El PIB no da la felicidad, pero ¿ayuda?

Conocemos, casi a la vez, que 2023 ha cerrado en España con el mayor número de ocupados de nuestra historia, 21.246.900, según la EPA, y una encuesta del instituto 40db para El País y la Ser, según la cual, una parte significativa de trabajadores españoles, aunque contentos por tener empleo, se quejan de los bajos sueldos, las largas jornadas y la elevada rotación de los contratos, tres aspectos que definen lo que antes llamábamos explotación laboral, a la vez que muestran su preocupación por el impacto de la inteligencia artificial en sus empleos.

Todo junto señala un marco de trabajo propenso a generar ansiedad y al deterioro de la salud emocional/mental. Tal vez ahí se encuentre la explicación del elevado absentismo que denuncian los empresarios, sin ir a la raíz del problema, y de que los ansiolíticos sean uno de los medicamentos más recetados en nuestro país.

Entre 2007 (antes de la crisis) y ahora, la población empadronada ha crecido en España en más de dos millones de personas y un 13% son extranjeras. Los activos son hoy dos millones más, de los cuales, a trazo grueso, uno se ha ocupado y el otro engrosa el paro. En 16 años, llenos de una sucesión de crisis, nuestro aparato productivo ha sido capaz de absorber a un millón más de trabajadores, gracias a un incremento del PIB que desmonta todos los catastrofismos a los que algunos son adictos. Encomiable, pero insuficiente de acuerdo con el ritmo de crecimiento de la población activa.

Si miramos más allá del titular, en estos años se ha producido un importante cambio estructural en la economía: la industria ha perdido medio millón de empleos, la construcción un millón y los servicios han ganado tres millones. Es decir, si la economía española ha crecido y ha creado empleo en estos años ha sido, básicamente, en el sector servicios, que incluye el turismo, donde hemos batido récords, con 85 millones de turistas extranjeros recibidos el año pasado. Quizá ello ayude a entender otros fenómenos que también se están produciendo en el mercado laboral y en el PIB.

Empezando porque la duración de los contratos no mejora, a pesar de la reforma laboral: baja la temporalidad, pero la necesaria flexibilidad se canaliza hacia fijos discontinuos (mejor, pero no más horas), y contratos fijos, pero de corta y cortísima duración (elevada rotación). Se crea empleo, pero el 57% de los nuevos contratados trabaja menos de seis horas al día. Analizando las horas trabajadas, la media hoy sería de 31,7 horas semanales, una de las más bajas de la serie.

Pocas horas y mal pagadas: cambia de nombre, pero la dualidad del mercado laboral y la precariedad de una parte del mismo es similar, en parte, a la de antes de la reforma, porque responde al mismo modelo empresarial y productivo que antes. Lo que sí está cambiando es la respuesta de los jóvenes trabajadores ante esta situación que consideran adversa: las bajas voluntarias (la Gran Renuncia detectada también en EE UU) se han triplicado en una década.

El PIB español creció el año pasado un 2,5%, el mejor resultado de la eurozona. Mientras algunos hablan del milagro español, otros piensan que, estando bien, no es para tanto, porque hemos crecido gracias al consumo (público y privado), con una inversión en retroceso. Y porque el PIB no mide el estado de ánimo de los ciudadanos más condicionado, intencionadamente o no, por asuntos como la supuesta desintegración y ruina del país por culpa de “este Gobierno”, o por el temor a que “los otros” lleguen al Gobierno y destrocen el país.

Sin llegar a esto, se ha puesto de relieve algo que ya señalamos aquí hace semanas: la brecha de productividad que tenemos con la eurozona no se ha reducido en veinte años. Y, en la medida en que la productividad es el camino para mejorar la renta per cápita y la competitividad, el asunto mueve a preocupación, hasta el punto de que el Gobierno ha anunciado la creación de un Consejo de la Productividad: el PIB crece, pero la productividad, menos. Y sabemos por qué: empezando por la especialización en servicios, que se ha intensificado, como hemos visto, un sector menos propenso a mejoras de productividad que una industria en retroceso en España; en segundo lugar, invertimos poco en I+D+i (quitar a la Agencia Tributaria la exclusividad de decidir que es, o no, innovación deducible y dárselo al CDTI sería un gran primer paso) y tenemos un tamaño medio empresarial demasiado pequeño: el 97% de empresas con menos de 50 trabajadores emplean al 41% de los asalariados, mientras que el 0,41% con más de 250, que son las que más innovan, dan empleo al 42%.

Una última reflexión sobre el PIB: su crecimiento es condición necesaria para reducir las desigualdades sociales. Pero no suficiente, si no hay políticas dirigidas explícitamente a ello. Así, si el crecimiento del PIB ha permitido que en 2023 aumente la riqueza de (algunos) los hogares españoles, por aumento de rentas y del valor de los activos, a la vez que su deuda cae a mínimos, según un Informe del Banco de España, no ha sacado a España de la cola europea en pobreza infantil, donde seguimos, con una tasa del 28%, a pesar de las medidas puestas en marcha durante la pandemia (Ingreso Mínimo y complemento infantil), que se han mostrado válidas, pero insuficientes y deficientes. En España, el grueso de la ayuda familiar se efectúa a través del IRPF, cuando, precisamente, las familias menos favorecidas no presentan la declaración, razón por la que es un clamor la puesta en marcha urgente de una prestación universal por hijo, de cuantía digna, como en otros países europeos.

Todo empeora cuando el PIB decrece, lo que señala una crisis económica (otro asunto es el decrecimiento como concepto). Pero parece que la felicidad de los humanos, está más allá del PIB y de su crecimiento.

Jordi Sevilla es economista.

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