Barroco (Continuación)

Claudio Coello (1642-1693): Doña Nicolasa Manrique, ca. 1690-1692Claudio Coello (1642-1693): Doña Nicolasa Manrique, ca. 1690-1692.
Óleo sobre lienzo, 82 x 61 cm.
Madrid, Instituto de Valencia de Don Juan


La retratada, según extenso rótulo que lleva el lienzo al dorso, es doña Nicolasa Manrique de Mendoza, condesa de Valencia de don Juan, duquesa de Nájera, esposa de don Beltrán Vélez de Guevara, nacida en 1672 y, como afirmaba su contemporáneo el genealogista Salazar y Castro, «una de las mayores herederas de nuestros tiempos». Sánchez Cantón enumera la larga lista de sus títulos, «en verdad expresiva de su importancia», y muestra la dramática historia de sus últimos años.

El lunes 6 de junio de 1687 casó doña Nicolasa con don Beltrán Vélez de Guevara, comendador de los bastimentos de Montiel en la orden de Santiago, capitán general de las galeras de Sicilia, luego de las de Nápoles y más tarde de las de España, hermano del décimo conde de Oñate. La boda se celebró bajo felices auspicios. Tan sólo una hija fue fruto de este matrimonio, doña Ana Sinforosa, nacida en 1698.

A la muerte de Carlos II, don Beltrán tomó partido por el archiduque Carlos, y con pretexto de haber interceptado unas cartas de la duquesa a su esposo, fueron apresadas doña Nicolasa y su hija de orden de Felipe V, y en 1708 recluidas en el alcázar de Segovia, amén del consiguiente secuestro de los estados. No se volvió a unir el matrimonio. Las penalidades sufridas arruinaron la naturaleza de doña Nicolasa, que testó en la prisión y murió en ella en 1710. don Beltrán murió en Barcelona en 1713. La hija, después de recobrar la libertad, tardó aún años en gozar de sus estados, en cuya posesión entró por real cédula del Buen Retiro de 9 de marzo de 1715.

El retrato es de extraordinaria precisión, tanto en el dibujo y en la técnica —que consigue admirable definición en el traje de encaje y en las flores y joyeles— como en el tratamiento psicológico del personaje, cuya delicada sensibilidad femenina se expresa a través de un rostro no especialmente agraciado, con una nariz excesiva, pero con acogedora sonrisa.

La edad que aparenta —entre dieciocho y veinte años— permite fechar el lienzo entre 1690 y 1692. Es, pues, obra de los últimos tiempos del maestro, que murió, como es sabido, en abril de 1693.

Su extraordinaria calidad hace lamentar que no dispongamos de más abundante producción retratística del pintor, especialmente en este género de retratos de medio cuerpo, más directo e íntimo que el retrato oficial cortesano, de cuerpo entero y mayor aparato escenográfico. Palomino alude repetidas veces a los retratos de Coello y no debe olvidarse que La adoración de la Sagrada Forma del Escorial, su obra maestra, es en buena parte una soberbia galería de retratos.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Rembrandt van Rijn_Chica en la ventanaEn realidad, no se encuentra mirando por la ventana sino apoyada en una repisa de piedra. El nombre le viene de donde estuvo el cuadro colocado mientras fue propiedad del pintor que realizó la obra.

Estamos hablando de Rembrandt van Rijn y de como engañaba a los transeúntes que pasaban por delante de su casa en el centro de Amsterdam. Puso el cuadro en una ventana y muchos de aquéllos creían que se trataba de su sirvienta.

Toda la historia de este cuadro en Rembrandt's 'Girl at a Window' at Dulwich Picture Gallery.

Diego Velázquez Retrato de un niñoDiego Velázquez (1599-1660): Retrato de niña, ca. 1640-1642.
Oleo sobre lienzo, 51,5 x 41 cm.
Nueva York, The Hispanic Society of America, A108


De técnica increíblemente ligera, apenas con leves toques de pincel que sugieren el traje, sin duda inacabado, pero con un volumen perfectamente conseguido. La cabeza está más definida, con una mirada fija de sus grandes ojos negros y los sutiles labios trazados con un ligero toque de carmín.

