Efervescencia religiosa en tiempos de laicidad

Desde finales de abril, coincidiendo con las celebraciones de San Jorge, y primeros de mayo, todo Occidente, desde la noche de los tiempos, ha venido tomando precauciones para ponerse a salvo de las alteraciones atmosféricas y reencontrar el equilibrio perturbado por el encuentro entre las fuerzas subterráneas y las de la superficie que se produce en esta época.

La sabiduría popular, que ha captado esta perturbación, dice la primavera, la sangre altera. Los romanos celebraban el Día de Flora, esposa de Zéfiro, madre y reina de todas las flores. Los celtas celebraban Beltina, fiesta del equilibrio, de la luz, del verano, identificable por oposición al Samain, fiesta de los muertos, el 1 de noviembre. Las comunidades cristianas, desde muy antiguo, dedicaron el mes de mayo a María, Madre de Jesús.

¿Está el mundo posmoderno tan secularizado como dicen algunos? Muchos autores hablan de religión civil como el proceso encaminado a definir y cohesionar una comunidad mediante la sacralización y la atribución de carga épica a ciertas devociones populares, liturgias políticas y rituales públicos. La mayoría de las veces se trata de conductas propiciatorias copiadas de los registros oficiales o periféricos de la religión católica, fruto de una magia personal que no es objeto de un aprendizaje explícito sino que la repetición transforma en un fenómeno social. La esencia de la religión, religatio, se reduce a la fusión, con un profundo sentido tectónico y a una energía difusa de proveniencia social. En el fondo, la religión no sería más que la base del consenso social que no logró el progreso científico.

Modernamente, el 1 de mayo se celebra el Día del trabajo y el primer domingo del mes, el Día de la madre. Asimismo, estos días de mayo en los que nos encontramos se hacen las primeras comuniones religiosas y, últimamente, también primeras comuniones y bautismos civiles. También tienen lugar romerías tan populares como la de San Isidro, que se celebra en Madrid mañana sábado. Pero muchas fiestas religiosas que tenían lugar a partir de estas fechas durante todo el verano han dejado de celebrarse, pero han sido sustituidas por la fiesta de la vendimia, del tomate, del pimiento, de la empanada, de la ternera, del pimiento, del inmigrante... Así, nuestro calendario está cada vez más plagado de fechas como el Día Mundial de la Paz o del Agua, de la Amistad, de la Mujer trabajadora, de los Museos...

Tampoco se puede ignorar que las manifestaciones sindicales o de partidos políticos, o las congregaciones y toda clase de rituales que se producen antes, durante o después de un partido de fútbol -qué mejor ejemplo sobre la religiosidad del fútbol que las celebraciones ayer y anteayer de miles de aficionados rojiblancos tras la victoria del Atlético en la Europa League-, o de los fans de un grupo de música antes de un concierto, son procesiones, en muchos aspectos, semejantes a las de antes.

El culto a la personalidad, el halo místico del que los militantes revisten a sus líderes, la recuperación de la arbitrariedad del sentido a través del héroe, la afirmación del yo revistiendo de carne y hueso un personaje de ficción, no son más que una transformación del respeto a lo sagrado. La devoción y admiración por los dioses del estadio y por los cantantes y el lenguaje utilizado para anunciar algunos eventos deportivos participan un poco de la fascinación de lo misterioso: una parodia de ritos y actos de culto de la religión católica.

La ritualización postmoderna no afirma para nada la trascendencia en sentido teológico y en muchos casos la niega expresamente. En este caso, trascendencia es la calidad de superación, alcance y comunicación (o comunión) con entidades o fuerzas que quedan fuera de la conciencia o circunstancia. Trascendencia en el sentido teológico es, pues, el estado o la condición del principio divino o del ser que está fuera de toda cosa, de toda existencia humana o del ser mismo.

