I. Los orígenes del Islam

Introducción

Tanto si evocamos la Cúpula de la Roca en Jerusalén, la mezquita de los Omeyas en Damasco, la mezquita de los Aglabíes en Kairuán o la Gran Mezquita del Califato de Córdoba, todas estas obras maestras del primer arte árabe manifiestan la fastuosidad del Islam clásico.

La eclosión en Arabia, en el siglo VII de nuestra era, de la tercera de las grandes religiones con Escritura, tras la predicación del Profeta Mahoma en La Meca y Medina, es un acontecimiento que revoluciona el mundo tardoantiguo. Poco después de la muerte del fundador del Islam, y basándose en los suras del Corán, las tribus árabes extienden la fe musulmana: lanzan sus escuadrones al asalto de las dos grandes potencias —la bizantina y la sasánida— que entonces se disputaban el Oriente Próximo.

Al igual que los Sasánidas de Persia, los Bizantinos, dueños del Imperio cristiano de Oriente, son derrotados. Sus ejércitos se vienen abajo ante los camelleros y jinetes surgidos del desierto de la península arábiga. En unas décadas, los recién llegados ocupan inmensos territorios. Un siglo después del comienzo de la expansión musulmana, los califas reinan sobre un imperio que va desde el Atlántico y desde España hasta las puertas de China. El mundo sasánida se ha eclipsado, y Bizancio ha perdido gran parte de sus posesiones en Oriente Próximo y en el Mediterráneo. La afirmación del Islam reúne bajo la bandera verde del Profeta a millones de hombres que instauran un orden mundial inédito.

A esta nueva religión le corresponden evidentemente unos cultos y unos rituales nuevos, que exigen unos edificios particulares. A partir del modelo que crea Mahoma en su propia morada, en Medina, se elabora la forma de la mezquita. Se trata de un lugar de oración original que responde a las necesidades de los creyentes musulmanes y constituye un centro de reunión muy concreto. La mezquita conocerá infinitas variantes bajo las latitudes y los climas más diversos. Los alzados se multiplicarán a finales del siglo VII, para dar vida a una arquitectura grandiosa. Porque crea unos espacios sin igual; porque constituye una profunda innovación en el arte de construir; porque proporciona a la civilización islámica un prodigioso instrumento de expansión religiosa y de meditación colectiva.

Es la expansión de este arte en el mundo árabe, durante los seis primeros siglos de la hégira —es decir, hasta el fin del imperio de los Abasíes de Bagdad en 1258—, lo que constituye el objetivo de nuestro estudio. Vamos a precisar, de entrada, que aquí sólo han sido tomadas en consideración las obras nacidas en los territorios donde se habla el árabe (lengua del Corán). Por tanto han sido excluidos de este volumen el mundo de Persia (que habla el farsi), las regiones turcófonas, y en particular Anatolia, así como los principados de la India.

A pesar de estas limitaciones, nuestra «Arquitectura del Islam clásico» cubre un área inmensa, que va desde Bagdad hasta Andalucía, desde Siria hasta Arabia, y desde Sicilia hasta Túnez y el Magreb. Engloba el califato de los Omeyas, el de Damasco y posteriormente el de Córdoba, el de los Abasíes de Bagdad y de Samarra, así como una serie de dinastías locales: los Aglabíes de Kairuán, los Tuluníes de El Cairo, los Fatimíes y Ayubíes que dominaban Egipto y Siria, los Almorávides y Almohades de Marruecos y de España, etc., sin contar con las zonas de influencia, como el Palermo de los Normandos, o las sinagogas de Toledo que adoptan el «estilo» árabe.

