Esperanza y cambio, pero no para Irán

Millones de iraníes toman las calles para desafiar a una dictadura teocrática que, entre otras refinadas cualidades, es enemiga declarada de América y de la tolerancia y las libertades que EE UU representa. Los manifestantes están luchando con sus medios, pero aguardan tan sólo una señal de que los americanos estamos de su lado. ¿Y qué escuchan los iraníes por parte del presidente de los Estados Unidos? Silencio. Y después, algo peor. Transcurridos unos cuantos días enteros sin decir nada, el presidente deja clara su política: «diálogo» sostenido con los clericales amos de Irán. Diálogo con un régimen que está rompiendo cráneos, fusilando manifestantes, expulsando periodistas y deteniendo a activistas. Este acercamiento legitima inevitablemente un proceso que comenzó como una farsa -sólo se permite concurrir a cuatro candidatos elegidos a dedo- y finaliza en manipulación abierta.

A continuación, después de considerar a esta auténtica revolución popular como una molestia en el camino de las conversaciones Obama-Jamenei, el presidente americano habla de «cierta reacción inicial del Líder Supremo que indica que comprende que el pueblo iraní tiene verdaderas dudas con las elecciones». Lo cual no puede ser interpretado sino como favorable a Jamenei. ¿Por dónde empezar? ¿«Líder Supremo»? Observemos la repugnante atención con la que el presidente americano confiere esta distinción honorífica a un dictador religioso que, al mismo tiempo que ordena a sus lacayos atacar a los manifestantes, ofrece revisar algunos de los resultados de algunos distritos electorales, un arreglo bastante absurdo que no servirá para alterar lo fraudulento de las elecciones.

Por otra parte, esta revolución incipiente en las calles iraníes ya no tiene que ver con las elecciones. Obama no se entera de nada. Las elecciones proporcionaron el oxígeno político y al mismo tiempo encendieron la chispa del estallido del fervor anti régimen que lleva hirviendo muchos años esperando su momento. Pero la gente no está muriendo en las calles porque quiera un recuento de las papeletas sin contabilizar en el Isfahán suburbano. La gente quiere derrocar a la teocracia tiránica misógina y corrupta que se ha impuesto mediante los esbirros que, porra en mano, atacan hoy a los manifestantes.

Esto comenzó como denuncia de un fraude electoral. Pero como todas las revoluciones, ha ido más allá de sus orígenes. Lo que está en juego ahora es la legitimidad misma de este régimen y también el futuro de todo Oriente Próximo. Esta revolución terminará como un Tiananmen (un Tiananmen caliente con represión masiva y sangrienta o un Tiananmen frío con una mezcla más atinada de brutalidad y asimilación) o como una verdadera revolución que derribe a la República Islámica.

Esto último es improbable pero, por primera vez en 30 años, no es imposible. Imaginemos las repercusiones. Asestaría un golpe de gracia al radicalismo islamista, del que Irán no es hoy solo abanderado y modelo, sino financiero y proveedor de armas. Haría por el islamismo lo que la caída de la Unión Soviética por el comunismo. Esto es, dejar a este movimiento agotado y desacreditado para siempre. En la región, provocaría una segunda primavera. La primera tuvo lugar en 2005, con la expulsión de Siria del Líbano, lasprimeras elecciones en Irak y la pronta liberalización de los estados del Golfo y Egipto, aunque fue abortada por un feroz contraataque de las fuerzas de represión y reacción, encabezadas y financiadas por Irán.

Ahora, con Hizbulá derrotada en las elecciones en el Líbano y con Irak asentando las instituciones de una joven democracia, la caída de la dictadura islamista de Irán tendría un efecto contagioso. La excepción -Irak y el Líbano- se convierte en la norma. La democracia se convierte en la tendencia. Siria queda aislada; Hizbulá y Hamás descabezadas. La trayectoria de la región entera se invierte. Todo está en el aire. El régimen de Jamenei está decidiendo si lleva a cabo otro Tiananmen o no. ¿Y de qué parte se sitúa la Administración Obama? De ninguna. A excepción del deseo de que este «vigoroso intercambio» (en desafortunado eufemismo del secretario de prensa, Robert Gibbs) acerca de las «irregularidades» electorales no entorpezca el diálogo entre Irán y EEUU en materia de armamento nuclear.

Incluso desde la perspectiva del asunto nuclear, el cálculo geopolítico de la Administración resulta absurdo. No existe ni la más remota posibilidad de que tales conversaciones desnuclearicen Irán. El lunes, Ahmadineyad afirmaba una vez más que «el tema nuclear está decidido, para siempre». La única esperanza de una resolución aceptable es el cambio de régimen, lo que -siempre que el régimen sucesor sea tan moderado como el Irán de antes de Jomeini- podría detener el programa, o volverlo no amenazante. Nuestros valores fundamentales exigen que América esté con los manifestantes en contra de un régimen que es la antítesis de todo aquello en lo que creemos. ¿Dónde está nuestro presidente? Temeroso de elegir entre los exportadores del terror o el pueblo que en la calle clama por la libertad. No está mal, viniendo de un presidente que presume de ser el restaurador de la posición moral de América en el mundo.

Charles Krauthammer, columnista de The Washington Post.