«Largo, duro y difícil»

Por Mikel Buesa, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 14/10/06):

SE lo hemos oído reiteradamente y hace unos días ha vuelto a repetirlo con ocasión de esa visita de Tony Blair que se ha pretendido como un respaldo internacional a su política de negociación con ETA. Y así, una vez más, los medios de comunicación han acabado reflejando la sentencia predilecta del presidente Rodríguez Zapatero: «El proceso de paz será un camino largo, duro y difícil». Una sentencia que de tanto reiterarla parece que adquiere algún significado, que tiene algún sentido, que expresa alguna razón, que señala un argumento político. Y, sin embargo, no encierra nada concreto dentro de ella; está vacía de cualquier contenido descriptivo o analítico porque esos conceptos sólo son aprehensibles si se enuncian de forma relativa por comparación con alguna referencia identificable; y suscita inquietantes dudas, preguntas sin respuesta.
Puesto que del final del terrorismo se trata, podemos buscar esa referencia en la experiencia vital de las víctimas de ETA. Largos fueron los cinco años que pasó encerrada en una habitación, sin querer salir, una de las hijas de Alberto López Jaureguízar, asesinado en 1982, según relata su viuda, María Victoria Vidaur, en una de las historias reunidas por Iñaki Arteta en el filme Trece entre mil. Y aún mucho más prolongados acabaron siendo los diecisiete que transcurrieron hasta que llegó aquel mediodía en el que su hijo menor rompió a llorar por la muerte de su padre. Largos han sido también los tres quinquenios que han pasado hasta que a Irene Villa se le ha implantado en sus piernas la prótesis que tal vez le lleve un día a ver cumplido su sueño de observar el mundo desde la altura declinante de un vuelo en paracaídas. ¿Y qué decir del cuarto de siglo que tuvo que cumplirse hasta que los Ulayar pudieron homenajear a Jesús, su padre, asesinado en 1979, tras ese Regreso a Etxarri-Aranatz que tan magníficamente relató Javier Marrodán? Aún más; interminable ha sido el exilio de los que nunca han retornado a la geografía de su infancia, como una de las hijas de Augusto Unceta, voluntariamente alejada de Guernica desde aquel día en el que, coincidiendo con la amnistía de 1977, su padre fue abatido junto a los dos guardias civiles que le escoltaban.
Larga, insoportablemente prolongada, inacabable es la permanente ausencia de los que vieron cómo su vida era arrebatada en razón de las inaceptables motivaciones políticas esgrimidas por ETA. ¿Será también así esa paz que promete el presidente del Gobierno? ¿Nos conducirá el proceso de paz a ver para siempre insatisfecha la aspiración de justicia que, como víctimas del terrorismo, abrigamos?
Dura ha sido y es todavía la espera de aquellos que nunca han sabido quiénes fueron los terroristas que asesinaron a sus allegados. Uno de cada diez de los crímenes cometidos por ETA carece de autor conocido, tal como ha señalado recientemente la Fundación Víctimas del Terrorismo. En esos casos no ha habido causa judicial ni condena; tampoco ha existido para los familiares el consuelo de saber detenido al causante de su desdicha. Y más duro aún ha sido, para algunos de ellos, observar que, por causa del perdón gubernamental a terroristas, se cesara en la investigación de los casos abiertos y se olvidaran por completo los archivados provisionalmente, tal como señalaron en una carta publicada por ABC no hace mucho Ángel Altuna y José Ignacio Ustarán que, desde 1980, esperan saber algún día el nombre de los militantes de ETA político-militar que mataron a sus respectivos padres. Duro ha sido también ver cómo algunos asesinos jamás han cumplido con las penas a las que fueron condenados. Nos lo dijo Javier Ibarra en un memorable artículo en el que evocaba la amnistía de 1977: «aunque Adolfo Suárez nos envió un gran ramo de rosas rojas para que las colocásemos sobre el panteón familiar de Derio, aquella decisión me supo a recompensa del mal». ¿Y qué decir cuando esos criminales han gozado del privilegio de ser considerados refugiados políticos en Francia y se han instalado cerca de sus víctimas para vivir la apacible vida del que ya ha dado lo suyo por la Euskal Herría subyugada? Tal ha sido el caso de Cristina y de Irene Cuesta que, casi un cuarto de siglo después del irreparado crimen en el que se le arrebató la vida a su padre, aún esperan pacientes la acción de los tribunales. Dura es, en fin, la existencia de tantas víctimas de ETA que, día tras día, año tras año, soportan la incomprensión, la injusticia, las heridas del cuerpo y del alma, las interminables terapias o la sorpresiva irrupción de la congoja, cuando menos se piensa, cuando parecía que el duelo había llegado a su fin.
El presidente del Gobierno, al evocar la dureza, ¿sugiere tal vez que el sufrimiento de las víctimas va a ser aún mayor que el que ya ha tenido lugar?, ¿que la paz que se pretende será todavía más severa con nosotros?, ¿que el proceso emprendido conducirá inevitablemente a la crueldad de un olvido intolerable?
Difícil es reconocer la verdad porque muchas veces, como en cierta ocasión apuntó Henri Poincaré, «el engaño es más consolador». Soy un hombre herido que, aunque de soslayo, ha sido testigo del mal y ha llegado a saber que, para su propio provecho, cualquier ser humano puede ser capaz de resolver acerca de la muerte de otro. Más aún, sé a ciencia cierta que esa decisión tan tremenda se ha tomado muchas veces por razones políticas, porque el crimen puede proporcionar ventajas en la lucha por el poder. Por ejemplo, los que mataron a mi hermano señalaron que lo hacían «por su responsabilidad directa en el conflicto vasco que existe en Euskal Herría», según dijeron ante un tribunal de la Audiencia Nacional antes de exclamar «¡gora Euskadi Ta Askatasuna!». Para mí, como para otras muchas víctimas del terrorismo, es arduo vivir con ese conocimiento porque hemos perdido la confianza en los otros y nos avergüenza compartir con los asesinos una misma naturaleza humana. Es difícil vivir así y, a la vez, mantener la fe en los valores esenciales de la democracia; es difícil decirles a nuestros hijos que no renuncien nunca a la libertad, la igualdad y la justicia; es difícil confiar en las instituciones cuando, como ahora ocurre, éstas se muestran condescendientes con quienes nos causaron tanto daño y el sentimiento de venganza, que creíamos arrumbado, asoma por las grietas que presagian la injusticia.
Surgen así más dudas acerca de las palabras de Rodríguez Zapatero. ¿Hará la paz que éste negocia con ETA aún más penosa nuestra existencia? ¿Nos conducirá a un definitivo descreimiento en la capacidad de la sociedad democrática para vencer el terrorismo? Largo, duro y difícil. Cuando trato de averiguar el verdadero significado de esta formulación tan ambigua no puedo por menos que evocar el poema de Heine: «No dejamos de preguntarnos una y otra vez, hasta que un puñado de tierra nos calla la boca ... Pero ¿es eso una respuesta?»