G-20: las caras del proteccionismo

Si me pidieran un deseo para la trascendental cumbre del G-20 que hoy se celebra en Londres, no lo dudaría un segundo: el lanzamiento de un mensaje nítido y contundente contra el proteccionismo y a favor de la cooperación internacional sin fisuras, para combatir la crisis y superarla.

No es fácil un pacto contra el proteccionismo. Entre otras cosas, porque hay muchas caras en el prisma: el proteccionismo económico, pero también el social y el político. El más patente de los proteccionismos es el económico. Ante una crisis tan pavorosa, es fácil para un Gobierno producir decisiones endogámicas. En política fiscal, en política industrial, en política comercial.

La experiencia empírica muestra que los estímulos fiscales (de demanda o de oferta), si no son coordinados a nivel internacional, no sirven. La Unión Europea ha realizado un considerable esfuerzo fiscal inversor, cuyos resultados hay que esperar que se hagan realidad. Ahora toca coordinar la fuerte inyección monetaria de Europa con la que han realizado Estados Unidos, China y otros países.

El proteccionismo industrial es difícil de combatir, pero no hay más remedio, porque lo contrario (ayudas de Estado sin contrapartidas de reformas estructurales de productividad y competitividad) es condenar a la decadencia a sectores productivos enteros.

En cuanto al proteccionismo comercial, tenemos en él el desafío más importante. Sin embargo, es en el que menos se ha avanzado. Desde que, en noviembre de 2008, en Washington, el G-20 decidió alertar contra el proteccionismo, 17 miembros de este selecto grupo han adoptado 47 medidas dirigidas a la restricción de los intercambios comerciales, intensificando las barreras arancelarias. El G-20 debe hacer justamente lo contrario y dar un empujón definitivo a la conclusión de la ronda Doha. Sería la decisión más potente para frenar la implacable recesión que mina la economía mundial.

Pero hay otra cara del proteccionismo. A él se encaminan los países que consideran, erróneamente, que se puede paliar la crisis haciendo que en su ámbito nacional se degraden las condiciones laborales, que el empleo se haga más precario, que se facilite el despido, que se deterioren los derechos sociales y se entre en el peligroso territorio de la selva de la economía sumergida.

Éste es un camino sin retorno, que daña a los trabajadores, debilita el consumo y termina por hacernos más pobres a todos. Es un "proteccionismo" que no protege. Y sólo se puede combatir mediante la concertación nacional e internacional de los agentes sociales y públicos, sindicatos, empresarios y Gobierno.

El G-20 tiene que hacerse eco del terrible impacto social de la crisis y proponer medidas parael mantenimiento del empleo existente, y para la educación y formación de los futuros nuevos empleos de calidad. En esa dirección deben ir precisamente los proyectos inversores en infraestructuras físicas y tecnológicas orientadas a un consistente crecimiento y desarrollo sostenible. Sin esa filosofía no tiene sentido el esfuerzo fiscal de los Estados, traducido en déficit muy elevados y en un endeudamiento público de magnitud enorme, aunque imprescindible.

Hay, en fin, otra cosa que el G-20 tiene la obligación de evitar. Es la más poderosa cara del proteccionismo: la política. Si hay algo que una crisis así pone a la orden del día es el "sálvese quien pueda", especialmente en los países más desarrollados, y en Gobiernos que sólo miran a las próximas elecciones.

Pero no hay una salida nacional a la crisis. Ni hay una salida "occidental" a la crisis. Esta crisis sistémica sólo puede superarse a través de un pacto -explícito o implícito- de carácter global. El G-20 es el mejor de los mecanismos que tenemos para despejar de la ruta la tentación de recuperar el proteccionismo/nacionalismo político.

Es proteccionismo político ciego no utilizar ese potente instrumento creador o facilitador de solidaridad que es la Unión Europea. La UE tiene, más que nunca, que hablar con una sola voz en la reunión de Londres. Si no lo hace así, no sólo no podrá luchar contra la crisis, sino que ésta se convertirá en la mayor amenaza para el proyecto europeo, para su continuidad, su profundización y su solidez, es decir, para el bienestar y el progreso de nuestros ciudadanos.

Es proteccionismo político de la peor especie dejar desprotegida a la mayor parte de la población mundial. La más pobre e inerme ante el retroceso de la economía. De ahí la necesidad de que los fondos del FMI se dupliquen, como poco. Porque las inversiones van a las emisiones de bonos de los países centrales, descartando a los países en vías de desarrollo o emergentes. Solamente el FMI puede atenderles; y eso requiere una decisión clara y efectiva del G-20. El Consejo Europeo ya acordó una inyección en el FMI de 75.000 millones de euros.

Es también proteccionismo nacionalista la cínica permisividad con los paraísos fiscales, que son consentidos por sus países de referencia (algunos europeos), y que están en los engranajes más oscuros de la enfermedad especulativa demencial culpable de la mayor crisis que hemos conocido.

El otro resultado que se espera de Londres es una reforma "real y completa" (Consejo Europeo de diciembre de 2008 dixit) del sistema financiero internacional. Una reforma que implante un gobierno efectivo del mismo. Con tres ramas: la internacional (FMI y FEF), la europea (informe Larrossiére) y la estatal (supervisores nacionales). Se trata de un control financiero supranacional contra la hipocresía de un sistema que se ha caracterizado por la opacidad proteccionista, la impunidad y la codicia sin límites.

Tiene, pues, muchas tareas el G-20 en Londres. La más urgente, hacer triunfar la cooperación internacional y, con ello, evitar el más grande de los obstáculos para salir de la crisis: el proteccionismo nacionalista en sus diversas dimensiones.

No se conseguirá todo en un día, ni todo se va a poder abordar. Más adelante, en diciembre, llegará el otro gran desafío para salir de la crisis, la Conferencia de Copenhague sobre el cambio climático. Si el G-20 da un salto cualitativo en Londres, será más fácil hacerlo en Copenhague después.

La economía de tipo capitalista, en su dimensión más global y más dominada por un sector financiero apenas regulado, ha recibido un golpe asfixiante con efectos letales sistémicos. La respuesta que se le dé, y el modelo de crecimiento que prevalezca en el futuro sólo pueden provenir de un impulso también global, pero de naturaleza estrictamente política. En este momento, tal impulso lo puede dar una acción concertada de EE UU, la Unión Europea y determinados países emergentes. Únicamente la política puede evitar que la tentación proteccionista termine por devorar lo que la crisis aún no ha destruido.

Diego López Garrido, secretario de Estado para la Unión Europea.