El cabello castaño oscuro cae en dos crenchas que flanquean el rostro. La gama de color es reducidísima, con una dominante castaño-dorada; los tonos sonrosados de las mejillas tersas y el cuello de la niña son de una extrema delicadeza.

El retrato tiene un tono de intimidad y de inmediatez distante de todo énfasis oficial, que ha hecho pensar que se trate de una persona del entorno familiar del pintor, quizás su nieta Inés, nacida en enero de 1635 de su hija Francisca y de su yerno el pintor Juan Bautista Martínez del Mazo.

Como la niña retratada aparenta de cinco a siete años, esto situaría la fecha del lienzo entre 1640-1642, lo que conviene perfectamente a su técnica.

Además se ha recordado que en el inventario de los bienes de Velázquez al tiempo de su muerte en 1660 se recoge «otro retrato de una niña» que bien podría ser ésta, aunque no se conoce su procedencia primera hasta que en 1885 comparece en venta pública en Londres como retrato de la infanta Margarita, identificación que no es necesario tomar en consideración.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Juan Bautista Martínez del Mazo (1605-1667): La infanta doña Margarita de Austria, ca. 1665.Juan Bautista Martínez del Mazo (1605-1667): La infanta doña Margarita de Austria, ca. 1665.
Óleo sobre lienzo, 212 x 147 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-1192


Esta obra ha sido considerada por parte de la crítica como el último cuadro de mano de Velázquez, aunque algunos ya pensaron que la pudo haber concluido Mazo tras la muerte del maestro. El hecho de que un retrato similar de la infanta, aunque con la variante del color, pues allí el vestido es azul, aparezca en el caballete de La familia del pintor, de Mazo, afianzó la hipótesis de la autoría velazqueña, al pensarse que era Velázquez el artista ante el caballete. No existen, sin embargo, razones suficientes para considerar esta obra como de mano de Velázquez, ni siquiera que, inacabada, pudiera haber sido concluida por su ayudante y discípulo. La infanta Margarita, nacida en julio de 1651, parece aquí mayor, más alta y madura, de los 9 años que habría debido tener para ser pintada por Velázquez antes de la muerte del artista en julio de 1660. La comparación con el retrato de azul, de Viena, de mano de Velázquez y fechado con seguridad en 1659, no deja lugar a dudas sobre este aspecto tan importante, ya que en aquél la infanta es evidentemente de menor edad que en éste.

Aunque los cambios en la moda eran lentos, el tocado de la niña, con esa gran cinta roja, abullonada, que cae a un lado del rostro, el cabello más corto y natural que en otros retratos, así como otros detalles de las mangas, están más cerca de los atuendos más recargados, posteriores a 1660, bien conocidos por los retratos femeninos de Carreño. La existencia de la versión del cuadro en el Museo de Viena, de excelente calidad, si no superior a la del Prado, hacen difícil la autoría velazqueña de esta obra, a pesar de su indudable belleza. En realidad, la composición no debió resultarle difícil a Mazo, ya que no hizo más que seguir, con algunas variantes secundarias, otros retratos de Velázquez: el de su hermana mayor, María Teresa, de 1656 (Viena, Kunsthistorisches Museum), similar en la posición de la figura y sosteniendo el pañuelo de un modo parecido con la mano izquierda, así como el de su madre, Mariana de Austria, de hacia 1653, con el gran cortinaje a la izquierda, e incluso el del pequeño Felipe Próspero, que destaca vestido de rojo sobre los rojos de las cortinas, el sillón y la alfombra. Sin embargo, la sencillez velazqueña y la elegancia austera de sus obras están enturbiadas en este retrato por una excesiva acumulación de elementos, como el desmesurado desarrollo del cortinaje y la pesada decoración de la alfombra sobre la que no puede destacar en toda su belleza geométrica el vestido de la jovencita.

