Rodríguez Zapatero destituyó a la ministra de Cultura, Carmen Calvo, para «dar la mayor fortaleza a la identidad de España» y nombró a César Antonio Molina -sin duda, un acierto- porque éste tiene «un perfil idóneo» para abordar determinados eventos «que tenemos por delante como la mejor manera de proyectar España». También ha dicho el presidente que «aquí de lo único que no se habla es del Gobierno de España y resulta que es el que dispone de más presupuesto y el que más responsabilidades tiene». Basten estas breves citas para sustentar la vieja tesis según la cual, la clase política e intelectual española ha jugado con la entidad nacional -con España- en un doble sentido: a veces como problema, otras, como solución.
Semejante manipulación política de la concepción nacional es anterior al «España como problema» de Pedro Laín Entralgo. El problema de España según Laín lo describe a la perfección el académico e historiador Carlos Seco Serrano, prologuista de la obra, al sostener que consiste «en definitiva, en la guerra civil, caliente o fría, latente siempre en la España contemporánea entre tradicionalistas y progresistas; y heredera de esa ancestral tendencia a la confrontación sin paliativos (...) problema que debía, por fin, superarse mediante los valores efectivos albergados en uno y otro campo, abriendo paso a una generosa voluntad asuntiva y superadora (...).
El autor de «Descargo de conciencia» se pregunta: «¿No era posible asumir en una forma cultural nueva las múltiples exigencias -respeto a la tradición, actualidad verdadera y eficaz, crítica perfectiva de las lacras pasadas y presentes, calidad intelectual y estética- que ambas mitades de España, la tradicionalista y la innovadora, permite discernir un examen no sectario y discretamente sensible? La primera lección de nuestra guerra civil ¿podía ser otra cosa que una resuelta decisión de integrar a todos los españoles de buena voluntad en una España fiel a sí misma y al nivel de nuestro tiempo?».
La realidad es que hay un rédito político en convertir a España en una patología política -y nadie como Rodríguez Zapatero lo ha hecho con su insensata política territorial que ha exacerbado los nacionalismos más radicales-, y se produce otro rédito político al normalizar el concepto y la idea de España. El presidente del Gobierno, durante tres años y medio ha hecho que la nación sea «discutida y discutible» y a seis meses de las elecciones se presenta como adalid de la cohesión, valedor de la referencia nacional de su Gobierno y hasta militante de la causa española. España problema y España solución, he aquí la ecuación sencilla para estar en el poder con los nacionalistas que quieren lo primero, y regresar luego a la sensatez -España como solución, que quiere la mayoría- para así estar en condiciones de ganar las elecciones.
Los españoles no son como los «pingüinos» que Enric Juliana describe en su magnífico libro («La España de los pingüinos»). No somos como los yugoslavos, unos «raros» -apenas una minoría como en los Balcanes- que antes que atribuirse esa condición se identificaban como croatas, bosnios o serbios. Ha habido un tiempo -especialmente bajo el mandato actual de los socialistas- en el que la regresión de la identidad nacional ha sido clara y preocupante. Identificarse como español -antes o al tiempo que catalán, vasco o gallego- era, en palabras del historiador Ricardo García Cárcel (ABC 4/9/07) «como un signo ideológico conservador de viejas resonancias franquistas» y, en consecuencia como un baldón, o, en el mejor de los casos, como un anacronismo insoportable. La identidad, según el filósofo Manuel Cruz («Las malas pasadas del pasado», página 82) «es una forma de ser aceptados por los demás, en concreto por esos demás que más nos importan» de tal manera que «tener identidad es existir socialmente». Pues bien: la política de desnacionalización del Gobierno ha sido sistemática, convirtiendo la identidad española en un auténtico problema, descalificando a aquellos que propugnaban la unidad nacional y la identidad que conllevaba, de tal suerte que presentarse como español podía suponer no existir -caso del País Vasco o Cataluña- o hacerlo estigmatizadamente.
Los estrategas -quizás sea mejor definirlos como tácticos- de Moncloa le han dicho al presidente que hay que volver a la E de España, recuperar la denominación de origen («El Gobierno de España») y hablar de la nación porque por esa fisura desnacionalizadora -profundamente divisora e irritante para la mayoría- se le estaba yendo el electorado hacia la abstención, hacia el PP y, ahora, eventualmente, hacia el nuevo partido de Rosa Díez, Fernando Savater y Carlos Martínez Gorriarán. Y con la facundia que le distingue, Rodríguez Zapatero ha pegado el volantazo -el giro españolista descrito aquí por Benigno Pendás- y se ha convertido de la noche a la mañana en el propalador de la España como solución -electoral-, después de haber hecho enfermar de nuevo a la nación reiterando la España como problema para gobernarla con los que, de verdad, la desearían dinamitada.
Aunque la manipulación de la entidad española -de España- sea una práctica perversa en la política española -a la que contribuyó el franquismo de forma activa y letal, disuadiendo la posibilidad de una izquierda nacional que ahora se intenta desde el nuevo partido de Díez y en los términos nítidos expuestos en esta página el pasado viernes por el admirable luchador Mikel Buesa-, es lo cierto que el regreso a la sensatez ante el electorado se produce siempre de la mano de los valores de la cohesión, la unidad, la común identidad y la naturalidad de la españolidad como elemento vertebrador de una convivencia en libertad. Porque lo que garantiza la pertenencia nacional común es, precisamente, la libertad -la nación es la patria de las libertades- de tal suerte que cuando España como entidad histórica ha pretendido ser destruida se han cernido sobre la sociedad española las peores amenazas. Lo estamos viendo: desde Cataluña y el País Vasco -en modos diferentes- se produce ya una reclamación explícita de soberanía; desde Galicia, se intenta un nacionalismo cultural y lingüístico que, como el vasco y el catalán, sea una forma de reproducción y amplificación nacionalista y desde otras comunidades -la última propuesta de la Junta de Andalucía sobre el acceso a la vivienda, por ejemplo- se rompe, se quiebra, se destroza la igualdad de los españoles que es el valor nuclear de la ciudadanía.
Ésta -la cuestión nacional- es la esencial en el debate electoral, muy por delante de la económica, vinculada a la lucha antiterrorista que, como excrecencia nacionalista, pretende con violencia criminal expropiar a los vascos la condición de españoles. En torno a la recuperación de la solidez del Estado -sus facultades, sus competencias, su autoridad- y a la cohesión socioeconómica se va a librar el debate electoral. Rodríguez Zapatero lo ha intuido -o se lo han hecho intuir- y después de más de tres años de desnacionalización activa nos abruma con el eslogan «El Gobierno de España». Mi temor y el de muchos es que ese adjetivo gubernamental no sea sino, precisamente, un eslogan, una engañifa, una táctica bajo la que sigue subyaciendo la percepción «discutida y discutible» de la nación española. O sea, que siga siendo una manipulación de España.
José Antonio Zarzalejos, director de ABC.