Fuentes presilámicas

El poder árabe no surge de la nada por un golpe de gracia a la llamada del Profeta: un largo pasado pre-islámico había dado a la Península Arábiga una historia que sigue siendo poco conocida, aunque jalonada por los vestigios de civilizaciones complejas. Con una extensión tan grande como la de cinco o seis veces España (3 millones de km. cuadrados), pero relativamente poco poblada debido a la presencia de grandes extensiones desérticas, Arabia se extiende entre el mar Rojo y el golfo Pérsico. Limita al norte con Mesopotamia. Su masa compacta presenta al sur unas cadenas montañosas que hacen de protección contra los vientos del monzón procedente del océano índico. El Yemen, el Hadramaut y el territorio de Omán, son regiones lluviosas y favorecen una existencia sedentaria. Aquí se practica una agricultura sobre terrazas en los djébels. Los valles son fértiles y facilitan las instalaciones hidráulicas: embalses y canales de riego. Por otra parte, en los oasis que salpican el desierto —donde crecen las palmeras de dátiles— las tribus llevan una vida seminómada desplazándose en busca de pastos para sus rebaños. Esta forma de vida jalonada por las lluvias irregulares de los territorios esteparios es opuesta a la de los agricultores del Sur, cuya actividad está marcada por las estaciones.

Entre estas dos clases de población, las tensiones son siempre muy fuertes. Pero la prosperidad de los sedentarios —que ocupan pueblos fortificados en la montaña, donde practican la agricultura y cultivan arbustos que producen el incienso— tiene como contrapartida la movilidad de los seminómadas. Éstos disfrutan de las ventajas del comercio a gran distancia, transportando en sus caravanas los preciosos aromas hasta los puertos del Mediterráneo.

Las poblaciones del Hedjaz —en el centro de Arabia— se especializan en este comercio a través del desierto. Conseguido el control de los intercambios por tierra y por cabotaje, los marineros árabes se lanzan a la navegación de alta mar. Aprovechando las grandes corrientes del monzón descubierto por el legendario Hipalos, aprenden a hacer el trayecto, a través del océano índico, entre los puertos de Leuké Komé, en el mar Rojo, y de Adén, y la costa de Malabar, en la India, regresando cuando los vientos dominantes cambian de dirección. De este modo, Arabia se convierte progresivamente en un centro de intercambios entre Oriente y Occidente.

Las etapas del desarrollo

Durante la prehistoria, Arabia tenía un clima más templado y estaba mejor regada que hoy. Pero sufrió, como el Sahara, una progresiva sequía («desertización») que condujo a los pueblos del neolítico a desplazarse hacia las zonas donde las lluvias del monzón permitían mantener una agricultura y hacia los oasis diseminados por el desierto que ofrecían pasto para su ganado.

A pesar de que no ha habido excavaciones sistemáticas ni se han hecho investigaciones lo suficientemente numerosas como para permitirnos reconstruir la prehistoria de la región, a partir de la edad del bronce constatamos la presencia de sepulturas en forma de tumulus con cámaras funerarias en su interior. «La Isla de los Árabes» estaba entonces en contacto con las grandes civilizaciones que la rodeaban: la de los Faraones al noroeste y la de Mesopotamia al nordeste. Los documentos atestiguan que los pueblos de la península hablaban una lengua semítica emparentada con el acadio. Su primera referencia que tenemos entre los egipcios se remonta al 2100 antes de nuestra era, y se basa en las relaciones comerciales que mantenían con los árabes a fin de obtener el incienso, un producto precioso, necesario para los cultos y para el proceso de momificación. La búsqueda de los «aromas» es el motor de estos contactos.

En el siglo IX a. C., los Árabes son mencionados en los textos asiro-babilónicos, que relatan los combates entre camelleros árabes y tropas asirias. Los príncipes de Saba —la Biblia habla de su reino que comercia con Salomón, hacia el 950 a. C.— pagan tributo a los soberanos de Nínive. Para conquistar Egipto, Cambises se alía con los Árabes a fin de asegurar el abastecimiento de su ejército. Sus sucesores aqueménidas incluyen Arabia en su imperio, como lo demuestran los bajorrelieves de Persépolis (siglo VI a. C.). En el 539, se constituye la satrapía de Arabia, que deja al reino árabe una cierta independencia, a cambio del pago de un importante tributo.

Entre el siglo VI y el siglo IV a. C., el Sur de Arabia se une a los principados de Mâïn y de Qataban, de Asuán y de Himyar, así como de Aksum y Yeha, en la orilla etíope del mar Rojo. La construcción de tres grandes presas asegura la riqueza del Yemen. La más importante, la de Maarib, hecha de tierra y reforzada por bloques de piedra de 2 m de longitud, alcanza 600 m, con una altura de unos quince metros. Funcionará hasta el 575 de nuestra era, época en la que la ciudad es destruida.

