Barroco

Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 07/11/1598 - Madrid, 27/08/1664): La Virgen con el Niño Jesús y San Juan Bautista niño, 1662.Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 07/11/1598 - Madrid, 27/08/1664): La Virgen con el Niño Jesús y San Juan Bautista niño, 1662.
Óleo sobre lienzo, 169 x 127 cm
Inscripción: Franco De zurbaran (parte inferior central en una cartela).
Bilbao, Museo de Bellas Artes, 69/249.


Entre los cuadros que ejecutó Zurbarán en Madrid, en el periodo final de su carrera, aparecen varios de la Virgen con el Niño de media figura, temática nueva en la obra del pintor. Son pinturas íntimas pero muy acabadas, de peculiar encanto y enteramente de la mano del viejo maestro, quien demuestra en ellas que no ha perdido nada de sus calidades en la total interpretación del natural. En estos lienzos de devoción privada, de evidente parentesco iconográfico y formal, llaman la atención precisamente las variaciones sobre este tema amable y encantador, que tuvo un indudable éxito entre los clientes devotos del Madrid de 1658-1662. Seguir leyendo ...

José de Ribera (Xàtiva, Valencia, 16/11/1591 - Nápoles, Italia, 02/09/1652): San Sebastián curado por las santas mujeres, c. 1620-1623
José de Ribera (Xàtiva, Valencia, 16/11/1591 - Nápoles, Italia, 02/09/1652): San Sebastián curado por las santas mujeres, c. 1620-1623

José de Ribera (Xàtiva, Valencia, 16/11/1591 - Nápoles, Italia, 02/09/1652): San Sebastián curado por las santas mujeres, c. 1620-1623
Óleo sobre lienzo, 180,3 x 231,6 cm.
Museo de Bellas Artes de Bilbao (Bilbao, España)


El cuadro tiene una firma muy gastada en la que sólo resulta legible un resto del nombre, sin rastro de la fecha. Debió de sufrir alteraciones durante su estancia en Francia, pero la bibliografía fue repitiendo la transcripción «Jusepe de Ribera de Spagnolet F. 1631», con la deformación galicista del apodo «Spagnoletto». También la fecha estaba alterada, pues por su estilo se sitúa, a mi juicio, hacia 1620-1623.

Un punto fundamental para la comprensión del cuadro es su fecha, que ha de anticiparse en un decenio al año 1631, que se creía que constaba en la firma, pero que formaba parte de la manipulación que había sufrido ésta. Los datos de estilo encajan a mi juicio en un momento situado entre dos jalones temporales seguros: posterior al Calvario de Osuna (1618) y anterior al Sileno ebrio (1626) de Capodimonte (hoy diría que sin duda anterior también a la Virgen con el Niño entregando la Regla a San Bruno, de 1624), y más cerca de 1618 que de 1624. Una opinión más o menos compartida por Pérez Sánchez y por Spinosa, que han sugerido con interrogante que la fecha hoy inexistente que acompañaba a la firma sería 1621.

El San Sebastián curado por las santas mujeres articula una composición monumental con tres figuras (más el par de angelillos volantes que traen la corona y la palma del martirio) dispuestas sin superposiciones en el espacio. El cuerpo del santo semicolgado de un árbol al que está atado por una de las muñecas es un motivo compositivo que Ribera presenta aquí de forma magistral, y que ensayará incansablemente a lo largo de su obra en multitud de variantes, en pintura y, sobre todo, en dibujos. La anatomía perfecta del mártir traza una curva suave que atraviesa en diagonal casi todo el primer plano. Un manto azul cabrilleante con pliegues de cresta lineal muy quebrada se combina con el blanco del paño de pureza, en un hermoso motivo central de telas. La santa viuda Irene, inusitadamente joven y de gran belleza, está vista en la acción de extraer el ungüento con la «propiedad y gracia» que admiró Francisco de los Santos. Aunque genuflexo, su cuerpo cobra mucha altura y llega con la cabeza hasta el límite superior del cuadro; la gran masa rojo oscuro de su vestimenta queda bien aplomada mediante la vertical clara de las carnaciones de rostro y manos y del paño blanco que pende de su brazo. La acompañante o sirviente de Irene constituye el otro bloque, en perfil de cuarto de círculo, que cierra la composición por la izquierda con tonos sordos de pardo y verde, dejando bien destacadas las manos que extraen con delicada seguridad la saeta. (José Milicua)

