Italia

El mejor retrato de la Italia moderna lo hizo Julio Camba, pero como era un humorista, nadie lo tomó en serio, cuando los humoristas son los tipos más serios que existen, como sabe todo el que ha tenido trato con ellos. Para aquel gallego mordaz y cosmopolita, el italiano moderno vive aplastado por la grandeza de Roma, que rigió, educó y civilizó todo el mundo conocido. «Al ver la solidez con que construían los antiguos romanos —escribió Camba—, me da la impresión de que lo habían hecho expresamente para fastidiar a los que viniesen detrás». Ese glorioso pasado ha traído dos cosas mortales para Italia. La primera, que todos los bárbaros se hayan sentido irremisiblemente atraídos por ella. La segunda, que los posteriores italianos hayan sucumbido bajo el peso de tanto esplendor.

Como teoría no está mal, pero cuando uno se pone a contrastarla con la realidad, le encuentra agujeros. De entrada, que, desaparecido el Imperio Romano, Italia siguió dándonos grandes hombres y grandes obras. En la Edad Media, las órdenes religiosas preservaron, junto al papado, cierto orden dentro del caos. Con Dante y Marco Polo como figuras universales. Del Renacimiento no digamos. Nació y se desarrolló, aparte de Roma, en Florencia, Venecia, Pisa, Siena, Padua, Mantua, con Leonardo, Miguel Ángel, Maquiavelo, Galileo alumbrando el mundo moderno, pese a los continuos ocupantes: bizantinos, árabes (Sicilia), alemanes, españoles, franceses. Francisco I de Francia: «Mi primo Carlos I (de España) y yo queremos lo mismo: Milán». De entonces viene aquello de «todos los caminos van a Roma», y el lamento de los soldados españoles de los Tercios: Italia,miventura, Flandes,misepultura.

Los ejércitos siguieron llegando a Italia —ingleses (en las guerras napoleónicas), austriacos, para quedarse—, mientras ella seguía produciendo artistas y científicos de primer orden.

Puede ser lo que haya configurado la Italia de hoy, lo que la ha hecho distinta a todas las demás naciones europeas, lo que la hace tan difícil de entender y tan fácil de amar. Controlados por otros, los italianos han crecido con una desconfianza innata a los gobiernos, normas, leyes y cualquier tipo de autoridad oficial. ¿Cómo han podido sobrevivir, e incluso gozar de la vida, si desaparecida la ley escrita sólo queda la de la selva? Pues porque el italiano conserva como oro en paño su ley privada, su ley particular, la ley de la familia y de las costumbres, la de la tradición y la de la comunidad inmediata. Una ley más fuerte que la de los boletines oficiales, dictada por gentes lejanas y desconocidas, que puede, por tanto, desobedecerse, mientras que la ley próxima y familiar hay que cumplirla a rajatabla. Es la que ha permitido a Italia sobrevivir como sociedad durante tantos años de dominio extranjero e incluso domesticar a alguno de sus invasores, que se adaptaron a la cálida, próxima, humana relación que viene rigiendo aquel país. Es por lo que los italianos han preferido siempre ajustar su conducta a sus viejas normas privadas, lo que inevitablemente invalida las instituciones públicas. Ese confortable y conocido refugio que forman familiares y amigos ha sido una especie de bote salvavidas en los temporales llegados de lejos y de fuera. Una forma de autodefensa.

Lo preocupante, al menos visto desde el exterior, es que tal concepto de sociedad y comportamiento ha sobrevivido tras la formación de la nación y del Estado italianos, es decir, cuando el país dejó de estar regido por extranjeros, a mediados del siglo XIX. Lo que significa que los italianos siguen teniendo la misma actitud, recelo y disposición a la desobediencia hacia sus propias autoridades, fiándose mucho más de las viejas relaciones. Que ven a Roma como antes veían a Madrid o a Viena.

Lo que lleva a una situación un tanto esquizofrénica, aunque ellos la llevan muy bien. Desde fuera, Italia es un país ingobernado e ingobernable, ya que son sus propias autoridades las que no sólo toleran, sino inducen a no respetar las leyes. Me contaba un colega que, queriendo cruzar en coche una Piazza di Spagna en obras donde vivía, se le ocurrió preguntar a un guardia, y este le señaló el camino pese al letrero «Prohibido el paso de vehículos». Algo que se mantiene con gobiernos de derecha, izquierda o centro, y explica por qué los italianos siguen trabajando, produciendo, exportando bajo todos ellos e incluso dan la impresión de hacerlo mejor sin gobierno que con él. «Sin gobierno —me decía un colega italiano en el Berlín de los años 50 del pasado siglo, tratando de explicarme los largos periodos de crisis en su país— no hay nuevos impuestos, ni nuevas leyes ni nuevas disposiciones, lo que nos permite inventar nuevos productos, mejorar los de siempre, exportar sin restricciones y convertirnos en líderes de marcas y estilos por nuestra cuenta y riesgo, que es lo que nos gusta. A diferencia de los alemanes, que no pueden vivir sin gobierno, nosotros los odiamos. A todos, cualquiera que sea su signo político. Por eso los cambiamos con tanta frecuencia».

Puede que sea el secreto de Berlusconi, que, bajo la apariencia de gobernar, deja a sus compatriotas hacer lo que les dé la gana, como hace él. O del éxito de Beppe Grillo con su Movimiento 5 Estrellas, a ras del suelo, antisistema y antipartidos establecidos. Como se explica también la costalada que se ha dado Monti, después de haber puesto un poco de orden en la desordenada república. Y es que, para sus compatriotas, Monti no representa otra cosa que el «poder lejano» de Bruselas, como lo fueran en su día los de Madrid, París o Viena, que tan poco gustaban a los italianos.

Con lo que llegamos al momento actual y a la cuestión candente de Italia. Está visto que las normas y fórmulas que funcionan en otros países no rigen ni funcionan en Italia. Es más, que los italianos las rechazan por instinto y naturaleza. Y si no respetan ni cumplen las dictadas por Roma, ¿cómo van a respetar y cumplir las dictadas por Bruselas? Dicho de otra manera: ¿puede articularse una Comunidad Europea con una Italia que funciona mucho mejor desarticulada? ¿Podrá completarse la Unión Europea sin la unión fiscal y financiera que propugnan Alemania y otros países del norte, si la cuarta economía europea no se incluye en ellas? ¿Podrá sostenerse el euro sin dicha unión?

Es la pregunta del día, y la del millón, o millones, de euros. Los italianos han demostrado de sobra poder vivir perfectamente sin gobierno. Pero ¿puede Europa vivir sin él? Yo, desde luego, no me atrevo a contestarlo.

José María Carrascal, periodista.

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