Diez días que sacudieron Brasil

Cuando todo parecía en calma, las manifestaciones populares se extendieron por los principales centros del interior de Brasil, movilizando sólo el día 20 de junio a más de 1,4 millones de personas que sacudieron la nación dejando a la clase política aturdida. Las calles fueron tomadas por la ciudadanía y la política se convirtió en el centro de los debates y preocupación de todos los brasileños, incluso mientras se celebraba la Copa Confederaciones. El lema “el gigante se despertó” fue ampliamente utilizado durante las movilizaciones en referencia a un verso del himno nacional brasileño que establece el país como “eternamente acostado en cuna espléndida”.

En su mayoría compuestas por jóvenes que nunca antes habían participado en manifestaciones políticas, movilizadas a través de las redes sociales, una multitud creciente en una espiral cada vez más amplia y diversa ocupó los espacios públicos agrupada en torno a la lucha inicial por la reducción de las tarifas de transporte público. Las autoridades públicas y los medios de comunicación intentaron minimizar el potencial de las manifestaciones, mostrándolas como inconsecuentes movimientos de jóvenes de clase media alta, poco afectados por la tarifa del transporte urbano para, poco después, pasar a descalificarlos como actos de vandalismo y de individualismo anárquico. Pero más adelante asistieron perplejos y atemorizados a esta insurgencia de carácter epidémico a la que se sumaron nuevos grupos de toda edad que añadían a la demanda inicial una profusión de reclamaciones relacionadas con los servicios públicos brasileños.

Iniciada a partir de la convocatoria del Movimiento Pase Libre (MPL), un grupo que consta de 40 militantes en São Paulo y que desde hacía mucho trabajaba en la difusión del debate sobre el derecho al transporte gratuito, las primeras manifestaciones tuvieron lugar precisamente en São Paulo. La dureza de la policía en la represión contra los manifestantes, un comportamiento típico en sus incursiones en las favelas y barrios obreros, terminó sirviendo de fermento para espesar el pastel de la corriente de quienes exigían una política de seguridad más democrática. La consigna “No son los 20 céntimos, son nuestros derechos” unificó a una masa heterogénea de manifestantes.

El comienzo del ciclo de las megamanifestaciones estuvo marcado por la presencia de más de 100.000 manifestantes, cuyas túnicas blancas habían iluminado el 17 de junio el centro de Río de Janeiro. El poder desconocido de las masas dejó de ser virtual, demostrando la fuerza de un modelo de movilización, reticular y horizontal, apartidista y plural. Un gran número de peticiones, expresadas en carteles hechos a mano, llenos de originalidad, humor y crítica hacia los “poderes podridos”, articuló la micropolítica de la vida cotidiana con la elaboración colectiva de una agenda nacional. El crecimiento de las movilizaciones trajo también consigo un estancamiento en las reivindicaciones que se enfocaron en la calidad de los servicios de transporte público, la salud, la educación; en la definición de las prioridades que beneficiaban intereses individuales en detrimento de las necesidades colectivas y en la persistencia de la corrupción en todo el sistema político. El cierre simbólico de este ciclo se produjo cuando los residentes de dos favelas de Rocinha y Vidigal, en la zona sur, bajaron a manifestarse de forma pacífica y ordenada frente a la residencia del gobernador de Río de Janeiro, al que exigieron que en lugar de la prevista construcción de un teleférico –que es el modo de transporte que permite a los turistas una visión panorámica de los barrios marginales– los recursos se invirtieran en saneamiento de aguas negras.

Es imposible separar este movimiento de alcance nacional de los megaeventos y de las transformaciones urbanas que se han producido. La espectacularización organizada por los medios de comunicación y el discurso del Gobierno sobre un país de clase media, con las ciudades pacificadas, capaz de insertarse en la economía global a través de un mercado interno pujante y de la atracción de inversiones para el patrocinio de grandes acontecimientos, han producido un factor inversamente proporcional al deseado.

La población se manifestó siguiendo el tirón de los partidos de la Copa, pero separó esa promoción simbólica de los problemas y necesidades de los ciudadanos, del uso de fondos públicos para grandes inversiones en la renovación de estadios, de otras reformas urbanas y de la creciente asociación entre gobernantes y empresarios en el proceso de la toma de decisiones autoritarias.

La reacción de las autoridades pasó del autismo a la justificación de los gobernantes locales y regionales de la prohibición y/o el uso de la represión indiscriminada como medio para la lucha contra el vandalismo de las manifestaciones. El crecimiento de las manifestaciones dio paso a un fenómeno inusual en la política brasileña: gobernantes convocados a conferencias de prensa para anunciar la retirada del aumento de los precios. Inusual fue el hecho de hacer públicas sus acciones y dar cuenta de su responsabilidad, en algunos casos tratando de abrir la caja negra de los contratos de concesión a las empresas de transporte municipal, como sucedió en São Paulo, mientras que en otros casos, como en Río de Janeiro, intentaron evitar el conocimiento público de los contratos.

La hiperactiva reacción de los tres poderes mostró la desorientación en la que se encuentran. La presidenta, inicialmente desfavorable a las manifestaciones pacíficas, terminó trabajando en estrecha colaboración con los gobiernos locales para facilitar la revocación de las tarifas. También fue la primera en tomar la iniciativa de recibir a los manifestantes, buscando soluciones de forma errática a las demandas populares. La presidenta terminó instalándose en la reforma política como una manera de liberar al Gobierno de sus alianzas con los partidos tradicionales y así poder responder a la voz de la calle. Los analistas políticos culpan al presidencialismo de coalición de haber hecho de los gobiernos del PSDB y el PT rehenes de sus aliados conservadores en el Congreso, haciendo imposible profundizar en los cambios. Así las cosas, la convocatoria de un plebiscito debe impulsar sin duda la reforma política, pero nada garantiza que no termine en un proyecto muy conservador.

Esta última solución no tiene en cuenta los mecanismos de vaciamiento creciente de la participación ni la falta de transparencia en la relación entre gobernantes y empresarios, así como la adhesión de fuerzas partidistas y sindicales al Gobierno, con el consiguiente alejamiento progresivo del mismo de la dinámica social. El análisis ignora el papel de los comités de la Copa Confederaciones, que difundieron información sobre los contratos de obras y remociones arbitrarias que se están realizando en barrios pobres y áreas degradadas, e ignora la importancia de la participación social en la elaboración de la ley Ficha Limpia mediante una iniciativa popular legislativa. Como ignora otra serie de iniciativas que en conjunto desafían la transformación de la ciudad en una mercancía inserta en un circuito de reproducción del capital y especulación financiera.

Sonia Fleury, doctora en Ciencia Política, profesora de la Escuela de Administración Pública y Empresarial de la Fundación Getúlio Vargas (Río de Janeiro).

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