El delito de deslealtad

No debería pasar desapercibida la propuesta formulada por el presidente del Partido Popular en el pasado debate de investidura acerca de la incorporación al Código Penal de un delito de deslealtad constitucional (o institucional). En estos tiempos en que proliferan las deslealtades sería oportuno que se encargara ya a penalistas de pluma inspirada la redacción del precepto correspondiente (por favor, los asesores del Ministerio de Igualdad, abstenerse).

Conviene recordar que el principio de la "lealtad federal", como tantos otros de los que configuran el Estado moderno, procede del derecho alemán y de los escritos que los juristas alemanes han producido para aclararlo desde hace ya más de un siglo.

El delito de deslealtad
Raúl Arias

Conectado obviamente con la estructura descentralizada de la organización política alemana, en los primeros años del siglo XX, fue Rudolf Smend (1882-1975), un autor arrinconado por los nazis, quien con más precisión se ocupó de definir sus contornos advirtiendo que entre la Federación y los länder hay una relación funcional que está más allá de las fórmulas concretas puestas en pie por el texto constitucional. De aquí parte su constatación de que existen principios constitucionales "no escritos", uno de los cuales sería este de la fidelidad de los estados a los compromisos aceptados, lo que también puede formularse como obligación de mantener una relación positiva o constructiva en las relaciones que traban los diversos componentes del Estado federal. Smend maneja mucho los modelos americano y suizo y, a partir de sus enseñanzas, habla de "deberes de conducta amistosa" o "amabilidad federal".

Hay otros autores que han contribuido posteriormente, hasta nuestros días, a perfilar el concepto subrayando el deber de la Federación (nosotros diríamos el Estado), por un lado, y de los länder (que no se olvide, son nuestras comunidades autónomas) de valorar y considerar siempre en sus relaciones recíprocas los intereses comunes, los que derivan de la consideración de ambos como un conjunto político perfectamente identificable en sus partes, pero dotado de una inequívoca unidad interna. Se construye así un deber, un deber constitucional, que alcanza mayor eficacia práctica si lo erigimos en un límite a la discrecionalidad del Estado y de las comunidades autónomas a la hora del ejercicio de sus respectivas competencias.

Está ínsito en el modelo federal, y nadie puede discutirlo, que las competencias de sus distintas instancias políticas se ejercen libremente, en cuanto constituyen manifestaciones de su autonomía y el fruto de su capacidad para conformar la realidad social que tienen confiada. Ahora bien, es precisamente esta libertad con la que se configuran los mecanismos derivados de la atribución de competencias la que aconseja configurar un límite, y ninguno mejor que el de la "lealtad", conjuro de la desunión y de la fragmentación.

La "lealtad" así construida impide el abuso de las propias competencias, un abuso que se percibe cuando de una determinada norma jurídica o de una específica acción administrativa se derivan perjuicios para los intereses comunes. Cuando estos se conculcan o se ponen en peligro es cuando nos adentramos en el campo minado de esa deslealtad, que compromete el funcionamiento mismo del sistema y de su armonía, consustanciales a un Estado descentralizado.

Según una fórmula que luego ha sido muy repetida por el Tribunal Constitucional alemán (desde el año 1952), "el principio de la lealtad significa que todos los participantes de la unión constitucional que supone el Estado federal están obligados a colaborar en el mantenimiento de su esencia así como a contribuir a su fortalecimiento y a su salvaguardia". En España, se ocupó hace años de este asunto Antonio Jiménez Blanco, en Las relaciones de funcionamiento entre el poder central y los entes territoriales (Madrid, 1985).

De acuerdo con una amplia jurisprudencia, se trata pues de un principio no escrito del que se derivan muchas consecuencias. Por ejemplo un reférendum sobre una cuestión de competencia federal queda vedado por la "lealtad"; de igual forma, mayor importancia ha adquirido esta idea como "barrera en el ejercicio de las competencias", siempre con la vista puesta en que ningún actor político puede resultar dañado por las decisiones de otro. La Federación (insisto: el Estado entre nosotros) no puede introducir discriminaciones entre los länder (las comunidades autónomas) dando a unos lo que quita a otros.

