Una de las cualidades que se esperan del ciudadano de un Estado que se defina como Estado constitucional, democrático y social de derecho es la capacidad para diferenciar preguntas sobre un mismo tema y para valorar la índole diversa de sus propias respuestas posibles. Por poner un ejemplo muy simple, usted puede ser fervoroso seguidor de determinado equipo de fútbol y cuanto le preguntan cuál es el equipo de sus amores, responder que es ése; pero tal adscripción futbolística y afectiva no debe obnubilar su juicio sobre qué equipo ha merecido este año ganar la Liga, qué aplicación deben hacer los árbitros del reglamento del fútbol o si vale todo, corrupción incluida, para que a su club le vaya mejor que a los rivales. Una persona moralmente adulta no piensa que son las preferencias suyas las que determinan la respuesta a cualesquiera asuntos: económicos, políticos, sociales, morales, jurídicos… Una persona ecuánime no aplica la ley del embudo.
Si a mí me preguntan si estoy a favor o en contra de que se aplique una amnistía a quienes fueron responsables del intento de golpe de Estado en Cataluña, mi respuesta es que estoy muy en contra. Si se me pide que reflexione sobre los porqués de esa postura mía, es posible que tenga que asumir lo mucho de visceralidad y de carga emotiva o pasional que pueda haber en mi opción. Pero si el grado de mi desarrollo moral me mantiene mentalmente en la infancia o primera adolescencia, pese a mis décadas y mis canas, daré por obvio que lo que pensemos los de mi tribu y yo tiene que ser lo correcto sin lugar a dudas, porque para eso somos los más racionales y los más leídos.
Quien es o se quiere ciudadano de ley e individuo mentalmente formado, posee recursos para sustraerse a esa parte primitiva y narcisista de sus juicios, a la contaminación de sus opiniones por sus preferencias y de sus análisis por el elemental placer de rozarse con la grey dentro de las angostas paredes del corral. Basta, para empezar, abstraer un poco los elementos del problema y cambiar detalles y circunstancias, manteniendo las esencias del dilema. Por ejemplo, si de fútbol seguimos hablando, tendremos que preguntarnos si nos parecería o no penalti esa jugada en caso de que el defensa que hizo la entrada en el área fuera de otro equipo y no del nuestro.
El que no ve más que a su equipo y desde lo que a su equipo sirve y conviene juzga de cuanto tema se plantee, en verdad no es interlocutor para la genuina conversación futbolística. Para el fanático, el alienado o el pueril, en verdad no hay fútbol, sino dialéctica amigo-enemigo aplicada con el mismo celo que el animal que está en celo y con las mismas mañas del que prefiere gritar mientras todos hablan.
¿Y qué decimos del periodista deportivo, si escribe con idéntica parcialidad y no le importa contribuir a que el noble sentido del deporte sea reemplazado por el ejercicio irracional de las más bajas pasiones y a que los campos de deporte se conviertan en las arenas de un circo donde el espectáculo mayor lo brinda la vesania de los propios espectadores? Si así razona y escribe ese periodista porque él es así y no le da el magín para más, mal asunto y triste papel el del medio que lo tenga en nómina; pero si es consciente de su degradada función y lo hace porque vende su alma al diablo o al empresario, peor todavía, y en tal caso acabaremos viendo a ciertos medios anunciarse con neones chirriantes en carreteras de extrarradio.
Ahora vamos con la amnistía. Si a unos y otros nos quedaran elementos de una moral elaborada y lealtad a las reglas del juego constitucional, deberíamos comenzar por idear situaciones hipotéticas estructuralmente iguales a las que hoy se viven, pero con otros protagonistas. Por ejemplo, podríamos pensar en qué pasaría si hace pocos años hubiera habido una asonada de extrema derecha que quería terminar con el sistema constitucional o con el régimen de las autonomías o que reivindicara la confesionalidad del Estado o de una parte de su territorio y si para sus delitos solicitaran ahora amnistía plena y con todas sus consecuencias, aprovechando que el PP necesita sus votos para formar gobierno y que el líder del PP y el partido entero están dispuestos a tal concesión a cambio de la investidura.
Empeño mi palabra de que también de esa amnistía discreparía por completo. Las dos son indecentes y lo son por lo mismo, aunque no sean para los mismos. Medida tan excepcional y extrema no puede ponerse nunca al servicio de intereses puramente personales ni partidistas, ni de tirios ni de troyanos. Pero me temo que escaso propósito de universalización hay en muchos colegas míos que hoy echan pestes porque Rubiales besó grosera y estúpidamente a una futbolista, pero sobre la amnistía con la que ahora se trafica callan y otorgan, cuando no escriben y conceden.
Uno puede soñar con tener una piscina en su azotea, pero si construirla ahí implica que los cimientos no resistirán y que todo el edificio habrá de hundirse, serán frívolos y etimológicamente idiotas los que a pesar de todo la instalen y quién sabe si hasta dicen luego que la culpa fue del que en su día hizo la casa. Similarmente, una amnistía que los de un grupo cualquiera aceptan aplicar para beneficio de los que contra todos atentaron y por la única razón de que conviene también a los que la otorgan, supone destruir el edificio constitucional común, derribar las reglas del juego y asumir que la suprema fuente del Derecho, y hasta de la moral, es la voluntad del líder, unida a su personal y muy egoísta interés.
Llevamos años y años glosando el consenso, alabando el diálogo y abrillantando lo deliberativo de la democracia y al final resultó que nos pueden las pulsiones tribales o nos excita más que nada el verbo tronante de cualquier iletrado líder de pacotilla. Como fenómeno social es preocupante, una vez más; como estado de la Academia y de la dizque intelectualidad es revelación de la mentira en la que vivíamos y de lo muy superestructural de tanta teoría ética y tanto cuento que nos hemos gastado. Nos imaginábamos debatiendo en la 'habermasiana' comunidad ideal de habla o en la 'rawlsiana' posición originaria y resultó que sólo estábamos pendientes de que llegara algún cabo furriel con pocas luces y nos gritara las órdenes oportunas para demostrarnos lo que somos y lo que valemos. Nos está haciendo falta un nuevo Chaplin.
Juan Antonio García Amado es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León.