En los siglos V y IV a. C., Maarib posee grandes templos formados por altos pilares monolíticos. Es el caso del Auwam, o santuario de la Luna, y del Almaqah, que son contemporáneos de la Acrópolis de Atenas. En esta época, en Maarib se crea una escultura exenta hecha en bronce, utilizando el antiguo método de la cera perdida. Esta estatuaria representa a los reyes (o Mukarrib): llevan una piel de león como Hércules, y un tipo de puñal que todavía siguen utilizando los yemenitas. La marca de Grecia se encuentra en la acuñación de monedas: éstas están copiadas de la tetradracma ateniense.

Esta civilización, llamada «himyarí», posee su propia escritura, que —como las otras grafías semíticas— sólo transcribe las consonantes, sin ninguna vocal. Descansa, al parecer, en una «monarquía parlamentaria» formada por asambleas: las tribus se reúnen para celebrar elecciones y para tomar las decisiones importantes.

Al norte de la península, el reino de los Nabateos que limita con Palestina tiene un extraordinario desarrollo en las épocas helenística y romana. La ciudad de Petra, en el centro del macizo rocoso, constituye un verdadero «puerto del desierto» que filtra el comercio internacional. La influencia del arte griego tardío se manifiesta en las fachadas de sus grandes tumbas cinceladas en arenisca rosa. En la ruta del incienso y de las especias, más tarde de la seda, las caravanas árabes siguen sacando provecho de su situación geográfica dando un extraordinario impulso económico y artístico a su región: entre el siglo IV a. C. y el siglo I d. C., los Nabateos manejan las alianzas en un Oriente Medio en el que los sucesores de los diadocos están perpetuamente en lucha. Posteriormente Roma, bajo el reinado de Trajano, se anexionará la región sin topar con importantes resistencias, en el 106 de nuestra era.

Durante el Imperio, Arabia conoce algunos altibajos, debido a las sacudidas procedentes de la política que Roma llevaba contra los Partos, y después contra los Sasánidas. Progresivamente, la ruta del comercio internacional se va desplazando de Arabia y del mar Rojo hacia el golfo Pérsico y Mesopotamia, cruzando el Éufrates a la altura de Palmira, que se convierte en el centro de la importación-exportación. Pero basta que los ataques del ejército parto, y del sasánida después, corten esta vía de comunicación, para que los mercaderes tomen de nuevo la ruta meridional, menos directa, pero más tranquila.

A partir del siglo I a. C., una serie de ciudades más o menos independientes habían surgido sobre la franja limítrofe entre los grandes imperios: además de Petra, vamos a citar a Djérash, Palmira, Dura-Europos y Hatra, que constituyen unos centros activos desde donde se expande una cultura árabo-semítica, animada por tribus de procedencia aramea.

Los reinos de los Lamidas y Gasánidas

Esta situación prevalece hasta la época bizantino-sasánida, donde la creación de reinos «satélites» atribuye una cierta importancia a las tribus árabes que rodean los imperios respectivos de Constantinopla y Ctesifonte. Los Sasánidas, contra quienes los emperadores bizantinos están en guerra, reinan sobre Persia, incluyendo el actual Iraq, cuya capital está situada a orillas del Tigris. Practican la religión de Zoroastro y son también objeto de un intenso proselitismo por parte de los cristianos nestorianos, que separaban la naturaleza divina y humana en Cristo, y eran por tanto hostiles a la ortodoxia bizantina.

En los confines de los dos imperios —en la zona más conflictiva— se encontraban por tanto dos reinos árabes vasallos que eran Estados neutrales. Se trataba, por el lado persa, de los Lamidas, establecidos en al-Hira, cerca de Kufa, hacia la mitad del Éufrates, y por el lado bizantino, de los Gasánidas, que ocupaban la zona de Palmira y una parte de Palestina, y cuya capital era Bosra. Pero el miedo que suscitaba en Constantinopla la fuerza creciente de un rey gasánida a la cabeza de una serie de tribus árabes, y la aversión de los Bizantinos por el monofisismo dirigieron su poder a desmantelar las fuerzas de estos aliados, cuya desaparición iba a ser desastrosa.

