¿En qué edad vivimos?

Algo que siempre me intrigó desde que oí a un profesor, no recuerdo si en la escuela o los primeros cursos del Bachillerato, fue por qué se bautizó la Edad en la que me había tocado vivir como Contemporánea. Pues en tanto la Antigua como la Media están perfectamente definidas, mientras la Moderna, pese a abarcar etapas muy distintas, responde a su nombre, al ser el momento en que la humanidad da el gran salto, sobre todo en Europa y en las ciencias para convertirse en la reina de la creación.

¿En qué edad vivimos?Es verdad que el salto estuvo muy diferenciado y aún sigue incluso dentro de los distintos países, manteniéndose hasta hoy, con una África que pese a ser la cuna de la humanidad, junto a los grandes lagos, nuestros más remotos antepasados se bajaron de los árboles para iniciar, ya erectos, el largo camino hasta alcanzar el Mediterráneo y dirigirse unos hacia Oriente, los otros hacia Occidente, bordeando la costa, hasta cruzar, no sabemos bien cómo, el estrecho de Gibraltar y asentarse en la que iba a regir los destinos del mundo durante siglos: Europa. Mientras, otros la alcanzaban desde el otro extremo, fuera el Cáucaso, fueran las estepas asiáticas. Con lo que la Historia, la «verdadera Historia», diría Gonzalo de Berceo, la de la humanidad, empezaba.

Imagino que bastantes de ustedes, si han tenido la paciencia de leerme hasta aquí, se estarán preguntando a qué diablos viene esta lección elemental y mi extrañeza a que se llame Contemporánea a la nuestra. No hay ningún misterio en ello: contemporáneo significa vivir al mismo tiempo, lo que puede llevarnos a estar hablando de una edad eterna, algo que no se corresponde con la realidad, que se renueva casi cada día, cuando antes se necesitaban siglos para cambiar, hablándose de épocas clásicas y épocas románticas que se sucedían casi como modas con ligeras variantes en sus rasgos diferenciales.

Así, las épocas clásicas eran tranquilas, mientras las románticas eran revolucionarias, con cambios más o menos grandes, junto a los naturales fracasos. La historia es eso, la biografía de la humanidad con sus éxitos y fracasos. Hegel la definió como «la larga marcha de la humanidad hacia la libertad», que le añade un elemento moral y político. Mientras el resto de los seres vivos, incluidos los animales y vegetales, están sometidos a las leyes naturales, los humanos tenemos la facultad de violarlas, lo que no quiere decir que tengamos el derecho, aunque lo estamos haciendo constantemente. Volamos como las aves, o en aves mecánicas construidas por nosotros, nos movemos en el agua como los peces, creamos calor cuando hace frío, y frío cuando hace calor, y hemos levantado un sistema de garantías para que nadie sea explotado o vejado, que a menudo no funciona, pero siempre es mejor que nada, como ocurre con la democracia, que aparte de ser sólo la menos mala de las formas de gobierno, su fundamento no es la libertad, por mucho que lo haya dicho Hegel, sino la responsabilidad, tanto individual como colectiva, sin la que derivará muy pronto en tiranía de uno o de muchos.

A este respecto debo recordar el grito de Madame Roland, en cuyos salones se forjó la Revolución Francesa; en el carro camino de la guillotina: «¡Oh libertad! Cuantos crímenes se cometen en tu nombre». Curiosamente emparentado con la respuesta que dio Lenin a Fernando de los Ríos cuando le preguntó por la libertad en la Unión Soviética que acababa de inaugurar con Trotski y Stalin: «¿Libertad? ¿Para qué?», que suscribirían todos los dictadores e incluso bastantes intelectuales. La libertad les resulta engorrosa y no es casualidad que Heidegger, cuyas relaciones con el nazismo fueron notorias, fundara su filosofía en la angustia que al hombre normal y corriente le produce estar eligiendo continuamente en su vida diaria entre dos opciones o varias, quedando siempre la duda de si acertó a no. Esa es la esencia del existencialismo. Y la de la democracia. La posibilidad de elegir una corbata o un presidente de gobierno. Y como queda dicho, la responsabilidad consiguiente, de la que se libran los súbditos, no ciudadanos de los regímenes totalitarios. Y lo que ha hecho avanzar a la humanidad, lenta, penosamente a lo largo de los siglos, sin duda alguna mejorando las condiciones de vida tanto material como moralmente. Aquí convendría recordar lo que escribió Ortega y Gasset a propósito del segundo de ellos: «El primer hombre que puso la otra mejilla cuando le dieron una bofetada hizo subir al género humano unos cuantos peldaños en la escala zoológica». Con ello, nuestro primer filósofo demuestra dos cosas: que es vitalista, o sea profundamente español, no existencialista, y que no es un discípulo de Heidegger, ni menos de Jean Paul Sartre, para quien el infierno es el otro. No por nada vuelve la teoría de Giambattista Vico, que describe nuestro avance no lineal, sino en círculos cada vez más amplios, repitiéndose a sí misma, en éxitos y fracasos.

Pero el progreso existe, no queda la menor duda. Yo, como tantos otros españoles, conocí aldeas sin electricidad, sin agua corriente y sin calefacción, por no hablar de radio, televisión y coche. Y no recuerdo ver a tantos protestando, incluidos nosotros que jugábamos al fútbol en la calle con una pelota de goma. Ahora lo que ocurre es que todo va demasiado deprisa. Tan deprisa que se amontonan las cosas sin estrenar, los libros sin leer y las películas sin ver. Lo que, junto a otros rasgos de nuestra época, como el narcisismo, la prisa y la satisfacción inmediata, está pasando factura a nuestra sociedad y afecta por igual a derechas que a izquierdas, a ricos y a pobres, a hombres y a mujeres. Todo el mundo está cansado de ver y oír los mismos argumentos, quejas, insultos y simplezas.

Ahora caigo en el nombre para nuestro tiempo: la Edad Metacontemporánea, más allá y más acá, todo igual y todo distinto. Sin darnos cuenta de que estamos viviendo, en general, en la mejor hasta la fecha. Lo que ocurre es que estamos destrozando el planeta, incluidos los mares y océanos. Menos mal que tres cuartas partes de la superficie del mismo son agua. Pero también se acabará al ritmo que vamos convirtiéndolos en vertederos. Y ese sí que es un problema, no el del gas el próximo invierno.

José María Carrascal

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