Elogio del mérito

Cuando Karl Jaspers le reprochó a su amigo Martin Heidegger sus devaneos con el nazismo y que justificase que un hombre tan poco preparado como Hitler pudiera gobernar Alemania, el filósofo más reputado del lugar le contestó sin inmutarse: «La cultura no importa, mira sus maravillosas manos». Con esta cínica respuesta, Heidegger puso el dedo en la llaga de los regímenes representativos y redujo a cenizas el papel que en ellos juega la racionalidad. La preparación no cuenta cuando la mera suma de las voluntades o el cómputo de votos constituyen la categoría esencial de la democracia.

La quiebra del parlamentarismo durante el primer tercio del siglo XX está estrechamente relacionada, por mucho que se ignore, con la extensión del sufragio y el advenimiento de la democracia de masas. La política empezó a girar, más que en ningún otro momento, en torno al arte de la persuasión. Los argumentos perdieron su sentido frente al omnímodo poder de la propaganda. Desde entonces, no es necesario que los ciudadanos adquieran conciencia crítica sobre los asuntos políticos, basta con que manifiesten su opinión. Más aún, la democracia ha generado su propia propaganda. Y si, como argumenta Francisco Ayala, toda propaganda está basada en la falsedad -pues aunque tenga como base una verdad, su finalidad es ajena a ella, ya que consiste en privar al individuo de su propia conciencia, parcelando la realidad y eliminando sus matices-, la propaganda democrática también es falaz.

Pero vayamos por partes. Puesto que la igualdad política se sustenta en el sufragio universal, que, además, es la garantía primigenia de las aspiraciones a la igualdad social, no cabe discusión sobre su necesidad para consagrar un régimen de libertades. Del mismo modo que nadie osa poner en duda que la regla de la mayoría es un instrumento muy útil para tomar decisiones. Pero no todas las decisiones. Quienes vacían de significado la palabra al utilizarla como arma arrojadiza no pueden escudarse con tanta facilidad en el método, porque corren el riesgo de abandonar los principios y caer en el relativismo: lo moral viene determinado por lo numeroso.

Bien es cierto que la participación es un requisito democrático, pero no el único, y, acaso, no el más importante, si exceptuamos, obviamente, la participación electoral, indispensable para garantizar la legitimidad de los gobiernos. Si el público se desentiende completamente de la política, la democracia deviene en oligarquía porque se evapora el instrumento principal con el que los ciudadanos controlan al poder: las elecciones. Pero también, como acertadamente apunta una corriente próxima al liberalismo, se debe mostrar cierto nivel de condescendencia con la apatía política, dado que, como sabemos, una sociedad altamente movilizada y motivada para la participación tiende a escorarse hacia los extremos y caer en el fanatismo.

En todo caso, lo cierto es que cuando convertimos la regla de la mayoría en cosa sagrada estamos debilitando peligrosamente la política. El gobierno de la mayoría es tan importante en los sistemas representativos como el reparto y el equilibrio de poderes, el establecimiento de mecanismos para su control, el orden, la libertad, el imperio de la ley, el pluralismo informativo y, por qué no, el mérito. Es decir, las elecciones no garantizan por sí mismas el buen gobierno, ni la participación consagra ella sola la democracia. Hay un gran número de instituciones y órganos indispensables para el desarrollo democrático basados en criterios de mérito y capacidad: tribunales de justicia, letrados parlamentarios, consejos de Estado, técnicos de la Administración...

Porque en el fondo de una concepción meramente participativa de la política late la exclusión del mérito y la capacidad como requisitos democráticos. Quienes identifican participación con la mera expresión de una opinión -incluso vinculante- y no la definen como el deber de tomar parte activa en la política tras sortear los tres obstáculos que señala Sartori (la competencia, la racionalidad y el conocimiento), tienen una visión naif de la democracia. Esta percepción obliga, a su vez, a simplificar los asuntos políticos para que todo el mundo pueda pronunciarse sobre ellos. En consecuencia, fomentan la degeneración del régimen y su deriva hacia la demagogia.