Estos territorios fronterizos evidentemente habían facilitado unas relaciones estrechas entre las tribus de Arabia y las dos grandes potencias que se desgastaban en incesantes guerras. Habían hecho que los jinetes beduinos se familiarizaran con las grandes civilizaciones tanto de Persia como de Bizancio, y con las técnicas de guerra desarrolladas en una y otra parte. Esta intimidad de relaciones que existían antes de Mahoma entre los Árabes y las fuerzas que ellos aplastarán cuando se afirme el Islam, es lo único que permite comprender la rapidez de su victoria.

El mensaje de Mahoma

Para captar los resortes que animan la arquitectura musulmana árabe, hay que estudiar el propósito de Mahoma y su obra profética que funda la tercera religión monoteísta procedente de Abrahán, «el amigo de Dios». Mahoma nace en La Meca, rica ciudad de caravanas del Hedjaz, cerca del mar Rojo y del puerto de Gidda, en el 570 de nuestra era. Tuvo una infancia desdichada: pierde a su padre a los dos años y a su madre a los ocho. El pequeño huérfano es criado, según la tradición árabe, por su tío. Durante años, se dedica a conducir caravanas de La Meca a través de los desiertos llegando hasta Siria. Es aquí donde encuentra a un monje cristiano que al parecer le inicia en los Evangelios. Se une también a unos judíos, con quienes comparte la herencia semítica del Pentateuco.

A la edad de veinticinco años, Mahoma se casa con una rica viuda, quince años mayor que él, de la que tendrá varios hijos, de los cuáles sólo una hija, llamada Fátima, sobrevivirá, y se casará con Ali, primo hermano de Mahoma. Hacia el 610, Mahoma, con cuarenta años, siente por primera vez que el arcángel Gabriel se dirige a él y le transmite la llamada de Dios, mandándole «recitar en el nombre de Alá»; de ahí el término Corán (quran) que significa «recitación». Su predicación empieza en La Meca, donde se prolonga a lo largo de una docena de años, y suele ser acogida con burlas por los ricos mercaderes que se niegan a creer en la revelación profética de aquel cuya obra se sitúa en la línea de los escritos de la Torá y del Nuevo Testamento. Porque Mahoma menciona explícitamente en el Corán los personajes de Abrahán y de Ismael, pero también de Adán, de Noé, de Moisés, de Lot, así como de José, de Jesús y de María. No excluye por tanto en absoluto la herencia cristiana, así como no rechaza la de los judíos.

Ante la amenaza de los comerciantes de la Meca que se inquietan al ver que Mahoma hace adeptos, el Profeta decide alejarse de su ciudad natal. Emigra con un pequeño grupo de creyentes hacia el oasis de Yathrib, que se llamará a partir de entonces Médinat al Nebi (la «ciudad del Profeta»), o más sencillamente Medina. La fecha de esta huida, calificada de «expatriación», se sitúa en el 622 d. C.: es la que marca el comienzo de la hégira (hidyra o «emigración»), que funda la era islámica.

A la cabeza de su pequeña comunidad, Mahoma dirige el oasis que forma el primer «Estado» musulmán. Como jefe político y religioso, pasa diez años en Medina, profundizando en sus revelaciones que se expresan en una lengua de un elevado lirismo. Así es como perpetúa la cultura árabe preislámica cuya herencia literaria constituía una original aportación. Y Mahoma, en los suras (capítulos) del Corán, confiere a la lengua árabe una verdadera perfección clásica.

El «gobierno» del Profeta, sea cual fuere la importancia de la misión de su jefe, no descuida las realidades de la vida diaria. Mahoma da pruebas de energía y diplomacia en el manejo de los negocios. Organiza incluso el djihad o guerra santa con habilidad, llevando a cabo razias y cortando el tráfico de las caravanas hacia La Meca, su patria, a la que está decidido a volver como vencedor.

La estancia en Medina permite a Mahoma sentar las bases de la religión que predica y conferirle su organización específica. Construye así la primera mezquita en su propia casa. En un principio la oración se hace mirando hacia Jerusalén. Mahoma demuestra con esto que no ha venido a romper con el símbolo que para judíos y cristianos representa la Ciudad Santa. La solución que adopta, en el aspecto arquitectónico, se inspira en las sinagogas, en particular, en la de Dura-Europos, cerca del Éufrates.

