La Constitución ha querido que la investidura del presidente sea programática. El candidato, dice el artículo 99, expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretende formar y solicitará la confianza de la Cámara.
Se quiso dejar bien claro, pues, que no se trataba de contar los votos únicamente; se puso el acento sobre el programa de Gobierno.
Este no necesariamente es el mismo que el programa electoral. Especialmente cuando se trata, como es el caso, de un Gobierno de coalición que tendrá que integrar programas electorales que pueden ser diferentes y, en ocasiones, inicialmente opuestos. Tal es el sentido e importancia capital de tomarse en serio estos debates. Los ciudadanos tenemos derecho a conocer para qué finalmente ha servido nuestro voto.
Y no creo que de momento lo hayamos conseguido.
El debate, al menos en su primera sesión, ha estado trufado de descalificaciones, desconsideraciones e incluso insultos. Aquella vieja noción de Giner de los Ríos de la política como pedagogía social es una asignatura pendiente en nuestra España, y los ciudadanos salimos de estos debates cada vez más escandalizados del lenguaje de nuestros líderes.
De poco sirve que las empresas de imagen cuiden el vestido, la sonrisa y la dicción de los personajes públicos. Las palabras no mienten y a veces terminan por desvelar toda la carga de intolerancia, de falta de respeto y de educación que algunos parecen llevar muy dentro. No debía andar muy descaminado Aristóteles cuando aseguraba que cada uno habla y obra tal como es y de esta manera vive. Lo peligroso, por aquello de la pedagogía social, es que terminemos hablando y viviendo los ciudadanos como nuestros representantes hablan y viven la política.
Pero, aparte del tono bronco y que es ya una premonición de la legislatura que nos espera, en el discurso del candidato, Pedro Sánchez, he echado en falta una explicación rigurosa de cómo se integran los múltiples pactos que el PSOE ha suscrito con los diferentes grupos parlamentarios.
No sé si los ciudadanos que han seguido dicho debate habrán sacado una idea aproximada de los costes económicos que supone la ejecución de los mismos y que se colocarán sobre las espaldas de los ciudadanos. Ni sé si, olvidándose de la Constitución, se va a imponer la solidaridad inversa: de las regiones menos desarrolladas hacia las más ricas.
Tampoco el candidato nos ha detallado ni justificado el recurso a unos mediadores internacionales (auténtico baldón sobre nuestra democracia) y si el futuro presidente excluye un referéndum de autodeterminación en Cataluña (claro que, después de lo ocurrido con la amnistía, el candidato tiene un grave problema de credibilidad y sus declaraciones y promesas habrá que tomarlas a beneficio de inventario).
Tampoco ha tenido a bien aclararnos si, tras las masivas protestas contra el acuerdo con Junts, esas comisiones de investigación acordadas van a investigar la lawfare de tribunales y autoridades contra los independentistas; compromiso que supone un atentado contra la independencia del Poder Judicial.
Hubiera sido importante, también, que anunciara si su grupo parlamentario va a añadir nuevas enmiendas a la ley de amnistía y cómo, en este clima crispado y polarizado que alimenta, piensa resolver en esta legislatura el problema de la renovación del Consejo General del Poder Judicial y otros organismos pendientes.
Supongo que a lo largo del debate el candidato explicará detalladamente si lo acordado con Sumar, con ERC, con el PNV o con CC lo podemos ya considerar parte del programa de gobierno. Porque todo lo anterior constituye el núcleo de la acción del Gobierno en esta legislatura. En todo caso, de la primera sesión de la investidura confieso que he salido sin saber nada de lo que más me interesaba.
De lo que sí se ha discutido (si es que podemos llamar a lo que hemos escuchado una discusión) es de la legitimidad del Gobierno y de la oposición.
Un Gobierno legítimo
Hay un precioso poema de Goethe, Mentira o engaño (Lüge oder Trug), que en 19 palabras refleja bastante bien lo ocurrido en esta campaña electoral con las declaraciones del presidente y de buena parte de los ministros. Esto es, si mintieron o indujeron al error a una parte de los electores que no le hubieran votado si hubieran sabido que el PSOE impulsaría una ley de amnistía. Pero de la leche derramada no tiene sentido llorar hoy y, en todo caso, tiempo habrá para debatirlo a fondo en las Cámaras y en los medios.
