Un estado de alarma no constitucional

El presidente del Gobierno, en su comparecencia del sábado pasado, nos anunció que iba a solicitar otra prórroga del estado de alarma. Con una desagradable novedad. No contento con colarnos de rondón un estado de excepción, eludiendo los controles que la Constitución establece para éste, aclaró que la nueva prórroga duraría «alrededor de un mes» en lugar de los 15 días de hasta ahora. Rápidamente en los medios se afirmó que la medida era perfectamente constitucional, pues el artículo 116.2 de la Constitución y el 6.2 de la Ley Orgánica 4/1981 establecían que el plazo máximo de 15 días sólo regía para el decreto inicial, que había servido al Gobierno para activar la alarma. Si éste proponía al Congreso de los Diputados la prórroga, ya no debía sujetarse a otro plazo que el que estableciera la mayoría parlamentaria, a propuesta del mismo Gobierno. Existía el precedente de Zapatero, cuando decretó un estado de alarma en 2010 por 30 días por la crisis de los controladores. El Tribunal Constitucional, además, había resuelto ya esta cuestión en su sentencia 83/2016.

Un estado de alarma no constitucionalPero el asunto dista de estar claro. Sobre todo, porque la consecuencia de una interpretación así es lesiva para las libertades civiles. Con presupuestos habilitantes tan genéricos como los que establece la LO 4/1981 para el estado de alarma, cuya concreción parte de una decisión política discrecional, un Gobierno puede aprovechar situaciones que juzgue anormales para inducir a su mayoría parlamentaria a limitar derechos fundamentales durante el tiempo que quiera, eludiendo en ese plazo todo control efectivo. Aparte de que contraviene el principio de que el plazo de una prórroga no puede superar el plazo que prorroga, ¿cómo es posible que la Constitución de un Estado democrático de derecho, cuyo fin último es garantizar la libertad personal, pueda admitir semejante interpretación? ¿No se supedita la libertad a la voluntad de un Gobierno y de su mayoría parlamentaria, y encima de una sola de las dos Cámaras? Ni siquiera la intervención, en última instancia, del Tribunal Constitucional sería eficaz si un Gobierno justifica de alguna forma que la situación a la que apeló en el estado de alarma no ha desaparecido, máxime cuando se cumplieron en forma los procedimientos de prórroga. Por desgracia, los historiadores somos testigos del triste papel de estos tribunales como garantes de la libertad en la Europa de entreguerras, ante gobiernos dispuestos a prevalecer.

De ahí lo peligroso del precedente y lo inexplicable que pueda vendérsenos una interpretación así. Si el legislador hubiera querido conceder una facultad tan discrecional lo hubiera señalado explícitamente, como de hecho lo hace en el artículo 116.4 con el estado de sitio. Pero eso no ocurre en el 116.2. Ahí sólo se indica que el Congreso debe autorizar la prórroga del estado de alarma si el Gobierno necesita ampliar los 15 días de plazo máximo. No se entiende que ese plazo máximo rija sólo para el Poder Ejecutivo, pero no para el Legislativo. Una lectura cuidadosa, y respetuosa con los principios de un Gobierno constitucional, aprecia que el artículo fija el plazo máximo a partir del cual el decreto siempre caduca, y debe ser autorizado nueva y sucesivamente por el Congreso. Y es lógico que ese plazo se establezca en el momento de activarse: a diferencia de los otros dos estados, el de alarma lo activa sólo el Ejecutivo. No es coherente, además, que para un estado de alarma limitativo y no suspensivo de derechos, el Congreso sea tan libre para establecer su duración como lo es en un estado de sitio –que se aplica a guerras, insurrecciones o amenazas de tales–, mientras que el de excepción, el intermedio entre ambos, esté explícitamente limitado a 30 días. Lo coherente es que el estado de alarma esté sujeto a caducidad y sucesivas autorizaciones del Congreso de menor duración que el de excepción, ya que se usa para situaciones de menos gravedad y que permiten un estrecho control parlamentario. Cuanto más grave sea la situación, mayor amplitud da el Congreso a la autorización temporal, puesto que ese control parlamentario se hace más complicado.