La efervescencia de lo religioso que está teniendo lugar quizá haya que interpretarla como una vuelta del sentido religioso pagano, pues aquí los dioses no son más que un intento de dominar la arbitrariedad de la naturaleza o de ponerle nombre; una teogonía del miedo a lo imprevisible que hunde sus raíces en la mitología y retrotrae el pensamiento a los inconturnables problemas de la génesis. Una concepción pagana que presenta una imagen del mundo y de la sociedad en la que la individualidad se distingue del grupo, y el cuerpo se distingue del mundo pero todas estas realidades pertenecen al mismo plano intelectual que disfrutan del mismo tipo de existencia y entre ellos no se plantea el problema de la continuidad.

En realidad, no se trata más que de la aplicación, especialmente fecunda, de prácticas mágico-religiosas tomadas en préstamo de otros horizontes rituales. La magia ayuda a aliviar, mediante pensamientos y actos cargados de fantasía, el carácter insoportable de una situación en la que los seres humanos están expuestos a peligros misteriosos e incontrolables, verbalizados y visualizados actualmente en una enorme cantidad de películas sobre monstruos terroríficos y titanes.

Los tiempos modernos, refractarios en tantos sentidos a lo sobrenatural, lo han sustituido con harta frecuencia por la trascendencia societaria de la revolución, de la nación, del hombre nuevo, de la liberación plena, de la comunión ecológica con la naturaleza y el universo, de la salud perenne, del hedonismo «como único sentido del vivir y tantas otras, separadas o unidas en combinaciones varias, aliadas o no a religiones sobrenaturales, son ahora formas de trascendencia» (S. Giner).

Lo sagrado actual es, entonces, una construcción de diversos imaginarios sociales y un intento de dotar nuevamente de sentido a las cosas. Este intento explica, también en gran medida, la vuelta de la tradición, como un fruto del desencantamiento que el mundo sufrió con la ciencia y un intento de reencantamiento. El hombre, atrapado por las corrientes desmitificadoras, está hambriento de raíces y las busca en todas partes. Una imagen total del mundo trata de remplazar a una imagen troceada y analítica de cosmos.

Aunque en muchos casos sólo se trate de sucedáneos o sustituciones espurios del vacío que dejaron las prácticas de la auténtica religión y, por lo tanto, sólo se pueda hablar de religión en un sentido metonímico y figurado, es evidente que muchos cantaron con demasiado entusiasmo y sin dar tiempo a comprobar nada la llegada de la secularización total. Todos tratan de reconstruir un mundo de símbolos y de magia que sirve para que las personas imaginen que influyen sobre fenómenos en los que apenas pueden intervenir.

Capturar las formas de religiosidad de hoy es como el intento de vaciar el mar a puñados porque cambian a una velocidad mayor que aquella a la que las instituciones, concretamente la Iglesia, pueden adaptarse. En este mundo tan cambiante, la religiosidad como otras muchas cosas vive un proceso lleno de sorpresas que desmienten hoy lo que sugerían ayer. Y lo más notable es que lo cierto de hoy no ofrece ninguna garantía de que seguirá siéndolo mañana.

Mucha gente que se declara cristiana cree que la religión es una realidad de carácter no definitivo y está, como otras muchas realidades, en proceso de renegociación continua, una tarea siempre pendiente de reajuste, y rechazan los intermediarios: la iglesia y los sacerdotes, entre ellos y Dios. Antes, las fronteras estaban selladas y preservaban la separación entre los de dentro y los de fuera, entre nosotros y ellos. Hoy las fronteras son borrosas y permeables. Antes la Iglesia era autoridad en todo y hoy «hasta los creyentes tienen criterios que nada tienen que ver con los de la Iglesia en materias que no son dogmáticas», como me dijo en una ocasión un teólogo.

Esta manera de hablar contenta a pocos e irrita a muchos. Los ateos ponen el grito en el cielo cuando oyen decir que muchas cosas de las que ellos hacen son un intento de llenar el vacio que les ha dejado la religión, y los creyentes se escandalizan cuando oyen hablar de religión a propósito de prácticas que, desde todos los punto de vista, consideran civiles, profanas y, aún, antirreligiosas.

Lo que dicen algunos, «el hombre llena su vida de prácticas religiosas para escapar al horror vacui», no es criterio para dictaminar ni sobre la veracidad ni sobre la falsedad del hecho religioso.

Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC y escritor.

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