Manuel Pereira (Oporto, 1588 - Madrid, 1683): San Bruno, 1652.Manuel Pereira (Oporto, 1588 - Madrid, 1683): San Bruno, 1652.
Piedra, 169 x 70 x 60 cm.
Procedencia: Fachada de la hospedería de el convento de El Paular en la Calle de Alcalá (Madrid).
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Nº Inventario: E-018).


Vestido con el hábito de cartujo y con la mitra a sus pies, y esculpido de una forma tan realista que se podría calificar de naturalista, el santo fundador de la Orden de los Cartujos en el siglo XI se representa como una figura severa, sobria, sencilla y elegante de líneas. Su rostro se muestra concentrado en profunda reflexión sobre la muerte ante la observación de la calavera.

San Bruno nació en Colonia en 1030, fue sacerdote y obispo, aunque renunció a la mitra para retirarse a Chartreuse, lugar del que toma su nombre la orden de los cartujos. No llegó a escribir una regla monástica como tal, sino que partiendo de la benedictina estableció normas aún más austeras que guiaron la vida de nuevos conventos. Su figura cobró nueva vigencia con la Contrarreforma en el último tercio del siglo XVI, siendo canonizado en 1623.

Los cartujos del monasterio del Paular fundaron en la madrileña calle de Alcalá una hospedería, en cuya fachada se instaló esta escultura del santo. María Dolores Antigüedad indica que la obra estuvo depositada en el Palacio de Buenavista desde 1810, ya que Frédéric Quilliet había solicitado que se retirara de su ubicación y que se trasladara a otra parte.

Alonso Cano (Granada, 1601 - Granada, 1667): Cristo recogiendo las vestiduras, ca. 1646Alonso Cano (Granada, 1601 - 1667): Cristo recogiendo las vestiduras, ca. 1646.
Óleo sobre lienzo, 163 x 96 cm.
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid (Nº Inventario: 0018)


Formado en Sevilla desde su adolescencia, Cano es excepcional como pintor, escultor y arquitecto. En 1638 parte a Madrid como pintor y ayuda de cámara del conde duque de Olivares; pinta diversos lienzos para el Alcázar y ejecuta retablos en iglesias y conventos madrileños. En 1651 Felipe IV le nombra racionero de la catedral de Granada; un año más tarde regresa definitivamente a su ciudad natal e instala su taller en una torre del templo, realizando el facistol del coro y las lámparas del altar mayor, además delos lienzos de la Vida de la Virgen para el retablo mayor. En 1658 ordena sacerdote. Poco antes de su muerte es nombrado maestro mayor de la catedral y de las trazas para la fachada, pero no llega a verla construida.

El asunto devoto de Cristo recogiendo las vestiduras aparece en Italia en el siglo XVI y aunque no es tan frecuente como el de Cristo a la columna, sí se difunde en el arte español del XVII. El pintor imagina el momento que sigue a la flagelación en el pretorio de Pilatos, narrada en los Evangelios. Cristo está sólo, con el cuerpo castigado y sangrante; el estilo sobrio de Cano y su perfecto dominio del dibujo infunden serenidad sin perder fuerza expresiva. En el conjunto de la producción del artista este lienzo, que todavía muestra ecos de caravagismo, guarda relación con el Cristo a la columna del Szépmüveszeti Muzeum de Budapest, de fecha más tardía. El espléndido dibujo preparatorio de esta obra se conserva en el Museo del Prado (nº inv. D58).