En España, el Tribunal Constitucional ha echado mano de este concepto en sentencias que vienen de antiguo (46/1990 de 15 de marzo; 209/1990 de 20 de diciembre; 156/1995 de 26 de octubre) o de épocas más recientes (89/2019 de 2 de julio - relaciones entre los órganos constitucionales-; 135/2020 de 23 de septiembre, Estatuto de Cataluña).

Convengamos en que la lealtad, al estar solo parcialmente prevista en textos positivos, carece de cuerpo porque es más bien espíritu: la esencia o la substancia aglutinante de la organización política. Es el gozne del Estado, la bisagra que sirve para facilitar el movimiento armónico, el acomodo entre las piezas del sistema político descentralizado (federal, regional, autonómico o como se le quiera bautizar). La lealtad actúa así como telón de foro, que es el que en el teatro cierra la escena, prestando su sentido a la decoración toda.

Tal función cumple la lealtad entre las instituciones: ser el entibo del razonamiento judicial, el hilo de Ariadna que no debe perderse ni por el juez, que compone conflictos, ni por el político que adopta decisiones porque, si ello ocurre, se desorientarán en el laberinto que con tanta eficacia saben construir los intereses políticos, económicos, etcétera, que se enfrentan en el Estado.

La lealtad, sea dicho de una vez, representa el confín que marca el territorio de las buenas maneras, más allá del cual se abre otro en el que no es difícil que se extiendan la sombra del desconcierto y el germen del despropósito.

Que es justamente donde nos encontramos en este momento de la España actual. No nos llamemos a engaño: bueno es recordar, como he intentado, construcciones jurídicas inspiradas por autores solventes y aplicada por las leyes o las sentencias de los magistrados.

Ahora bien, me temo que estas invocaciones caigan en el más absoluto vacío, habida cuenta de que las relaciones en nuestro Estado de las Autonomías se hallan desquiciadas como consecuencia de la actuación de comunidades autónomas "desleales" como la de Cataluña, cuyos gobernantes perpetraron un golpe de Estado, y la del País Vasco, desde la que también recibimos mensajes de forma intermitente que inquietan: tal, por ejemplo, el reciente del lehendekari invocando unas "convenciones constitucionales" destinadas a vaciar el texto de 1978, sin observar ninguno de los mecanismos previstos para su reforma. Que este señor pronuncie tamaño despróposito, como digo, nos inquieta, pero nos traslada al más negro pesimismo el hecho de que un ministro relevante del Gobierno de progreso saludara la ocurrencia como "digna de ser valorada".

La formación del próximo Gobierno, que vemos acompañada de debates extravagantes sobre la amnistía y la autodeterminación de una parte del territorio nacional (a la que seguirán presumiblemente otras), ponen de manifiesto que nuestro sistema político está a punto de explosionar.

Un calambre nos recorre el cuerpo porque la fuerza política que podría parar este descalabro (el PSOE) no solo lo alienta, sino que no ofrece modelo alternativo fiable; quiero decir, contrastado con experiencias foráneas dignas. El PSOE propicia el hundimiento de una parte sustancial del orden constitucional por un puñado de votos, de la misma manera que un irresponsable prende fuego a un cuadro de Goya para calentarse las manos. Porque todos sabemos que los partidos golpistas y separatistas serían una nota a pie de página si el PSOE no los hubiera llevado al texto principal y, además, con letras capitulares.

Si algún día recuperamos la sindéresis, no sería malo contar entonces - para prevenir- con un precepto en el Código Penal como el propuesto por el candidato a la presidencia del Gobierno en el fallido debate de investidura.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y autor, junto a Igor Sosa Mayor, de El Estado fragmentado. Imperio austrohúngaro y brote de naciones en España.

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