A una cierta dureza del rostro, evidente en la forma de hacer los ojos o la onda de pelo sobre la frente, se contraponen los relampagueantes brillos de la plata del vestido, tomados siempre por los defensores de la autoría velazqueña como la prueba máxima de su pincel. Sin embargo, Velázquez nunca necesitó tal acumulación de pinceladas, sobrepuestas, enmarañadas a veces, para conseguir los efectos deseados. A pesar de la sobrecarga de materia, el autor de esta obra no ha conseguido precisar las formas, que quedan siempre desdibujadas y sin volumen: como la mano que sostiene las rosas, los contornos del vestido, el pañuelo blanco o, sobre todo, la joya sobre el adorno del pecho, que indican una mano diversa de la que pintó los mismos efectos en la infanta Margarita de Las meninas. El indudable y bien logrado parecido físico de la niña en este retrato hace olvidar el encanto poético que tenía en los retratos que hizo de ella Velázquez, sustituyendo ahora su sonrisa superficial, la melancólica intensidad del último retrato velazqueño, vestida de azul.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, ca. 1640-1650.Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, ca. 1640-1650.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm.
Londres, English Heritage (Apsley House)


Representado de busto hacia la izquierda, dirige al espectador una mirada intensa y escrutadora. Viste de negro, con el cuello de golilla, y transmite una sensación de vida y verdad impresionantes.

La identificación del retratado ha conocido múltiples propuestas, desde una, absurda, con Antonio Pérez, el secretario de Felipe II, con la que aparece en el inventario del Palacio Real en 1794, hasta las no menos inverosímiles de autorretrato de Velázquez, retrato de Alonso Cano o de Calderón de la Barca. La más verosímil de entre ellas, y quizás definitiva, es la propuesta en 1976 por Enriqueta Harris, que ve en el soberbio lienzo un retrato de José Nieto Velázquez, funcionario de Palacio, que aparece en el fondo de Las meninas recortado a contraluz en la luminosa escalera. Era aposentador de la reina y compitió con Velázquez para el puesto de aposentador del rey, para el que resultó finalmente nombrado el pintor.

La semejanza física entre el retratado y la cabeza del que aparece en Las meninas, a pesar de la imprecisión que provoca su colocación en un último término, es evidente. Como señala Harris, la configuración, tan singular por su acusado geometrismo, de la nariz, el corte del pelo y los bigotes y barba, amén del traje, la golilla y la actitud, hacen casi evidente que se trata de la misma persona.

La persona de José Nieto Velázquez, nacido con toda probabilidad en la primera década del siglo XVII y fallecido en 1684, debió ser muy conocida del pintor pues, ambos coincidieron en Palacio y pertenecieron al círculo de don Juan de Fonseca, el canónigo de Sevilla y sumiller de cortina de Felipe IV que fue protector de Velázquez y cuyos bienes tasaron el propio artista y la mujer de José Nieto tras su fallecimiento en 1627.

La edad que parece tener el retratado, unos cuarenta años, situaría el retrato en torno a 1640-1645. Como advierte Harris, es muy difícil de fechar con precisión por razones estilísticas. Este retrato ha sido fechado después del del Duque de Módena (1638) (Módena, Gallería e Museo Estense) y antes de los pintados en Roma (1650), período que puede convenir bien con el estilo y con la edad supuesta del retratado. La imagen de Las meninas (1656) es, sin duda, algo más tardía.

La importancia social del personaje la acredita el número de copias antiguas de este retrato que se conservaron. Harris recoge hasta cinco, alguna considerada autorretrato de Mazo (la conservada en el Museo de san Carlos de México) y otros retratos de Alonso Cano, pero evidentemente copias todas de este original.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, el llamado «Barbero del Papa».Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, el llamado «Barbero del Papa», ca. 1650.
Óleo sobre lienzo, 50,5 x 47 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-7858


Este retrato de sólo busto, con el modelo vestido simplemente de negro, con un ancho cuello blanco y sencillo, la cabellera negra, mostachos y mosca, es indudablemente de una persona, como se ha dicho, de escaso relieve social. La mirada serena y un tanto melancólica no permite imaginar nada respecto a su personalidad.