Nada hay tampoco en el artículo 6.2 de la Ley Orgánica 4/1981 que permita explícitamente al Congreso prorrogar la alarma por un plazo superior a 15 días. Fija ese plazo para el decreto gubernativo y, en caso de prórroga, el Congreso «podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes». ¿Qué hay ahí que autorice a que el plazo de una prórroga sea superior al plazo que prorroga? ¿No se evidencia del texto, por el contrario, que el Congreso establecerá qué derechos y en qué condiciones serán limitados, puesto que antes esa intervención le había estado vedada por ser competencia del Ejecutivo? Nada autoriza a ver en «alcance» y «condiciones» un permiso para dejar al arbitrio del Gobierno y de la mayoría parlamentaria la duración de la prórroga, cuando en el artículo se explicita un plazo máximo que deriva de la Constitución misma. ¿Pero cómo es posible plantearse siquiera interpretar extensivamente una norma restrictiva de derechos, si el fin último del Gobierno constitucional es la protección de las libertades?

Por último, está la sentencia 83/2016 del Tribunal Constitucional. Respecto de esta cuestión concreta, nada validó. La eludió, porque no se dilucidaba en la demanda de amparo de los controladores aéreos. El párrafo que se señala como refrendo de ese equívoco, en el fundamento jurídico nº 10, sólo remite sin más explicación al 6.2 de la LO, añadiendo el vocablo «términos», que no aparece en dicha ley, junto al de «alcances» y «condiciones». En todo caso, la prudencia del Constitucional es digna de elogio. Lo contrario hubiera supuesto desnaturalizar el estado de alarma hasta convertirlo en un mecanismo peligroso del que no hay precedente en la historia de nuestro Estado constitucional. Porque en la Monarquía liberal de la Restauración el equivalente al estado de alarma, que era el de prevención, debía declararse por ley y con intervención de las dos Cámaras. Sólo no estando reunidas, y para un caso de «grave» y «urgente necesidad», el Ejecutivo podría decretarlo, pero convocando a las Cámaras para darles cuenta. Los derechos que podían limitarse estaban restringidísimos y entre ellos no se encontraba, como hoy, la libertad de movimientos. Esas restricciones aumentaron en la Segunda República. Pero, a cambio, se estableció la caducidad automática de los decretos, de modo que el Congreso debía ir convalidándolos. Es decir, un procedimiento asimilable al que ahora estamos aplicando.

En fin, no es cierto que el Gobierno esté clara y explícitamente autorizado a inducir al Congreso a votar prórrogas superiores a 15 días. Y esto lo sabe Pedro Sánchez. Si no, ¿por qué no se apoyó en el precedente de Zapatero para hacerlo antes? ¿Por qué hasta ahora ha estado solicitando prórrogas de 15 en 15 días? ¿Estimaba que el coronavirus moriría o se mudaría quincenalmente de país? Claro que no. ¿Qué ha cambiado ahora? Que el Gobierno perdió el apoyo del PP, que la aprobación de la última prórroga fue agónica y que, como considera que necesita un mes más de alarma, no quería someterse sino una última vez al control del Congreso, aunque al final su plan se haya frustrado.

No entro en consideraciones partidarias. Si el Gobierno quiere procurarse una situación cómoda, que lo haga, pero no a costa de las libertades civiles ni de la interpretación recta de la Constitución, ni de crear un precedente demencial en virtud del cual un Gobierno pueda incitar a su mayoría parlamentaria a limitar los derechos fundamentales el tiempo que quiera amparándose en presupuestos habilitantes tan ambiguos como los de la LO 4/1981. No hay derecho a afirmar que la Constitución dice lo que no dice. La cuestión, para mí, está clara. Pero si estuviera turbia, ya existe una duda razonable. Y, en caso de duda, en un Gobierno constitucional y democrático prevalece la libertad civil, que es su razón última.

Roberto Villa García es profesor de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos y autor de España en las urnas. Una historia electoral (Catarata, 2016) y coautor de 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa, 2017).

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