El digital síndrome de Diógenes

«La información está toda en internet»; con esta simpleza y poco antes de concluir su breve mandato se despachó Manuel Castells desde el trono del Ministerio de Universidades. La enésima carga contra el menor de nuestros problemas –la 'memorística'; ya saben: lo de los reyes godos— se apoyaba en un bobo chascarrillo que engloba casi todas las confusiones posibles sobre el aprendizaje, la información y el conocimiento. Sí, internet está hasta arriba de informaciones (verdaderas y falsas, ya que estamos). No, quien carece de conocimientos no sabe dónde buscar o a qué atenerse. De ningún modo aprender es recolectar informaciones, sino comprender, para lo cual la red de redes por sí sola apenas sirve, y en demasiadas ocasiones es incluso un estorbo.

La idea de que internet es una suerte de 'biblioteca de Alejandría' es tan casposa que ya se la desayunaba uno hace treinta años. Lo es solo en teoría, y en contadísimas ocasiones en la práctica. Hace falta estar muy ciego o esconder pingües intereses para seguir repitiendo esa mezquina mentira, que nos aleja de una imprescindible consideración crítica de la tecnología. Internet es una inmensa ciudad donde hay de todo: bibliotecas, sí, unas pocas, pero más que nada luces de neón, pegajosos papeles atrapamoscas ('sticky' es el término técnico marketiniano para esa cualidad que explotan los vídeos de gatitos en YouTube y los 'reels' de Instagram). Además de empresas, artistas y profesionales honestos, hay en internet abusadores, demagogos y descuideros.

El digital síndrome de Diógenes
Carbajo & Rojo

Pero lo que más hay en internet es basura. Pero no basura como en las ciudades físicas y civilizadas, depositada en su sitio y clasificada como Dios manda, sino basura desparramada por todas partes, como en los lugares más pobres del mundo; uno sabe que lo son por cómo la mugre se fusiona con el paisaje. La antropóloga Mary Douglas dice que la suciedad es «materia fuera de lugar»; es una definición brillante que debería llevarnos a pensar cuántas suciedades nos circundan, y con cuánta ligereza culposa dejamos a los menores circular entre cascotes, desperdicios y hasta jeringuillas usadas. Las tabletas, los teléfonos 'inteligentes' (¿en serio?), el resto de los dispositivos móviles: creemos que tenemos a los hijos en casa a salvo en sus cuartos o que nos acompañan en el restaurante, pero ellos andan por descampados, esquivando cloacas o cayendo por sumideros.

Hay mucha, demasiada gente encantada con este estado de cosas, un mal que daña más a los inmaduros, pero del que desde luego no nos libramos los adultos. Hiperestimulados, estamos viviendo una verdadera pandemia de síndromes de Diógenes. «El síndrome de Diógenes –nos cuenta la Wikipedia– es un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos». Acumulamos información y visionados bajo la ilusión de que son 'saber' y 'experiencias', pero es solo entretenimiento, y casi siempre vulgar y digno de acabar enseguida en un basurero.

¿A qué responde el síndrome de Diógenes? Creo que a dos necesidades principales, que en realidad son la misma: protección y compañía. La persona enferma de este mal acumula desechos para levantar barricadas con las que protegerse del mundo, y también porque está tan sola que esas cosas que acumula las emplea –infructuosamente– para sentirse acompañada. Es, en definitiva, una respuesta patológica a la percepción de un mundo hostil y de un insondable vacío. Y en eso estamos, eso están creando TikTok y el resto: una hiperconexión que arrastra una hipovinculación, un simulacro de cercanía que nos aleja de la profundidad y el prójimo, negándonos el calor verdadero.

¿Qué hay de ansiolítico en la basura, además de lo dicho? Fundamentalmente, que desarbola el desafío de lo bello. La belleza es tan gozosa para el alma en paz como dolorosa para la estropeada. ¿Qué es el gran arte, sino una conciencia que le habla a otra conciencia a través de la distancia y el tiempo? La belleza nos saca de nosotros mismos, y por lo tanto solo es posible si practicamos la soledad buscada, que expande, y nos alejamos de la soledad indeseada, que corroe. El arte y la trascendencia elevan tanto al alma bien dispuesta como acogotan a la malamente pertrechada.

«Solo ha cambiado el formato, estamos en lo de siempre», dicen algunos. Ni hablar. Hay gente que hasta se entretiene en pasarte un recorte (¿será auténtico?) de cómo se quejaban a finales del XIX del efecto de los periódicos en la cognición humana, como si tuviese algo que ver, en términos atencionales, un desafío con el otro. «No es internet en vez de libros, conversaciones, música concentrada o teatro, sino además de», también se escucha; otra mentira, porque se desplaza sin duda la verdadera cultura. No es un cambio de 'soportes' lo que vivimos, sino el desplazamiento de algunos muy buenos en favor de otros peores, la expulsión de la profundidad nutritiva en favor de la superficialidad que enriquece a unos pocos.

Sabemos por experimentos contrastados que la dificultad para separar lo trivial de lo importante nos cansa, y en consecuencia nos desanima para añadir verdad a nuestros juicios. Ocurre además que la ignorancia se retroalimenta. Las redes sociales han sido concienzudamente diseñadas para que lo trivial, indignante y estúpido abunde, porque no se trata de mejorar el mundo, sino de conseguir muchas microinteracciones que pueda monetizar el intermediario de turno. En un reciente viaje en tren, el chico que se sentaba a mi lado visionó no menos de mil vídeos breves –que rara vez dejaba terminar– en poco más de dos horas. Solo un iluso puede creer que eso no tiene efectos sobre su entendimiento, su sensibilidad, su espíritu. Como dice Stefan Zweig en 'La piedad peligrosa' por boca de uno de sus personajes, «la velocidad ejerce sobre la moral, así como sobre lo físico, un efecto a la vez embriagador y aturdidor». Pero no lo combatimos, porque nos han dicho que eso es 'progreso'.

Entre los síntomas de este «trastorno de la acumulación» que es el síndrome de Diógenes están una pobre higiene (mental, en nuestro caso), desconfianza hacia la comunidad, paranoia o sospecha continua, hostilidad, indiferencia (política, por ejemplo), ansiedad social y una concepción distorsionada de la realidad. ¿Le suena en algún amigo o alguna hija, tal vez en usted mismo? Ahí o a las puertas de ahí estamos casi todos. ¿Y cómo se cura este síndrome? Cuidándonos entre nosotros, por supuesto. Es decir: necesitamos juntarnos y conversar para salir de ese marasmo. Solo mirando en derredor y redescubriendo a nuestro prójimo podremos dejar de dar vueltas como zombis desahuciados por el vertedero.

David Cerdá es escritor.

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