Claret y la Corona

El 24 de octubre se cumplen 150 años de la muerte de san Antonio María Claret, arzobispo de Santiago de Cuba y confesor de la reina Isabel II. Su labor espiritual y pastoral a un lado y otro del Atlántico están sobradamente acreditadas. Su memoria y su legado llegan hasta nuestros días bajo el signo de su divisa: «mi espíritu es para todo el mundo».

No obstante, en este tiempo en que se miran con lupa las relaciones Iglesia-Estado y se pone bajo sospecha a quien se atreve a hacer valer su fe en su vida ciudadana, vale la pena evocar desde esta óptica a quien le tocara vivir entre el palacio y el templo gran parte del turbulento siglo XIX español. (Por cierto, por esa época J. H. Newman en este tema ya dejó claro, en su confrontación con el primer ministro Gladstone, que no había oposición entre religión y ciudadanía: «No veo que haya incoherencia entre ser un buen católico y un buen inglés»).

En esta clave, creo que se podrían destacar tres características fundamentales de la presencia y la tarea de Claret en Madrid: su integridad, su libertad y, por último, su fidelidad, no siempre fácil, a la Reina y a la Iglesia, tratando de buscar siempre el mayor bien para España. Y, por encima de todo, la vivencia y comprensión de los encargos de la monarca como auténtica encomienda vital. No los asumió desde el punto de vista funcional o funcionarial, sino desde el prisma del cumplimiento de una misión eclesial y social mediada por la Corona.

En relación a la integridad, valga una muestra. Claret tuvo que vérselas con una corte llena de camarillas de palacio y un funcionariado en el que, al parecer, no faltaba la «pandemia» de la corrupción y el enchufismo: «Hombres hay que, al lado de SS.MM., siempre están cazando y cogiendo grados, honores, mayores sueldos y grandes cantidades; pero yo nada he cogido, antes bien he perdido» (Autobiografía, 635). Entre los encargos, aceptados y asumidos como misión, destaca la ingente tarea restauradora material, intelectual y espiritual del Monasterio de El Escorial, «que no me ha dado ni me da utilidad ninguna, sino disgustos y penas, acarreándome persecuciones, calumnias y gastos» (Aut. 636). «Es el potro de atormentar a quienes lo han de cuidar», dijo a su sucesor al frente del monasterio.

En segundo lugar, se puede afirmar que toda su relación con la Corona estuvo basada en la libertad y el servicio. Claret fue libre para confrontar a la Reina en aquellas cuestiones que no le parecían adecuadas de su comportamiento privado. (Dos veces interrumpió su ministerio de confesor a causa de escándalos palaciegos íntimos). Y, al mismo tiempo, supo situarse con la distancia justa en la corte española, trabajando denodadamente sin perder el horizonte apostólico y evangelizador.

En tercer lugar, la difícil doble fidelidad. La compleja cuestión del reconocimiento del reino de Italia en 1865 (que tanto dolor le produjo a Isabel II por suponer la legitimación de la usurpación y expolio de los Estados Pontificios) le colocó en una posición extremadamente delicada. Por coherencia e integridad, primero tuvo que abandonar la corte y, poco después, por obediencia al expreso mandato del papa Pío IX, regresar junto a la Reina. Su fidelidad a la Iglesia y a la monarca llegará hasta el 30 de septiembre de 1868 en que emprendió la partida al exilio acompañando a Isabel II hacia Francia.

La libertad, la integridad y la fidelidad siempre llevan aparejadas un alto precio. Después de haber participado en el Concilio Vaticano I, Claret fue perseguido hasta el último momento, llegando a tener que refugiarse en el monasterio cisterciense de Fontfroide (Francia). Allí, en un sereno amanecer de octubre de 1870 nació para la vida que no tiene fin. Sobre una fría lápida los monjes esculpieron estas palabras de Gregorio VII: «Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso, muero en el exilio».

En España, desde 1978 y amparados en la Constitución de la concordia y la reconciliación, vivimos dentro de un estado aconfesional, en un régimen de separación y colaboración constructiva entre Iglesia y Estado. Ambas instancias están llamadas a entenderse y a trabajar juntas por el bien común, respetando cada una la esfera propia de la otra, sin prejuicios ideológicos, ingenierías sociales ni, precisamente, «tics» decimonónicos.

Caminamos en la era digital del siglo XXI con «una Monarquía renovada para un tiempo nuevo» (Felipe VI), pero la esencia de la figura de este santo permanece. Claret es buen ejemplo para hoy, salvados su tiempo y contexto, de servicio al Estado y a la sociedad desde su misión eclesial. Buena enseñanza para celebrar el sesquicentenario de un hombre libre, un misionero apasionado y un pastor que, con mirada universal, se entregó al bien de la Iglesia, su nación y sus gentes.

Carlos Martínez Oliveras (CMF) es profesor del Instituto Teológico de Vida Religiosa.

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