Elisabetta Sirani: Alegoría de la pintura (¿autorretrato?), 1658
Alegoría de la pintura (¿autorretrato?), 1658

Elisabetta Sirani vivió toda su vida en Bolonia. Su educación artística vino de su padre, Giovanni Andrea (Bolonia 1610-1670), uno de los colaboradores favoritos de Guido Reni, y quien, a la muerte del maestro (en 1642), abrió su propio estudio de éxito. Giovanni Andrea fue presidente de una Academia de dibujo, un gran experto y conocedor de dibujos, y también parte de un grupo de elite de aristócratas y eruditos que desempeñaron un papel crucial en la promoción del trabajo de Elisabetta fuera de los confines de Bolonia.

La carrera de Elisabetta Sirani duró apenas una década. Nació el 8 de enero de 1638 y comenzó a hacerse un nombre en 1655, cuando registró por primera vez sus encargos de pintura en un cuaderno titulado Nota delle Pitture fatte da me Elisabetta Sirani, publicado después de su muerte por su biógrafo, Carlo Cesare Malvasia. En 1662, Elisabetta asumió la dirección del taller familiar de su padre, ahora incapacitado por la gota. Elisabetta murió repentinamente en su casa de Via Urbana, pocos años después, el 28 de agosto de 1665. Se corrió el rumor de que había sido envenenada, pero su muerte probablemente se debió a una peritonitis causada por una úlcera.

Podéis ver parte de su obra en Dipingere e disegnare "da gran maestro" il talento di Elisabetta Sirani (Bologna 1638-1665). En italiano e inglés.

«La joven de la perla» (c. 1665) de Johannes Vermeer«La joven de la perla» (c. 1665) de Johannes Vermeer es una de las pinturas más famosas del mundo. Hace dos años (entre el 26 de marzo y el 11 de abril de 2018), un equipo internacional de científicos de varios museos e instituciones examinó la obra maestra de Vermeer a plena vista del público. Ahora, dos años después, el equipo revela sus nuevos descubrimientos que pueden verse en la página que a tal efecto a dispuesto el Museo Mauritshuis de La Haya.

No se ha tratado de una restauración o de una limpieza sino de un estudio con la tecnología más novedosa, lo que ha permitido obtener información muy valiosa sobre el cuadro y la técnica pintora de Vermeer.

La noticia fue recogida por la prensa española, destacando los artículos de La Vanguardia, El País y ABC.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659.
Óleo sobre lienzo, 128,5 x 99'5 cm.
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 319.


Nacido en Madrid el 20 de noviembre de 1657, Felipe Próspero se convirtió finalmente en el heredero del trono, ya que tras la muerte de Baltasar Carlos, ocurrida en 1649, el rey no había vuelto a tener descendientes varones. El pequeño tenía una hermanastra, la infanta María Teresa, hija de la primera mujer de Felipe IV, Isabel de Borbón, destinada al matrimonio con Luis XIV de Francia, con quien casó en 1660; y una hermana, la infanta Margarita de Austria, hija como él del segundo matrimonio del rey, casado con su sobrina, Mariana de Austria. El nacimiento del niño causó un júbilo inmenso al rey y a la nación, que habían tomado como un mal presagio para la Corona la falta de un heredero varón, lo que auguraba un futuro incierto para la dinastía y la posible caída de España en manos de monarcas extranjeros. Su llegada se celebró con fiestas, religiosas y profanas, comedias, corridas de toros y fuegos artificiales, pero pronto se desvanecieron las esperanzas puestas en el niño, pues murió a los cuatro años, en 1661, después de que la anemia y los ataques epilépticos hicieran patente su debilidad. Velázquez le pintó aquí, en 1659, cuando contaba apenas dos años de edad, en un tipo de retrato que recuerda en líneas generales al de su hermano, Baltasar Carlos con un enano (Boston, Museum of Fine Arts). Sin duda se quería hacer un paralelo con aquel sano y agraciado príncipe, pero Felipe Próspero, hijo de tío y sobrina, mostraba la degeneración de la estirpe después de que ambos padres llevaran, además, una sangre empobrecida, fruto de los múltiples enlaces consanguíneos de los Habsburgo por intereses dinásticos. Su hermano Carlos, que reinó como Carlos II, nació en noviembre de 1661, pocos meses después de su muerte, y fue el último monarca de la casa de Austria en España.

