Guerra, franquismo y memoria

Algo funciona mal en un país que juzga a un juez por el hecho de juzgar crímenes tan evidentes como repugnantes. Algo profundo ocurre en un país que se permite perseguir los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, pero hace una excepción con los propios. Esto es lo que evidencia el segundo de los juicios a Garzón, que España asume el franquismo como una realidad con claroscuros en vez de condenarlo como una mancha negra de su historia.

Esto va más allá de la benevolencia con las propias faltas. En el fondo, es una forma de asumir el mal, no de negarlo, sino de entronizarlo en lugar de conjurarlo. Esta asunción, además de condenable desde un punto de vista ético, es peligrosa. No ahora, porque las circunstancias no son propicias a la repetición de los crímenes del franquismo, sino por el mensaje y la actitud de quien los repetiría en otros contextos, aunque nadie, ni él, los desee. Pero ello no quita que esté dispuesto a recaer.

La historia no siempre avanza; al contrario, siempre llega un punto en que se tuerce y retrocede. Esta es la utilidad de la memoria. Para evitar que se pueda reproducir, Alemania y Europa tienen muy presente el horror nazi. España, en cambio, se niega la memoria y la condena de un régimen criminal. Por el hecho de juzgar a un juez, el Supremo emite un veredicto de absolución sobre el episodio más repulsivo de la historia moderna.

También es propio de la historia que, al igual que no sabemos cómo acabará, y ni siquiera podemos adivinar con garantías de fiabilidad como proseguirá, tampoco hay manera de saber cómo empezó. Cada vez que nos ponemos a averiguar las causas de un acontecimiento de primera magnitud, encontramos tantas y tan ramificadas como las raíces, por lo que acabamos desistiendo o simplificando. Esta constatación general no invalida los vínculos de causa-efecto entre el franquismo y la guerra que el dictador ganó con la ayuda de Hitler y Mussolini. Sin embargo, opino que se debería distinguir de una manera nítida entre los crímenes de la guerra civil y los del franquismo. No para condenarlos menos, sino para no caer en la trampa que pretende situar los de la dictadura franquista en el mismo plato de la equilibrada balanza que los de la guerra. De ninguna manera, el franquismo y sus actos criminales comienzan cuando se acaba la guerra y acaban casi a las puertas de la muerte del dictador. En los tres años de guerra, hay equilibrio del horror entre los dos bandos. En los 40 de la paz de los cementerios, sólo hay un criminal, un régimen criminal. Siempre que sale el tema, la derecha busca subterfugios para enmascarar esta realidad tan nítida y unir en un solo episodio la guerra y el franquismo. No deberíamos caer en esa trampa.

Precisamente por ello, ahora es más importante que nunca la memoria de la guerra. Quien no reconoce los crímenes de sus antepasados, quien no está dispuesto a pedir perdón, tampoco está legitimado para condenar los crímenes de los demás. Antes de condenar, es necesario limpiar las propias culpas, lo que no se hace a base de ocultar o enmascarar, sino poniéndolas al descubierto.

En este sentido, los catalanes todavía arrastramos una deuda con el pasado de la barbarie desatada en los primeros meses de la guerra. La propia guerra civil española desató una guerra civil catalana, con criminales y víctimas, que aún está lejos de ser contada, asumida y sobre todo condenada desde la vergüenza por el propio pasado. Que las víctimas de un bando en Catalunya hayan estado luego del lado de los vencedores tampoco debe enmascarar la condena de nuestros criminales.

Antes de dar lecciones de memoria y ética a España, Catalunya ha de haber cumplido los deberes con su memoria. Para exponerlo de una manera gráfica, hasta que no veamos en el cine y la televisión a los monjes de Montserrat corriendo monte abajo en 1936, mientras los milicianos los persiguen y matan como conejos, hasta que no sintamos el dolor de este horror en las entrañas, no estaremos en disposición de admirar la grandeza y la ejemplaridad del abad Escarré, uno de los que se escapó de la matanza, uno de los amigos catalanes de Franco, cuando, ya en el exilio abrazó fraternalmente a la Pasionaria y ambos se pidieron y concedieron el perdón.

De manera simbólica y elocuente, aquel abrazo pone fin a la guerra en el sentido en que abre el paso a la paz de la memoria y la reconciliación. Pero si eso sucedió en Catalunya, no ha pasado ni pasará en España. Al contrario. La pretensión de los jueces para enterrar la memoria debería ser contrarrestada por la condena y la ecuanimidad moral.

Desde la cultura y la ética, se debe denunciar este intento tan torpe, desenterrar los crímenes, señalar a sus culpables y, todos juntos, los herederos de los vencedores y los de los vencidos, concederse a la vez el perdón, así como unirse a la condena unánime del franquismo y sus crímenes. Es la única actitud decente ante la historia. Y ante el futuro.

Por Xavier Bru de Sala, escritor.

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