Su técnica es admirable y su estado de conservación, impecable, permite gozar de los toques ligeros y de los breves empastes que realzan de modo magistral las luces en el blanco cuello. El rostro está tratado con sutiles variaciones de tonos que le dan morbidez, blandura y suavidad y una excepcional sensación de vida.

El retrato compareció por primera vez en 1909 en la colección inglesa de Sir Edward Davis y la atribución a Velázquez se impuso, siendo aceptada unánimemente. Mayer en 1936 creyó que representaba un bufón y que no sería anterior a 1647, pero en 1940 aceptó que se trataba de un lienzo hecho en su segunda etapa romana. Como Palomino, en el relato de esa estancia, menciona entre los retratos hechos de personajes de la órbita papal a «monseñor Miguel Angelo barbero del Papa», se ha supuesto que este singular retrato pueda ser el de ese personaje que se llamaba Michael Angelo Angurio y la identificación ha hecho fortuna. Pero, como ha hecho observar Brown, nada permite afirmarlo y otra razón en contra de la arbitraria identificación es la circunstancia de que el retratado —que según Palomino era «monseñor», es decir clérigo— no vista ropas talares. Últimamente Salvador Salort ha propuesto otra identificación más probable, pero igualmente carente de apoyo documental. Según este joven investigador, podría tratarse de Juan de Córdoba, el más estrecho colaborador de Velázquez en las gestiones que le llevaron a Roma para obtener esculturas para el Alcázar.

Sea cual sea la identidad del retratado, se trata de uno de los retratos más intensos del pintor, que precisamente por la sencillez de su planteamiento, desprovisto de todo aparato oficial pero rigurosamente concluido, establece una perfecta relación con el espectador que se siente frente a la persona real, viva y respirando.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Nota: según se indica en el Museo del Prado, «recientemente se ha identificado con el banquero Ferdinando Brandani (¿1603?-1654), que tenía antecedentes portugueses y era persona cercana a Juan de Córdoba, el agente español que se encargó de Velázquez en Roma.»

Diego Velázquez: El Niño de VallecasDiego Velázquez (1599-1660): El Niño de Vallecas, ca. 1635-1645.
Óleo sobre lienzo, 107 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1204


Forma parte del conjunto de cuatro lienzos que estuvieron en el palacete de la Torre de la Parada y que constituyen una de las producciones del pintor más singulares y de mayor calidad y de las que existe una abundante bibliografía.

Se trata de «retratos» de personajes de claras deficiencias físicas y psíquicas —los «enanos»— tratados con delicadeza exquisita y con una técnica prodigiosa. Sobre ellos se han propuesto algunas identificaciones más o menos afortunadas, pero que distan mucho de ser absolutamente seguras.

La más antigua de éste, recogida en el inventario de 1794 del Palacio Nuevo en la «Pieza de Trucos» es la del «Niño de Vallecas» que, sorprendentemente, no se recoge en el primer catálogo del Prado (1819), que lo llama «Una muchacha boba». Ya el de 1828 dice «Niño de Vallecas» que nadie sabe a qué responde.

Las investigaciones de José Moreno Villa en el Archivo de Palacio hicieron identificarlo con Francisco Lezcano, un enano del príncipe Baltasar Carlos a cuyo servicio fue admitido en 1634. Le acompañó a Zaragoza en 1644 —donde algunos piensan que pudo pintarse el lienzo— y murió en 1649. Esa identificación se recoge por vez primera en el catálogo del Prado de 1942 y ha sido aceptada unánimemente, sin crítica.

Es evidente que el lienzo reproduce una persona concreta, con aspecto claro de idiotismo u oligofrenia, pero no es seguro que se pueda identificar con Lezcano. No se ha terminado de establecer la significación de estos «enanos» pintados tan magistralmente por Velázquez y, como ha sugerido Manuela Mena a propósito del llamado «Juan Calabazas», las identificaciones personales están muy lejos de ser seguras. Es posible que en estos lienzos se esconda un oculto sentido alegórico o simbólico que se nos escapa.