Felipe Próspero, que llevaba como primer nombre el de varios ilustres antecesores de su familia, y el de Próspero, como buen auspicio para su reinado, aparece aquí ataviado aún con las ropas infantiles: el vestido de faldas que llevaban niños y niñas, una vez más de rojo, color apropiado para los niños, y protegido con un mandil de fino lienzo transparente. Sobre éste destacan numerosos amuletos protectores y los cascabeles y la campanita que advertían de sus movimientos. El entorno del príncipe revela su alta alcurnia: el cortinaje rojo a la izquierda, símbolo del rey, de quien era su heredero, así como el escabel, sobre el que descansa, a modo de corona, su gorro. El niño está en pie sobre una rica alfombra, que habla también de su estatus regio, aunque, por otra parte, el retrato debió de ser pintado en invierno, cuando los suelos del Alcázar estaban aún cubiertos de alfombras. Apoya su mano derecha sobre el sillón de terciopelo rojo, a la manera tradicional de tantos retratos de reyes y príncipes del siglo XVI y XVII, de Tiziano a Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, o del propio Velázquez, pero a su medida. Sobre él se sienta un perrito blanco que mira al espectador. La lealtad y la fidelidad simbolizada por los perros, que habían acompañado a sus predecesores en el trono, desde el emperador Carlos V hasta Felipe IV y la infanta Margarita en Las meninas, reaparece aquí en forma de este diminuto perrito faldero, acorde con la edad del príncipe, convertido en uno de los más bellos trozos de pintura de Velázquez, en un retrato per se de estos animales de compañía, que se constituyeron en un género independiente en la pintura en los siglos XVII y XVIII. La austeridad del viejo Alcázar se hace patente una vez más en ese fondo que, con la puerta entreabierta e iluminada, recuerda el espacio de Las meninas, aquí agobiante, sombrío y melancólico, sin la pujanza de vida y esperanza que desprendía el gran cuadro familiar.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.
Óleo sobre lienzo, 209 x 123 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-1198.


El cuadro se describía por primera vez en el inventario de la Colección Real de 1701, en el palacio del Buen Retiro, como «Retrato de un bufón con golilla que se llamó Pablillos de Valladolid». Efectivamente, en los documentos del Alcázar figuró el tal Pablo de Valladolid, con «dos raciones», que heredaron sus hijos, Pablo e Isabel, a su muerte, ocurrida en 1648. Fue «hombre de placer» y tal vez actor de la corte, pero desde 1633 no vivía en el Alcázar, como los bufones y enanos, sino que se le había concedido «aposento» fuera del mismo. En su testamento nombró albacea al pintor Juan Carreño de Miranda, que habitaba en su misma casa. Nació seguramente hacia 1600, por la edad de unos treinta o treinta y cinco años que representa en el cuadro, pintado, como el resto de la serie de bufones para el palacio del Buen Retiro, antes de 1634, cuando figuran pagos extraordinarios a Velázquez por cuadros hechos para ese destino.

