El PSOE ha certificado su ruptura con los principios más esenciales del socialismo democrático. A pesar de la gravedad de la situación, no será irreversible. Porque esos principios, lejos de haber prescrito, están más vigentes que nunca. Pero resulta ya inviable que sea el PSOE quien los abandere.
No son cuestiones irrelevantes ni accesorias, sino que constituyen una afrenta directa al principio de igualdad y al de solidaridad, al horizonte de justicia, emancipación y libertad de todos. ¿Qué izquierda es esta?
Los hechos son los siguientes.
El PSOE ha abierto la puerta de par en par a un Estado abiertamente confederal en el que las regiones más ricas puedan terminar de fracturar la nación política y el Estado, empezando por la fiscalidad común y siguiendo por la Seguridad Social.
Cierto es que las dinámicas competitivas y de desigualdad no son nuevas. Pero acometer una transferencia fiscal a Cataluña al modo del País Vasco y Navarra, como pretende Junts, significa sepultar definitivamente la redistribución y desmontar definitivamente nuestro maltrecho Estado social.
Los corifeos habituales y los justificadores de lo injustificable dirán que el PSOE no termina de transigir con eso. Pero abre clamorosamente la puerta a hacerlo.
Después del principio de ordinalidad (que las regiones más ricas mantengan su posición de riqueza y encuentren excepciones a la redistribución), después del federalismo asimétrico, después de la afirmación de Montilla de que "el dinero de los catalanes se debe quedar en Cataluña", el pacto fiscal que siempre pretendió la derecha nacionalista catalana se pone negro sobre blanco y, lo peor de todo, se hace en nombre del socialismo y de España.
La ruptura de la caja única de la Seguridad Social es el camino hacia el que se dirige el pacto rubricado con el PNV. ¿Por qué debería sorprendernos? No es otro el proyecto de los nacionalismos identitarios que la ruptura de España.
Transferir los instrumentos de progresividad tributaria a las regiones más ricas para que estas puedan acordar su inaplicación es quizás la política más reaccionaria de cuantas uno pueda imaginar. Que semejante barbaridad se haga en nombre de la izquierda resulta la enésima traición al principio de igualdad.
El Estado se está desguazando a marchas forzadas. Si uno observa el mapa de desigualdad en servicios públicos, salarios o prestaciones, no puede sino colegir que la misma aumenta de forma abrupta, con asimetrías blindadas.
La tiranía del código postal no lo es sólo por el flanco de las clases sociales y las desigualdades económicas, que también, sino que se ve reforzada por la vía nacionalista ante la que se postra, en un estadio de descomposición ya avanzado, nuestra izquierda oficial. Quien intente utilizar el truco de pretender separar la cuestión nacional de la sanidad, la educación y las pensiones públicas, el Estado social y el conjunto de condiciones materiales en que se debe basar la libertad de todos, debe ser respondido con claridad: ya no cuela.
Las líneas rojas cruzadas son letales para los intereses de los más débiles. Un Estado descompuesto, en vía rápida hacia la fractura, perjudica especialmente a los que no tienen fortuna, riqueza o linaje. A los que necesitan las instituciones políticas y democráticas para la defensa de sus intereses y para su protección.
Descomponer el mercado de trabajo a través de la atomización que pretende el nacionalismo es una política letal para los trabajadores. Se tritura el mercado laboral.
¿Cómo podemos desde la izquierda criticar a las fuerzas neoliberales y de la derecha que deterioraron la negociación colectiva priorizando los convenios de empresa a los de sector si estamos dispuestos, de la mano de este falso progresismo, a aceptar un ámbito laboral de decisión vasco o catalán como si los trabajadores extremeños o andaluces diesen absolutamente igual?
La deriva de esta falsa izquierda se refleja claramente en el abandono de la igualdad y de la ciudadanía común. Por eso, son incapaces de defender la nación política, España, un territorio compartido no basado en leyendas, místicas o identidades culturales, sino en principios democráticos y universales.
Por eso, enmendando a la totalidad sus más hermosos valores, defienden hoy, para alcanzar el poder a toda costa, la tribu identitaria y la fragmentación, el particularismo y la desigualdad.
Esta deriva tiene implicaciones sociales y económicas graves. Descompone lo común, sirve para desmantelar aún más los servicios públicos, debilita y fractura el Estado, pone barreras entre trabajadores, coloca por encima las identidades de los ciudadanos. Deja indefensos a los que menos tienen ante las fuerzas globales del mercado, ante la cara más oscura de la globalización económica y financiera.
Levantando fronteras étnicas, aleja el ideal de emancipación colectiva y fractura los espacios políticos democráticos y soberanos.
El nacionalismo, dijo Mitterrand, es la guerra. Cabe añadir también que está directamente emparentado con el odio étnico, con el supremacismo, el racismo y la xenofobia. El PSOE pidió el voto para salvarnos de la extrema derecha y tuvo el de muchas personas que, con buena voluntad, volvieron a creerles.
Hoy pone la llave de la gobernabilidad de España en la extrema derecha, a la vista de todos.
El nacionalismo implica también la secesión de los ricos. A las oligarquías financieras cierto secesionismo les puede parecer admisible. Son las mismas oligarquías que desprecian la igualdad social y económica, que defienden la libre circulación de capitales sin unión fiscal, el dumping laboral, fiscal o medioambiental, la proliferación de paraísos fiscales o jurisdicciones opacas en favor de los más poderosos.
A los más débiles, esta delirante deriva confederal y de separación les conduce al precipicio social.
La quiebra del Estado de derecho es igualmente sombría para todos los ciudadanos, pero en espacio para los trabajadores con una situación material más delicada. Son los que más necesitan esa ley común democrática frente al despotismo, la arbitrariedad y la ley del más fuerte.
Con la amnistía y el desprecio a la separación de poderes se agrede el ideal democrático de un gobierno de leyes justas, caminando hacia un gobierno de hombres y mujeres sin ley. El Estado de derecho se ve amenazado por los privilegios de una oligarquía nacionalista, con leyes privadas, impunidad a la carta y barra libre para la arbitrariedad y el delito.
Es una justicia feudal, estamental, esto es, la injusticia más flagrante. ¿Acaso alguien se imagina que un trabajador precario, un ciudadano corriente o un perdedor del actual sistema económico recibiría el trato de favor e impunidad que ha rubricado nuestra falsa izquierda con la reacción nacionalista para su élite corrupta y racista?
Imposible. Son privilegios, no derechos.
Los pactos rubricados sepultan todos y cada uno de los valores del socialismo democrático y de la izquierda, desde la más reformista a la más transformadora. El conjunto de la izquierda cívica e igualitaria debe despertarse y sacudirse el bochorno que van a perpetrar "los nuestros".
No se trata de albergar ficticias esperanzas sobre milagros imposibles. Tampoco la de confundirnos una vez más renunciando a nuestro espacio político en una confusión estratégica. No sería bueno siquiera para el pluralismo democrático que la izquierda optase por el desistimiento o por la resignación.
La izquierda no debe resignarse a desaparecer ni a diluirse, sino afrontar el reto de ser de nuevo leal a los principios y valores que la fundaron, sustituyendo a aquellos que la han vaciado de contenido y dejado sin proyecto ni horizonte.
Tenemos la oportunidad histórica, ahora sí, de reconciliar a España con la izquierda y a la izquierda con España, y, sobre esa base sólida, ofrecer una alternativa electoral a millones de españoles.
Guillermo del Valle es abogado y portavoz de El Jacobino.