Gállego, aun aceptando la identificación con Lezcano, intuyó algunos elementos que permitirían una lectura más cargada de intención conceptuosa que la de simple retrato de un personaje «sabandija de Palacio». El escenario, una cueva análoga a las de los ermitaños de Ribera, es lugar propicio para la meditación; el objeto que lleva en las manos —y que ha dado lugar a múltiples interpretaciones— es probablemente una baraja. No sería demasiado imprudente pensar en algo que conlleve el azar, la meditación y la estupidez humana que confía en el juego. Pero por encima de las interpretaciones posibles, se impone la presencia de la persona humana que hay frente a nosotros, vista y «retratada» con un tono de severa melancolía y tierna conmiseración que dulcifica lo que pueda haber de desagradable en el modelo elegido.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640.
Óleo sobre lienzo, 106 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1205.


Sentado sobre unas piedras, con las piernas cruzadas en incómoda actitud, alza la mirada estrábica con una ambigua sonrisa y mantiene sobre las rodillas las manos apretadas sosteniendo algo impreciso. Viste jubón verde oscuro, con amplio cuello y puños de encaje de Flandes. Delante de él, un recipiente como vaso o barrilito lleno de vino y, a un lado, una calabaza que cubre, rehaciéndola, una jarra de asa, que ocupaba su lugar en un primer intento del pintor. Al otro lado, una cantimplora dorada, como indica el inventario del museo de 1854, que luego se interpretó como otra calabaza, debido a la obsesión por identificar al personaje con un bufón, Juan Calabazas, que sirvió al cardenal infante don Fernando y pasó en 1632 a servir a Felipe IV, muriendo en 1639. Se pensó sin duda que las calabazas —la verdadera y la falsamente entendida por tal— eran a modo de alusiones al nombre del supuesto bufón.

Los más antiguos inventarios de la Colección Real que recogen este lienzo, en la Torre de la Parada y en El Pardo, no le dan nombre alguno citándolo simplemente como «retrato de un bufón con un cuellecito a la flamenca». Es en el inventario del Palacio Nuevo en 1794, en la Pieza de Comer, cuando se le llama por vez primera «Bobo de Coria», denominación que hizo fortuna y con la que pasó al Prado en 1819.

La identificación con Juan Calabazas aparece por primera vez en el catálogo de 1910, donde ya se describe «con una calabaza a cada lado» y se añade que «pudiera ser éste el llamado Calabacillas», recogiendo una sugestión de Cruzada Villaamil.

En 1920 ya se da la identificación por segura, publicando algunos datos de su biografía. La publicación en 1939 de la fecha de su muerte por José Moreno Villa hizo adelantar la de realización de la pintura, que se estimaba hacia 1646-1648, lo menos diez años.

El Juan Calabazas muerto en 1639 fue, efectivamente, retratado por Velázquez en un lienzo inventariado en la colección del marqués de Leganés: «Otra [pintura] del Calabazas con un turbante de Velázquez», y en otro registrado en el inventario del Buen Retiro en 1701 del modo siguiente: «Un bufón de vara y tercia de ancho y dos y media de alto, de Calabacillas con un retrato en la mano y un billete en la otra, de Velázquez», que se ha querido identificar con un retrato hoy en el museo de Cleveland, que no responde exactamente a la descripción del inventario pues no lleva un billete, sino un molinillo de papel, aunque lleve en la otra mano un retrato en miniatura y, por otra parte, no todos los críticos admiten su atribución a Velázquez. Tampoco el personaje parece que sea el que nos ocupa pues, aparte de estrabismo, no parecen coincidir los rasgos faciales, y el retratado, un bufón, es evidentemente mucho más joven.

La identificación del personaje del Prado dista mucho de ser segura como ha mostrado Manuela Mena, pues la evidente inspiración en el grabado del Desesperado de Durero que mostró Angulo, anula la convencional creencia de que se trata de un simple retrato sorprendido. La evidencia de su compleja elaboración formal y la inexistencia de la segunda calabaza hacen más que dudosa la tradicional identificación con el Juan Calabazas.

