Afganistán tiene mala reputación en el panorama de las relaciones internacionales: propinó a los británicos su mayor derrota del siglo XIX y propició el hundimiento de la URSS en el siglo XX. Ahora le está costando a EE. UU. y a Europa más de cien mil millones de dólares al año. Así que cabe preguntarse por qué estamos allí, qué queremos obtener y cómo vamos a arreglárnoslas para recortar los costes que conlleva la operación. Este y los tres artículos siguientes intentan responder a estas preguntas.
En primer lugar, debería quedar claro que los principales protagonistas extranjeros - Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países de la OTAN, incluida España-poseen limitados intereses en Afganistán.
No tenemos grandes intereses comerciales en aquel país. Afganistán no es fuente de ningún recurso vital. Y, desde la caída de la URSS, Afganistán tampoco representa una barrera frente a amenazas rusas contra cualquiera de nuestros amigos o aliados.
Si resulta difícil identificar nuestros intereses, ¿qué objetivos persiguen entonces nuestras políticas?
Dada la situación de riesgo de nuestras economías, es evidente que deberíamos, en primer lugar, detener la enorme sangría de recursos desembolsados en el conflicto. En segundo lugar, dejar tras nuestro paso un país plausiblemente seguro que no pueda ser plataforma de actividades antioccidentales como lo fue en el 2001, cuando dio refugio a Bin Laden. Y, en tercer lugar, hemos de evitar que nuestras instituciones y leyes resulten afectadas o adulteradas de alguna forma por iniciativas y actuaciones que hayamos adoptado en relación con el conflicto. Debemos tratar de alcanzar estos objetivos de la manera más rápida y libre de obstáculos como sea posible mediante la puesta en práctica de una política sensata.
Llegados a este punto, juzgo que puedo pasar a señalar la forma de llevar a la práctica lo que acabo de mencionar. Quiero decir ante todo que fui a Afganistán hace casi medio siglo, recorrí por el país más de 3.000 kilómetros en jeep, a caballo y en avión y me reuní con jefes de tribus de distintas localidades y aldeas, con diversos gobernadores y con el primer ministro. Dado que yo formaba parte del Consejo de Planificación Política de mi país, mi intención entonces consistía en redactar el primer análisis de la política del gobierno de EE. UU. He vuelto al país muchas veces desde entonces y hace sólo un mes me reuní allí con funcionarios, periodistas, miembros de oenegés, afganos corrientes y embajadores extranjeros y representantes de la ONU. Expongo aquí lo que considero que debemos poner en práctica.
El primer paso consiste en valorar la situación con realismo. Con demasiada frecuencia hemos visto sólo lo que queríamos ver y no hemos conseguido entender la sociedad, las costumbres, la historia, los temores y esperanzas afganas. En consecuencia, buena parte de nuestras iniciativas han fracasado o han perjudicado el logro de nuestros objetivos. Deberíamos atender a lo básico y fundamental: ¿qué es, realmente, Afganistán?
Afganistán es un pobre, montañoso y remoto país cuyos habitantes constan en su mayoría de descendientes de cuerpos del ejército ocupantes o de paso en la región o bien de refugiados que huían de vecinos brutales y despiadados. Los nuris, en el sudeste, creen que sus antepasados descendían de soldados de Alejandro Magno, mientras que los hazaras rastrean su linaje remontándose a los guerreros de Gengis Kan. Probablemente, los pastunes llegaron a Afganistán ahuyentados por los hunos, que derrotaron a las tropas de la Roma imperial. Los uzbekos y otros pueblos turcos huyeron de los rusos de Pedro el Grande y de Stalin. Luego los afganos actuales cuentan con un amargo y variado legado.
Sin embargo, los afganos pueden hacer gala de un contrato social realmente excelente - esto es, un historial de consenso social en lo concerniente a las relaciones entre los ciudadanos-que les ha permitido sobrevivir. No son, en efecto, la informe serie de tribus guerreras que británicos y rusos juzgaron que eran. Han sobrevivido a ambos imperios y han conservado los aspectos que apreciaban de su modo de vida. Este estilo de vida presenta tres conjuntos de creencias o costumbres imbricadas entre sí que dan al pueblo afgano esa fuerza e inquebrantabilidad de carácter; factor que, en definitiva, derrotó tanto a los británicos como a los rusos.
El primero es la religión. Aunque en el país existen dos tendencias destacadas del islam, el sunismo y el chiismo - comparables en cierto sentido al catolicismo y el protestantismo-,la fe islámica afgana reviste características singulares: tiene el elemento moderador de costumbres y prácticas preislámicas o no islámicas.
Por tanto, el sentido de la vía recta,de lo justo y conveniente, es el segundo elemento de cohesión del país pese a las enormes distancias y los obstáculos geográficos que dificultan los desplazamientos.
La tercera creencia compartida señala que el país y todos sus habitantes han sufrido graves y lamentables perjuicios, generación tras generación, a manos de extranjeros. Este sentimiento de agravio les ha unido en lo que los extranjeros califican de actitud xenófoba de la población, pero que en su caso es base y fundamento de su nacionalismo. Y aunque tal factor parece propiciar una cierta inhibición de la OTAN en el plano de la acción, ofrece un elemento positivo ante el futuro del país. En mi próximo artículo, examinaré cómo se vive la vía afgana.
[Leer segunda parte del artículo]
William R. Polk, miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado durante la presidencia de John. F. Kennedy. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.