Pero sí que hay ya un punto de partida inconmovible tras el debate de investidura: tendremos mañana un Gobierno liderado por el presidente Sánchez. Es un Gobierno legítimo porque así lo decidirá el Congreso de los Diputados. La parte ultramontana de la derecha tal vez niegue legitimidad a este Gobierno. No podemos ni debemos permitir, sin levantar la voz, que se acuse a este Gobierno de "dictadura", "tiranía", "autocracia" o que se hable de "traición".
Quienes hablan así es que no conocen lo que es una dictadura, lo que es una tiranía o una autocracia; o, tal vez, es que la conocen demasiado bien. Y los ciudadanos constitucionalistas, de izquierda y de derecha, que somos la inmensa mayoría del país, debemos oponernos radicalmente a esta degradación del discurso político que, desde hace tiempo, está envileciendo el lenguaje de nuestra democracia.
Una de las leyes no escritas de la democracia es el reconocimiento recíproco entre los actores políticos de su legitimidad. Y si una parte de la derecha a veces desconoce esta ley y tacha de traidor al Gobierno, tampoco la izquierda hace honor a dicha ley no escrita cuando trata por todos los medios de identificar a la derecha constitucional con el franquismo o el fascismo.
Por esa vía llegaremos a ubicar la política en el estado de naturaleza del que hablaba Hobbes, donde el hombre es un lobo para el hombre. Y ya sabemos los españoles cómo acaban estas historias. "Reflexionad", decía el adivino Tiresias a Creonte: mesura, sofrosine, prudencia… porque la hybris en una legislatura tan complicada nos puede llevar al desastre.
En todo caso, guste más o menos, nada o mucho, aquí habrá mañana un Gobierno legítimo de origen y cuya legitimidad de ejercicio dependerá de lo que a partir de ahora haga con el poder.
¿Una mayoría progresista?
Pero me cuesta llamar a esta nueva mayoría, una mayoría de progreso como la que ha defendido Pedro Sánchez hoy en el Congreso. ¿Es que ahora la izquierda puede considerar progresista al nacionalismo excluyente y al independentismo sedicioso? ¿Cómo se puede llegar a la conclusión de que es progresista el Bildu de Otegi, el Junts de Puigdemont, ERC o el mismo PNV?
Más aún, ¿cómo justificar ahora que un partido como el PSOE, pilar hasta hoy de la España constitucional, sume para formar gobierno los votos de los enemigos de la igualdad de los españoles y de quienes sueñan con derrocar nuestra constitución?
En el núcleo duro de la izquierda española ha alentado siempre el valor superior de la igualdad. No podemos olvidarlo. La igualdad, decía Norberto Bobbio (Destra e Sinistra), ha sido siempre la estrella polar del socialismo. El PSOE lo aprendió en los discursos de Pablo Iglesias, en El sentido humanista del socialismo de Fernando de los Ríos, en los discursos de Indalecio Prieto, en Julián Besteiro, en Jiménez de Asúa o, incluso, en los discursos arrepentidos de un Largo Caballero en el exilio. Lo recordó permanentemente Gregorio Peces-Barba, ponente constitucional del Grupo Socialista, cuyo consejo echamos en falta hoy más que nunca.
Pues bien, ¿qué es lo que ha pasado en algún sector de la izquierda española, históricamente abanderada de la igualdad, para que termine considerando progresista al nacionalismo y al independentismo? ¿Qué está pasando para que se haya sustituido la bandera de la igualdad por las políticas de identidad? ¿Cómo calificar de progresistas a unos partidos que aspiran a clasificar y tratar a los españoles en ciudadanos con diferentes mochilas de derechos económicos, políticos y sociales? ¿Cómo considerar progresista a quienes han asaltado la Constitución o no renuncian a cambiarla por vía unilateral?
Este tipo de mayorías, que Rubalcaba llamaría hoy Frankenstein II y que yo, más moderado y de la mano de Horacio, calificaría como "híbrido grotesco", no pueden terminar bien. La izquierda española juega con fuego porque, al unir su destino a esa confederación de minorías identitarias, de nacionalistas y de independentistas, corre el riesgo no sólo de perder el rumbo marcado por aquella estrella polar de la igualdad, sino también de convertirse en un problema para la España constitucional.
Virgilio Zapatero es catedrático emérito y exrector de la Universidad de Alcalá, y exministro de Relaciones con las Cortes.