Las consideraciones de Mena respecto a la significación del lienzo como posible alegoría o jeroglífico, basándose en la posición de las manos que ocultan algo, y en la mirada interrogativa del personaje, en la que no ve a un bobo sino a un pícaro, no impiden que la fuerza de la imagen se clave en el espectador con la intensidad de algo vivo y real, es decir de un retrato. Sea cual sea la intención del artista —que quizás no podamos nunca desvelar—, el falsamente llamado «Bobo de Coria» o «Juan Calabazas» se nos presenta dotado de una personalidad fuerte e individualizada, nada genérica. Esto está dentro de la manera habitual de Velázquez de dotar a los temas más ricos de contenido alegórico o mitológico que su compleja formación humanística y barroca le sugerían, de un ropaje tan real y concreto, que ha hecho que la crítica heredada del siglo XIX considere sus más complejos lienzos —-véase Las hilanderas— como simples copias de la realidad más objetiva.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Demócrito, 1627-1628 y 1639-1640Diego Velázquez (1599-1660): Demócrito, 1627-1628 y 1639-1640.
Óleo sobre lienzo, 101 x 81 cm.
Ruán, Musée des Beaux-Arts, Collection Gabriel Lemonnier, 822.1.16


Aunque la vivacidad y la singularidad del rostro, de rasgos tan personales que han hecho creer que se trate de un retrato, e incluso se ha pretendido que sea el mismo personaje que el Pablo de Valladolid, las menciones más antiguas permiten afirmar, sin vacilación, que la intención de Velázquez era representar a un filósofo de la Antigüedad, al modo de los de Ribera, conocidos sin duda en el ambiente sevillano. En este caso se trata evidentemente de Demócrito, el filósofo que ríe, tal como lo describe el inventario de la testamentaría del marqués del Carpió en 1692: «un retrato de una vara de un filósofo estándose riendo con un globo original de Diego Belázquez», que fue entregado con otros cuadros al jardinero del marqués, Pedro Rodríguez, en pago de los salarios atrasados.

La figura del filósofo que ríe de las extravagancias y absurdos del mundo, contrapuesto al melancólico y lloroso Heráclito, era familiar en los círculos cultos de todo el mundo cristiano y había sido representado con su contrafigura por Rubens en 1603 en el cuadro, hoy en el Museo de Escultura de Valladolid, pintado para el duque de Lerma, donde ambos filósofos se apoyan sobre un enorme globo terráqueo con contrapuestas expresiones.

El lienzo seguramente fue pintado en los primeros años de Velázquez en la corte pues toda la parte inferior, el globo terráqueo y las vestiduras del personaje, sobre todo el manto o capa que se proyecta en primer término, se relacionan muy directamente con obras de esos años, e incluso con los personajes de Los borrachos, pintado probablemente entre 1627-1628, y cobrado en 1629. Es evidente que la cabeza, el cuello blanco y la mano, resueltos con otra técnica, más suelta y «brava», deben ser fruto de una reelaboración posterior, quizás hacia 1639-1640, por su semejanza técnica —relativa— con el llamado «Bobo de Coria» o «Calabacillas» creído de esas fechas.

Es evidente que si bien Velázquez tomó un modelo vivo para pintar este lienzo, sin embargo no puede ser considerado un retrato en el verdadero sentido de la palabra, pues la persona —anónima— ha prestado su rostro a la representación del personaje de la Antigüedad, del modo habitual del pintor que, para «actualizar» y dotar de verosimilitud los relatos mitológicos recurre a copiar la realidad más rabiosamente contemporánea, como puede verse en el Triunfo de Baco, que es el verdadero asunto de Los borrachos, o en Las hilanderas (Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1173), en realidad La fábula de Aracne, interpretada largo tiempo como una simple escena de tejedoras.

