su propia persona, lo que reiteradamente le impide el ejercicio de la autocrítica y el reconocimiento de sus errores.
Explicó además que el anticipo de los comicios se debe a que “ningún líder puede mirar para otro lado cuando los suyos sufren un castigo tan inmerecido e intenso”. Pero el castigo le fue infligido principalmente a él mismo, y podemos dar por descontado que muchos sufragios no se emitieron tanto en favor de los vencedores como animados por el proyecto de “derogación del sanchismo”. Este es un método clientelar y nepotista a la hora de ejercer la acción política. Premia a los obedientes, fulmina a los críticos y desprecia las instituciones, a las que utiliza y corrompe en beneficio propio. Un modo de hacer que desdice del comportamiento del PSOE, un partido admirable por su contribución al establecimiento de la democracia y a la modernización de nuestro país durante los años de la Transición.
El Gobierno saliente, como cualquier otro, ha hecho algunas cosas bien y un par de ellas garrafalmente mal. Entre sus aciertos figura la política social, a cargo de la todavía vicepresidenta segunda, valorada en los sondeos como la mejor integrante del Gobierno durante toda la legislatura. Entre sus desastres, hay que anotar la encomienda de las políticas de igualdad a un par de jóvenes iletradas y chillonas, que han fragmentado el movimiento feminista en perjuicio del mismo. Y una política exterior caótica y secreta, descrédito de nuestra diplomacia. Pero el principal motivo de su derrota en las urnas reside en su activa contribución al enfrentamiento entre los ciudadanos. Sería absurdo suponer que esta polarización política que amenaza, no solo en nuestro país, con destruir el sistema representativo se debe únicamente al atribulado ejercicio del poder que el actual PSOE viene practicando. Pero no cabe la menor duda de que el oportunismo que le caracteriza ha minado las bases de la convivencia y debilitado la estabilidad del Estado de derecho.
Desde el principio de su mandato, Sánchez viene argumentando que la mayoría de sus errores se deben a las gigantescas dificultades que ha tenido que enfrentar: una pandemia, la erupción de un volcán y la guerra de Ucrania. Ese lamento recuerda al de su predecesor en el cargo, acostumbrado a explicar que “gobernar es muy difícil”. En cualquier caso, ambos personajes pusieron manos a esa tarea por su propia ambición, pues nadie les obligaba a ello. En honor a sus quejidos hay que decir que desde la crisis financiera de 2008 se ha abierto una nueva etapa en la ordenación del mundo que coincide con la expansión de la civilización digital. Enfrentarse a semejantes crisis exige unas cualidades de liderazgo cada día menos visibles en los políticos profesionales. Lo lamentable de nuestro caso es que lejos de buscar el pacto y el consenso en circunstancias tan arduas, el gabinete del doctor Frankenstein ha fomentado el enfrentamiento, debilitado el diálogo, y sucumbido a la manipulación y la mentira, siempre presentes en la acción política pero no hasta los extremos que recientemente hemos vivido. Este Gobierno se ha hinchado a calificar de fascista a la oposición, de especuladores a los empresarios y de enredadores a los periodistas. Basado en la nada democrática convicción de que el fin justifica los medios, Sánchez ha basado toda su estrategia en la elaboración del relato y la falsificación de los hechos. No hubo expertos que valoraran y justificaran las acciones contra la pandemia. No ha habido debates parlamentarios que analizaran nuestra política exterior y el entusiasmo armamentístico de nuestros gobernantes. Ni rectificación en la manipulación de los sondeos electorales. Ni vergüenza alguna en la invasión de las instituciones y la ocupación de las empresas públicas. O sonrojo en las multimillonarias promesas económicas a todo tipo de colectivos sociales para tratar de inducir su voto. Olvidando quizá que la gran mayoría de los mortales, aun siendo partidarios del bien común, priorizan la consecución de sus metas privadas. Por último, en nombre del progresismo el PSOE se ha aliado para garantizarse el empleo con las fuerzas más reaccionarias de la historia: nacionalismos lingüísticos y residuos del autodenominado socialismo real. Ambas corrientes de pensamiento (por llamarlas de alguna manera) son responsables de las guerras que asolaron Europa, y de la ruina y ausencia de libertad de muchos de sus países.
Los discursos electorales sugieren el imaginario de que nos encontramos ante una pelea entre las fuerzas del bien y del mal, del progreso y la reacción. La facundia y el empacho ideológico impiden comprender que el crecimiento de la extrema derecha, en España como fuera de ella, es consecuencia en parte de la arrogancia moral de la izquierda que se considera a sí misma, sin demasiado rigor histórico, heraldo del futuro. Hasta el punto de apropiarse de la paternidad del Estado del bienestar, cuando el modelo social europeo es fruto del consenso entre socialdemócratas y democratacristianos, y de la colaboración público-privada en la economía. En cuanto al progreso mismo se basa en nuestros días en la innovación y es un abuso suponer que los partidos o los individuos conservadores, incluso los reaccionarios, no innovan.
Aunque la mayoría de los comentaristas auguran un irremediable fin de etapa en la política española, no es del todo evidente que se vaya a producir. Pero paradójicamente, si continuara el sanchismo su supervivencia amenaza sobre todo al futuro del socialismo democrático. El actual panorama político es el detritus del destrozo generado por la crisis financiera de la que los dos partidos centrales salieron escarmentados con la aparición de nuevas y poderosas formaciones hoy en periodo de extinción. Para sobrevivir en el poder Pedro Sánchez no dudó en aliarse incluso con quienes se han mostrado repetidas veces partidarios de la violencia como un escenario más de la acción política en las democracias. Por otra parte está por ver si el espacio que pretende ocupar Sumar no es tanto el del hoy derrotado activismo de Podemos como el de los desencantados del antiguo partido dominante en la izquierda. En Madrid, de momento, ya lo han conseguido y el perfil negociador de Yolanda Díaz, heredera de la mejor tradición sindical, la pueden convertir a futuro no solo en socia preferente sino incluso en eventual competidora del poder del PSOE. El paso de este a la oposición podría facilitar su retorno a la centralidad, a ser indispensable en las políticas de consenso, a su abandono del clientelismo y el alejamiento de la cultura narcisista de su jefe. De modo que la impostada resistencia de los actuales ministros, acogidos asistencialmente en las listas electorales en previsión de un inevitable fracaso, no germinara en nuevas fanfarronadas sobre su gestión como las que tanto daño les han venido haciendo.
El conservadurismo liberal puede incitar el progreso en la medida en que no se deje arrastrar por las ensoñaciones patrióticas del nacionalismo y ejemplifique su lealtad a la democracia. Y la socialdemocracia aprovechar la lección de las urnas para recuperar su aspiración de ser la casa común de la izquierda, acogiendo a la disidencia y repudiando a los okupas.
Sánchez debe asumir que todo buen examen de conciencia desemboca en la necesidad de cumplir la penitencia.
Juan Luis Cebrián