Pablo de Valladolid no viste en el retrato como un bufón, con las singulares vestiduras de los «locos» de la corte, como Barbarroja o Don Juan de Austria (ambos en Madrid, Museo del Prado), sino que su atuendo, ese traje de rizo negro y capa del mismo color, de buen paño, gola y peinado a la última moda, le acercan más a un caballero. El destino de los lienzos de bufones, incluyendo Pablo de Valladolid, se ha pensado que fuera, aunque con opiniones en contra, parte de la decoración del cuarto de la reina en el palacio del Buen Retiro, por una referencia de 1661 que mencionaba en sus habitaciones una
«sala de los bufones». Es posible que como parte de la decoración de ese lugar de recreo, en que el teatro era una de las actividades más importantes, estuvieran los grandes lienzos de mano de Velázquez con figuras de tamaño natural que representaban a actores, bufones y otros servidores de la corte. El estilo del cuadro, que en el inventario de 1701 se describe como de la «primera manera» del pintor, coincide en cualquier caso con una fecha entre los primeros años del decenio de 1630, pues el tratamiento de la luz es semejante todavía, en su intensidad, a las figuras de La fragua de Vulcano (Madrid, Museo del Prado) y La túnica de José (El Escorial, Real Monasterio), pintados por Velázquez durante su primer viaje a Italia.

El retrato es uno de los más espectaculares e insólitos de Velázquez en cuanto a la disposición de la figura en el espacio, ya que el artista no recurre a las reglas de la perspectiva tradicional, en la que se representa el espacio por medio de la geometría, con el apoyo del suelo y su intersección con las paredes del fondo. La figura está aquí en un lugar ambiguo, muy iluminado, en el que Velázquez ha logrado asentarla con perfección por medio de la apertura de sus piernas y su sombra en el suelo, del brazo derecho extendido y del expresivo perfil de su ropaje, recortado sobre la luz a la derecha. Sugiere así, además, el movimiento del actor sobre el escenario, un espacio irreal, quien con sus labios entreabiertos está a punto de dar comienzo a la acción. El carácter moderno del cuadro determinó su valoración posterior, como lo fue para Goya, en el siglo XVIII, y Manet en el XIX.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.
Oleo sobre lienzo, 191 x 103 cm.
Inscripción: «ANNO ÆTATIS SUAE VI»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1189


El retrato del príncipe Baltasar Carlos como cazador formó parte del conjunto pintado por Velázquez para la Torre de la Parada, pabellón de caza de los reyes de España en los montes del Pardo, rehabilitado por Felipe IV en el decenio de 1630. Junto al retrato del príncipe figuraban los del rey y su hermano, el infante don Fernando, también como cazadores. Según la inscripción, el niño tenía seis años, lo que se ajusta a la edad que representa, pues había nacido en 1629. Se trata de uno de los primeros cuadros de ese excepcional pabellón, que se terminaría hacia 1640 con el rico conjunto de los lienzos mitológicos de Rubens y su taller.

La caza mayor, actividad privativa de la nobleza y de los reyes, era ejercitada como parte de la educación del príncipe, para endurecerle y habituarle a los peligros mayores de la guerra. Diego Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político-christiano, de 1635, recomendaba la caza porque «en ella la juventud se desenvuelve, cobra fuerzas y ligereza, se practican las artes militares, se reconoce el terreno [...] el aspecto de la sangre vertida de las fieras, y de sus disformes movimientos en la muerte, purga los afectos, fortalece el ánimo, y cría generosos espíritus que desprecian constantes las sombras del miedo». Según el montero mayor de Felipe IV, Juan Mateos, en su Origen y dignidad de la caza, el príncipe alanceaba jabalíes desde niño con destreza admirada por todos. En 1642 se publicó, además, en Bruselas, el libro titulado Serenissimi hispaniarum principis Baltasaris Caroli Venatio, en el que a través de la estampa se ilustraba la actividad venatoria del pequeño heredero de la Corona.

Se conocen varias copias contemporáneas de este lienzo del Museo del Prado, que revelan el éxito de esta imagen. Gracias a ellas se sabe que la disposición original de la escena, cortada ahora en el lateral derecho hasta los 103 cm de anchura, en lugar de los 126 cm que tiene el retrato del rey, incluía dos galgos, en lugar del único que se ve actualmente. Son, sin duda, los animales que le había regalado al niño su tío, don Fernando de Austria, enviados desde Lombardía. La serena, decidida y majestuosa actitud del príncipe revela ya los beneficios de la caza en su educación, habiendo realizado Velázquez con su gracioso modelo, uno de los retratos más bellos de toda la familia del rey hasta la aparición de la infanta Margarita veinte años después. El fondo del cuadro, con el monte del Pardo, en donde estaba situada la Torre de la Parada, y la sierra del Guadarrama en la lejanía, constituye uno de los paisajes más naturalistas y modernos del pintor, que vuelve a utilizar aquí el recurso poderoso del árbol, a la derecha, símbolo del poder de los reyes en la Biblia.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.
Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1178.


