Sánchez, alimentar la discordia para conservar el poder

Pedro Sánchez fracasó en la primera investidura a la que se postuló, de la mano de Albert Rivera, en marzo de 2016. A pocos minutos de que tuviera lugar la segunda votación, intervino la diputada de Bildu Marian Beitialarrangoitia: «A partir de mañana tiene usted una oportunidad para volver a los valores de la izquierda y anteponer la democracia a la ley».

Casi ocho años después, cuesta creer que la misma persona sea el líder carismático que ha convertido un partido histórico, vertebrador de los intereses generales del país, en una organización plebiscitaria, que no sólo ha asumido como propia esa lógica populista del independentismo más disolvente, sino que la ha trasladado a la estructura y la acción política del Estado. Tantas veces se ha advertido de que nuestro sistema se adentra en las tinieblas y ahora están ahí mismo: la amnistía para «hacer de la necesidad, virtud» es el triunfo de la idea profundamente antidemocrática e inmoral de que el fin justifica los medios. Si la democracia pierde su aspiración ética, quiebran las bases morales de la convivencia y aparece la discordia cívica.

Sánchez, alimentar la discordia para conservar el poder
Gabriel Sanz

El acuerdo que firmó el PSOE con Oriol Junqueras esta semana establece una ruptura de la igualdad entre los españoles y da un paso decisivo en la configuración de Cataluña como una confederación extractiva. También descuenta un referéndum centrado en el «reconocimiento nacional». Pero, aun con todo, su importancia principal radica en que convalida la narrativa independentista de lo que fue el 1-O y la concepción desviada de la política que condujo en 2017 a un asalto sin precedentes del orden constitucional y del Estado de Derecho con la intención de abolirlo en Cataluña.

El texto se sitúa en una falsa equidistancia dentro de un «conflicto» entre «una legitimidad parlamentaria y popular» y «una legitimidad constitucional». Lo que distingue, sin embargo, a las democracias liberales es, precisamente, la preeminencia de la segunda como límite indisponible para garantizar los derechos de todos los ciudadanos y el pluralismo político frente a los abusos del poder. Carles Puigdemont y Junqueras intentaron imponer en 2017 un Estado autoritario en el corazón de Europa, sin separación de poderes, con control de la prensa y extranjerizando a las supuestas minorías, al amparo de esa idea perversa de que no hay procedimiento ni Constitución que puedan oponerse a la voluntad de un pueblo homogéneo -la ficción enfermiza de un sol poble-.

La extensión de ese cheque en blanco que recompensa el comportamiento más desleal con el Estado es el precio del poder, pero no sólo: es la constatación de la vocación de Sánchez por gobernar desde esa misma concepción plebiscitaria y antiliberal. Dicho de otra forma: es como si se amnistiase también a sí mismo. Desde su acceso al Gobierno, el presidente ha replicado lo peor de la cultura política del procés: el desprecio por la verdad, la polarización estratégica -la coartada siempre es «frenar a la derecha y la ultraderecha»- y la ocupación de las instituciones -la última, la Secretaría General del Congreso con el advenedizo Fernando Galindo-. Con ese control se asegura un ejercicio del poder sin apenas límites efectivos. Un peligroso deslizamiento autoritario asomó durante su discurso en el Comité Federal, cuando justificó la amnistía «en nombre de España». Un sol poble. ¿Qué otra arbitrariedad, atropello o recorte de derechos podría no justificarse «en el interés de España»? ¿Cuál será el próximo límite para «frenar a la derecha»?

Los días que pasen hasta que Puigdemont acepte investir a Sánchez serán humillantes. El prófugo ha detectado el exacto momento en el que el presidente superó el punto de no retorno que ya le impide ir a una repetición electoral: el sábado, cuando defendió abiertamente la amnistía; y el lunes, cuando el PSOE difundió la foto que marcará para siempre a Santos Cerdán. Ahora está en sus manos. Puigdemont, además, consideró una afrenta que los socialistas permitieran a ERC capitalizar el anuncio de la amnistía y, sobre todo, la escenificación y los términos del acuerdo del jueves con su odiado Junqueras, que se presentó como president de facto. Una prioridad de Junts es llegar más lejos que Esquerra y expulsarla del poder. Ahora someterá a Sánchez a asedio para intentar que la amnistía derive en una descalificación general del sistema judicial español y tratar de imponerle una hoja de ruta que lo mantenga cautivo durante cuatro años mientras una comisión internacional verifica -qué inmensa vergüenza- que el Gobierno de España cumple paso a paso con el «compromiso histórico» de superar el 78. Ésa es la naturaleza corrupta de la persona en la que Sánchez ha depositado el futuro del país.

Francisco Pascual advertía aquí el viernes del «riesgo sistémico imprevisible» de que este comportamiento inmoral lleve a la ciudadanía a desconectar de las instituciones. No es concordia: es corrupción. No es posible imaginar una decisión más divisiva y tóxica para la convivencia. No estamos ante una situación comparable a la de los indultos. El ciudadano medio, que tiene un negocio, una familia y una red social de amistades de distintas sensibilidades, que no está metido en política ni vive entre periódicos cada día, puede intuitivamente tolerar algo que no le gusta si antes se ha hecho cumplir la ley y si le hacen creer que favorece la paz social. Quién no querría abandonar el conflicto de las emociones. Pero lo que ocurre ahora es, abiertamente, lo inverso: se alimenta la discordia sólo para conservar el poder. Regresa el enfrentamiento, la retórica bélica -«los soldados», como dice Jordi Turull-, la dinámica competitiva entre Puigdemont y Junqueras por llevar más lejos el desafío al Estado. La foto de Cerdán bajo la urna es un escarnio que nos recuerda la angustia de aquellos días. El nuevo procés está en marcha con toda su agresividad. Y al ciudadano se le obliga, de nuevo, a vivir emociones que creía olvidadas, a movilizarse, a dar la cara para defender una idea cívica de España. A rescatar la bandera que un día tuvo que sacar a su balcón.

Joaquín Manso es el director de El Mundo.

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