Por todo lo dicho, la meritocracia no está reñida con la democracia. Al contrario, contribuye a protegerla por sus flancos más débiles. Incluso se vuelve más exigente con ella, pues apela de manera más estricta y menos superficial a la responsabilidad de los gobernados. En este sentido, un individuo es más competente para decidir, lo hará de manera racional y conocerá acerca del asunto si se ve afectado directamente por las consecuencias de la decisión o la no decisión, si le incumbe. Es decir, participar, en este caso, acarrea un determinado coste e implica sumergirse en la esfera de los intereses reales. Y aquí radica una de las debilidades de extender la participación a los ámbitos de incompetencia de los individuos: opinar es gratuito. Bien se cuidan los familiares de un enfermo de dirigir los movimientos del cirujano o los pasajeros de un avión de tutelar al piloto.

Sin embargo, el reduccionismo que supone someter a juicio público cualquier cuestión de orden político, aunque ésta tenga un carácter eminentemente técnico, se ha extendido en la era de la información televisiva. Gran parte de los análisis parten de la cantidad y no de la calidad (ésta es una característica fundamental de la sociedad de masas: la preeminencia del hombre indiferenciado frente al hombre selecto). Tantos opinan una cosa y tantos la contraria. El número basta como vehículo de aproximación a la verdad.

Muy pocos de nosotros estamos dispuestos a asumir que nuestra voz ha de sonar con menos fuerza que la de otros en según qué materias, lo cual atrofia la democracia como procedimiento. Los medios de comunicación nos interpelan sobre qué líder gana los debates parlamentarios, nuestro grado de conformidad con una sentencia judicial, si aprobamos el tratado bilateral firmado con un país amigo o sobre las razones que explican el cambio climático. Los oportunistas de alto rango nos invitan a pronunciarnos sobre si consideramos que la Alhambra es una de las siete maravillas y los populistas más sofisticados dicen ponerse al servicio de la opinión pública, convenientemente aleccionada con anterioridad. No importa nuestro nivel de información ni de formación al respecto. Basta con disponer de móvil y enviar un SMS, con hacer uso de nuestro derecho a la vulgaridad, con confundirnos entre la multitud.

En definitiva, una democracia que asume que el criterio estadístico importa más que la competencia, que la opinión de todos los ciudadanos sobre todos los temas tiene igual valor y, en consecuencia, que la opinión de la mayoría, sin filtros (la representación política es uno de ellos), por el hecho de serlo, ha de imponerse sobre la de la minoría, camina hacia su autodestrucción. Ni la Historia de un país, ni sus reglas lingüísticas, ni los planes de estudio, ni la adecuación de una norma a la Constitución deben decidirse según el criterio de la mayoría.

Una sociedad que desprecia valores como el esfuerzo, el estudio, la preparación, la disciplina, la ética de la responsabilidad y el respeto a los mayores y a la autoridad, que devalúa la reflexión y presenta los eslóganes como argumentos, acaba desestructurada. Hoy por hoy, y ciñéndonos al ámbito de lo próximo y lo actual, el gran problema de España es, sin duda, la educación. Resulta alarmante no ya el bajo nivel que presenta una parte de nuestros estudiantes, sino su escasa motivación para aceptar la necesidad de cultivarse para formarse como personas y su exasperante tendencia a huir de la responsabilidad y de la reflexión y a abdicar de sus obligaciones. Bien es cierto que muchas veces se fomenta, desde la élite, el adoctrinamiento, tratando de reducir la capacidad crítica del alumnado. Por eso, la asignatura Educación para la Ciudadanía está viciada en su origen. Porque no se puede enseñar democracia desde una perspectiva teológica, esto es, consagrando los conceptos pero sin debatir sobre su contenido, fomentando la devoción más que la razón.

Javier Redondo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

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