Velázquez realizó un primer retrato ecuestre de Felipe IV en 1625, en su segundo y definitivo viaje a Madrid. Esa obra, perdida, colgó en el Alcázar hasta ser sustituida por otra de Rubens, pintada en Madrid en 1628. No se tienen noticias de cómo fue aquél primer retrato velazqueño, en el que quizá el rey presentaba una posición más sosegada, con el caballo al paso, como los ejemplos existentes de los retratos ecuestres de Felipe II. Los modelos de Rubens, más movidos, determinaron sin duda que Velázquez se decidiera por una posición del caballo más airosa y guerrera cuando tuvo que retratar de nuevo al rey a caballo para la serie de retratos ecuestres del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, formada por Felipe III y su esposa, Margarita de Austria, el monarca reinante Felipe IV y su primera mujer, Isabel de Borbón, y su heredero, el príncipe Baltasar Carlos. La reapertura de las hostilidades con Francia en la guerra de los Treinta Años, en 1636, sea quizá la explicación de esa decidida actitud del rey, con su caballo en arriesgada corveta, que lo muestra en todo su esplendor guerrero, con la banda de seda rosa y el bastón de mando de capitán general de sus ejércitos, capaz de llevar a su pueblo a la victoria.

El modelo elegido coincide, por otra parte, con el suministrado desde Madrid, y seguramente por Velázquez, al escultor florentino Pietro Tacca, que estaba realizando en 1635 la estatua en bronce del rey. Situada hoy en la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, Felipe IV y su caballo aparecen en una posición similar, como también está situada de la misma manera la banda de capitán general, que, en paralelo con la grupa del caballo, aumenta la sensación de movimiento del rey. En el lienzo se aprecian perfectamente las variantes que hizo Velázquez: en la misma banda de capitán general, que aparecía en una primera idea tras el hombro del monarca, movida por el viento; en la parte alta de su espalda; así como en las patas traseras del caballo, que aparecen ligeramente cambiadas de lugar. El rey, que nacido en 1605 tenía en el tiempo de este retrato unos treinta años, viste una armadura de acero damasquinado, muy sencilla, y cabalga como un perfecto jinete, como cuentan de él las fuentes contemporáneas, con un dominio absoluto del poderoso animal. Un pequeño tirón de las riendas, sostenidas con la mano izquierda, ha hecho levantarse al caballo en esa instantánea levade, que no altera, sin embargo, al impasible monarca. El rostro de Felipe IV, de blancura característica, con la mandíbula saliente de los Austria, está captado por Velázquez de riguroso perfil, como en una moneda, algo poco frecuente en este tipo de retratos, lo que le confiere el distanciamiento y la elegancia propios de esta imagen.

Pensado para estar colgado a la izquierda de una de las puertas de entrada al Salón de Reinos, sobre ésta y al otro lado, colgaban los retratos de su hijo y heredero y de su amada reina, Isabel de Borbón, hacia quienes el rey parece dirigir su mirada. A su espalda, un grandioso árbol cierra la composición y da entrada al amplio paisaje, que recrea con naturalismo el de los alrededores de Madrid, tal vez la zona del Pardo o quizá, del Escorial. Velázquez ha colocado a modo de firma y como prueba de su autoría ese trozo de papel blanco, dejado sobre una piedra, que utilizó también en algunos de los retratos del Salón de Reinos, en Las lanzas, y en el del conde-duque de Olivares a caballo.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.