Vaciado total

La fragmentación del mapa político va a dar lugar no sólo a complejas mayorías de gobierno, sino que, además, la heterogeneidad del puzle electoral obligará a fórmulas muy diversas según el ámbito institucional de que se trate. Así lo señalan tanto el avance que representa el escrutinio andaluz como las encuestas que se vienen manejando. A no ser que las formaciones representativas opten por mantenerse en el pulso interminable del desgobierno, provocando la parálisis institucional y conduciendo a la celebración de elecciones de desquite en el 2016 o en el 2017, los partidos están condenados a entenderse. Sin embargo, cuanto más evidente resulta que eso tendrá que ser así, más parecen denostar la coincidencia en sus mensajes electorales. Cuanto más se oye hablar de una nueva política, más asoman sus viejos usos.

La alternancia de ida y vuelta entre el final del felipismo, los gobiernos de Aznar, los dos mandatos de Rodríguez Zapatero y el triunfo de Rajoy han ofrecido capítulos verdaderamente descarnados de la confrontación partidaria. Episodios en los que el bipartidismo adquiría todas las connotaciones de una pugna implacable por acabar con el adversario principal, especialmente en la actitud de los populares respecto a los socialistas. Baste recordar la teoría de la conspiración en torno al 11-M o las interminables escaramuzas sobre la crisis y la austeridad dentro y fuera del Parlamento. Las sombras del rescate país propiciaron recomendaciones para ese otro rescate que hubiese sido una gran coalición entre las dos principales fuerzas españolas. Hipótesis que resultaba útil al PP en tanto que descolocaba a un PSOE en horas bajas, y que ahora parece necesitado de quitarse de encima la modificación del 135 de la Constitución previo acuerdo entre Zapatero y Rajoy. Hoy, en el todos contra todos de la campaña electoral, nadie está interesado en hablar de acuerdos. Todo lo contrario, al enfrentamiento de años entre populares y socialistas se le une ahora la naturalidad con la que las fuerzas emergentes toman distancias respecto a la casta en el caso del Podemos y respecto a los corruptos en el de Ciudadanos. Mientras tanto, en la sociedad las llamadas al cambio generan tal eco que acallan las peticiones de acuerdo. Peticiones que hoy sólo están en boca de los grandes poderes económicos. El resto del país parece entregado a la catarsis colectiva.

La democracia representativa funciona en tanto que se acepta el veredicto de las urnas como mandato para el gobierno de las instituciones. Los partidos enconan sus posturas hasta el extremo para ensanchar el foso de separación entre votantes, siempre en la seguridad de que el sistema no se vendará abajo por ello. Pero no será nada fácil conciliar los requerimientos de cambio, y los discursos excluyentes en que esos requerimientos se sustancian en el debate político, con la ineludible gobernación de las instituciones mediante acuerdos de estabilidad. En gran parte esa dificultad deriva del hecho de que no hay ni dentro ni fuera de la política voces que demanden el pacto. La sensación de que la batalla ha de continuar hasta que se decanten las cosas domina el panorama. Entre otras razones porque los poderes económicos, los únicos que regularmente apelan a la moderación, se han mostrado inmoderados en cuanto a sus exigencias hacia la política.

No se puede abogar por la gestación de una gran coalición a la alemana sobre suelo español cuando a cuenta de la crisis se han venido forzando las cuadernas del sistema de partidos como si en realidad se tratara de un pecio inservible y molesto. El problema no ha estado en la ineludible reducción del déficit o en el desarrollo de reformas estructurales. Lo que ahora dificulta la flotabilidad de las instituciones representativas es que durante años se ha tratado de implantar la idea de que sólo cabía hacer una política y que además sólo podía hacerse de una única forma. El dogmatismo no ha estado en la austeridad, sino en negar la posibilidad misma de que se pensaran los ajustes de otra manera. Es la pérdida de autonomía de la política lo que ha alejado a muchos ciudadanos del debate de las soluciones para buscar consuelo moral en las simples respuestas. De ahí que los acuerdos de gobernabilidad deban someterse a una prueba previa a la verificación de sus contenidos, que tengan que deshacerse antes de la carga de sospecha que pesará sobre ellos. Ello, paradójicamente, cuando la política partidaria ha quedado tan vacía que corre el riesgo de aferrarse a cualquier oportunidad que se le ofrezca para repartirse por lotes el poder institucional.

Kepa Aulestia

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