Se conocen dos lienzos, considerados a veces como de Velázquez, pero seguramente ajenos a su pincel, que presentan al mismo personaje sosteniendo con la mano izquierda enguantada una esbelta copa de vino. Se conservan en el Museo de Toledo (Ohio) y el Museo Zorn de Mora (Suecia). Jonathan Brown los ha considerado alegorías del sentido del Gusto, insistiendo en que no pueden considerarse simplemente como un retrato. Es curioso también señalar que en el siglo XIX, el personaje que nos ocupa estuvo considerado como retrato de Colón y atribuido a Ribera.

El conocimiento del inventario Carpió (dado a conocer por Pita Andrade en 1952) ahorra comentar todas las «identificaciones» que se han pretendido hacer con distintos bufones de Palacio.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Esopo, ca. 1638Diego Velázquez (1599-1660): Esopo, ca. 1638.
Óleo sobre lienzo, 179 x 94 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1206.


Esopo y Menipo aparecen citados por vez primera en el inventario que se hizo en 1703 de la Torre de la Parada, un pabellón de caza en el monte del Pardo, a las afueras de Madrid. Allí estaban acompañados, entre otros, de un extenso ciclo de pintura mitológica realizado por Rubens y su taller, de varios bufones de Velázquez, de algunos retratos de miembros de la familia real vestidos de cazadores, realizados por el mismo artista, y de otro par de cuadros que representan filósofos de la Antigüedad: Heráclito y Demócrito, pintados por Rubens y con una altura muy parecida a la de los cuadros de Velázquez, aunque su anchura es algo inferior. Se ha supuesto que los cuatro formarían serie y que se pintarían en la misma época, en torno a 1638, aunque surge la duda de por qué no se encargó al flamenco la serie completa.

Esopo (siglos VII-VI a. C.) fue uno de los escritores más famosos de la Antigüedad, gracias a sus Fábulas, que fueron muy difundidas durante la Edad Moderna.

En el cuadro de Velázquez aparece con un libro (se supone que de sus propias obras) en la mano y se rodea de objetos que aluden a diversas circunstancias vitales. Sus pobres vestiduras son referencia a su origen esclavo y a su vida humilde. El balde de agua sería alusión a una contestación muy ingeniosa que dio al filósofo Xanthus, su dueño, que como recompensa le otorgó la libertad. El equipaje que tiene a su derecha aludiría a su muerte violenta: cuando, estando en Delfos, se mostró muy crítico con la inflada reputación de la ciudad, los habitantes, para vengarse, escondieron una copa entre su equipaje, lo acusaron de robo y lo arrojaron desde unas peñas.

El pintor lo sitúa en un escenario interior e indeterminado, sus vestidos y zapatos son los harapos que llevaría cualquier mendigo de cualquier ciudad española y se advierte una clara voluntad de descripción realista del rostro. La asociación entre filosofía y pobreza que se produce en esta obra y en su compañera se había convertido en un tópico figurativo en la Europa barroca y probablemente hay que asociarla con la gran fortuna que alcanzó entonces el pensamiento estoico.

La manera en que está situado en el espacio es similar a la de muchos de los retratos velazqueños, y aunque abundan los objetos que posibilitan una lectura simbólica, el pintor juega sobre todo con los límites entre retrato y ficción. Tanto el rostro como la figura entera alcanzan una expresión fuertemente individualizada y eso ha hecho que durante mucho tiempo los historiadores y críticos hayan especulado sobre la posibilidad de que nos encontremos ante los rasgos de una persona concreta, en una operación que no era ajena ni a Diego Velázquez ni a otros pintores españoles de la época, como se muestra en esta misma exposición.

Sin embargo, desde que Gerstenberg demostrara las similitudes entre este rostro y el que le sirve al famoso fisionomista Giacomo Dalla Porta (cuyo libro estaba en la biblioteca del pintor) para ejemplificar una de sus tipologías faciales, la obra se ha convertido en un ejemplo de la extraordinaria ambigüedad de las fronteras entre retrato y descripción realista; y de cómo artistas como Diego Velázquez fueron capaces de crear una expresión vital extraordinariamente verídica acudiendo a repertorios de imágenes, y no a personas vivas.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.