Final de McChrystal e incertidumbre afgana

En 1932, durante un almuerzo con Rexford Tugwell, uno de sus asesores, el gobernador Franklin Roosevelt hizo una pausa para atender una llamada telefónica de su homólogo de Luisiana Huey Long. Cuando finalizó la conversación telefónica, Roosevelt se refirió a Long como «el segundo hombre más peligroso de EEUU». ¿Quién era, preguntó Tugwell, el más peligroso? Roosevelt respondió: Douglas MacArthur.

Siendo jefe del Estado Mayor, MacArthur acababa de llevar a cabo de forma ostentosa la dispersión violenta del desvencijado ejército de los veteranos en Washington. Casi 19 años más tarde, estuvo a punto de convertirse en el hombre más peligroso para sí mismo, igual que ha hecho ahora otro general en jefe. Pero Stanley McChrystal no es ningún MacArthur.

MacArthur tenía parte de la genialidad y parte de la egomanía de un ex capitán de artillería: Napoleón. Esto convirtió a McArthur en un rebelde e hizo que fuera destituido por otro ex capitán de artillería: Harry Truman. En cambio, aunque McChrystal es un estupendo soldado que ha prestado a EEUU un servicio especialmente distinguido en Irak, no hay motivo para diagnosticarle egomanía o insubordinación. Sí se ha descalificado, sin embargo, de forma manifiesta, para otros destinos militares y, en particular, del servicio en Afganistán. Allí las labores puramente militares del ejército van a la zaga de las labores sociales y políticas para las que el ejército no resulta adecuado.

La empresa estadounidense en Afganistán es una misión infructuosa y McChrystal es una persona increíblemente imprudente. La misión y la elección del general, en sustitución del anterior alto mando en Afganistán fueron mal emparejados, a pesar de que esta contienda es uno de los asuntos a los que más cuidado y atención ha dedicado el presidente de Estados Unidos.

Se puede decir que el defecto de McChrystal es únicamente su déficit de agudeza política. Porque la misión en Afganistán es mucho más política que militar. Y no exige sólo sentido político, exige nada menos que la inteligencia de Aristóteles, las dotes de liderazgo de George Washington y la sofisticación analítica de Tocqueville. Pero, después, está la acuciante paradoja de que nadie con las aptitudes necesarias va a ser lo bastante imprudente como para intentar acometer la ingente tarea de una construcción de la identidad nacional en Afganistán, algo a todas luces mucho más complicado pero necesario que combatir a la insurgencia.

La debacle McChrystal se produce mientras la guerra más larga de EEUU ha entrado en un terreno surrealista. El ejército se encarga de una tarea asombrosamente compleja, y su conclusión -si es que ésta llega a producirse alguna vez- implica necesariamente que se prolongue durante muchos años. Sin embargo, cuando se le encargó la misión, el ejército fue informado de que tenía que llevarla a puerto en cuestión de año y medio.

Los casi siete meses que han transcurrido desde que el presidente Obama anunció su estrategia para Afganistán -incluida su intención de que en 2011 comience la retirada de EEUU- han sido testigos de solemnes decepciones militares y sobrecogedoras pruebas de lo inabordable que es la incompetencia del Gobierno de Hamid Karzai y de lo extendida que está la corrupción en la Administración de Kabul. Durante el tiempo en que nos empeñemos en esta agonía de Sísifo, Obama va a depender de la franqueza de un mando militar en cuyo juicio confíe. Ése no podría ser bajo ningún concepto McChrystal. De haber sido mantenido en su destino, se habría mostrado escarmentado, abyecto, cauto y reservado. Es impensable que aún pudiera haber sido un factor importante de futuras deliberaciones con el presidente y sus principales asesores de seguridad nacional. Los estadounidenses que ponen su vida en peligro en Afganistán merecen algo mejor.

Es difícil, y quizá imprudente, reprimir esta idea: las irrespetuosas impertinencias de McChrystal, y el coro de comentarios igualmente despreciativos proferidos por los desagradables subordinados que él ha elegido tener alrededor, emanan de las condiciones tóxicas que surgen siempre que la cultura de acción del ejército entra en contacto con una misión imposible de cumplir. En esta toxicidad, Afganistán es Vietnam condensado.

En julio de 1945, con la guerra en el Pacífico todavía por ganar y Winston Churchill inmerso en la Conferencia de Potsdam, el electorado británico le expulsó de la Administración. Cuando su esposa Clementine sugirió que esto podría ser una bendición disfrazada, respondió: «Si es así, está bien disfrazada de verdad».

La ruptura de McChrystal puede ser una caótica bendición si Obama la aprovecha como excusa para revisar las cuestiones básicas de la estrategia en Afganistán. Y se debe replantear si esta misión importa o no tanto, qué es factible conseguir allí y a qué precio. Muchos afirman que con la misión de Afganistán entrando -o a punto de entrar- en una fase militar crucial en Kandahar, la cuna de los talibán, McChrystal es indispensable. Pero todo aquel que lo diga debería prestar atención a las palabras de otro general, uno de los mayores líderes realistas del siglo XX, Charles de Gaulle: «Los cementerios están llenos de indispensables».

George Will es periodista, escritor y columnista del diario The Washington Post.

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