Pero la ruptura con el judaísmo se produce en el 624, cuando los representantes de la diáspora, que eran numerosos en Hedjaz, constatan muchas incompatibilidades entre los escritos de la Tora y la revelación del Profeta, al que a partir de ese momento niegan el papel de enviado de Dios. El antagonismo es tan fuerte que Mahoma expulsa a los judíos de Medina, llegando incluso a ordenar la matanza de algunos miembros de su comunidad. En consecuencia, el Profeta decide en el 630 que durante la plegaria ya no mirarán hacia Jerusalén, sino hacia el santuario de la Kaaba, en La Meca.

Mahoma quiso inscribir ciertamente su religión dentro de la continuidad del mensaje de Cristo. Pero consideraba a Jesús como un profeta igual que él, no le reconocía como Hijo de Dios. A partir de entonces, se encuentra con el rechazo de los cristianos. Por tanto se ve obligado a afirmar claramente la originalidad del camino que él instaura.

Seis años después de la hégira, en el 628, Mahoma decide iniciar una peregrinación a La Meca. Mediante el rito de circunvalación alrededor de la Kaaba, espera poner fin a la oposición guerrera que le hacen los mercaderes de La Meca. Las tropas que defienden la ciudad se oponen a su entrada. Tras algunas negociaciones, se establece un acuerdo por el cual, a partir del año siguiente, los musulmanes podrán hacer su peregrinación durante una tregua. Así pues, en el 629, Mahoma vuelve a La Meca y constata que muchas personas están ya de su lado. Un año después, más fuerte gracias a los apoyos con los que puede contar, entra como triunfador en la ciudad, a la que ocupa militarmente.

Para afirmar su mensaje, hace pedazos los ídolos del templo, a excepción de la Piedra Negra, la Kaaba, de la que conserva el culto ancestral que se remontaba a Abrahán y a su hijo Ismael, ancestros comunes de los Judíos y los árabes. A partir de ahora, la Kaaba se convierte en el santuario sagrado hacia el que miran todas las mezquitas del Islam. Después Mahoma vuelve a Medina, donde muere en el 632, tras haber declarado solemnemente la conclusión de su predicación.

Con el Corán, el Profeta aporta una ley completa —divina y humana— que está formada tanto por prescripciones rituales relativas a la oración y a la peregrinación como por disposiciones jurídicas, cosmológicas y escatológicas. Dotando a su pueblo de un sistema convincente que pone fin a los antagonismos entre tribus, Mahoma inspira a los árabes y les da un objetivo común: adherirse al djihad (guerra santa), concebida como una obligación colectiva y un camino hacia la salvación individual. Gracias a este ímpetu espiritual, los escuadrones surgidos del desierto llegarán a derribar los grandes imperios que conquistarán en nombre del Islam, término que en árabe significa «sumisión a Dios».

La expansión de los Árabes

En los albores del siglo VII, la situación de los Bizantinos no es nada brillante. Heraclio, que sube al trono en Constantinopla en el 610, hereda un imperio desorganizado. En la lucha secular que los basileïs mantienen contra los soberanos sasánidas, Bizancio ha sufrido algunas derrotas: Siria, Palestina y Jerusalén han caído en las manos de Cosroes II. Las tropas del Rey de Reyes llevan la reliquia de la Vera Cruz a Ctesifonte. Después, los Sasánidas entran vencedores en Egipto. En el 626, Constantinopla es también asediada simultáneamente por los Persas y los Eslavos aliados con los Ávaros. Pero Heraclio es un hombre enérgico y se propone restaurar el Tesoro; vuelve a tomar el mando del ejército y restablece la unidad del imperio. Ante los éxitos de los Persas, adopta una estrategia audaz, atacando a su enemigo en el territorio de Armenia. Así obliga a Cosroes II a abandonar la Capadocia y el Ponto. Cruzando el río Araxes, invade Mesopotamia en el 627 y se apodera de Ctesifonte. Los Persas devuelven entonces Siria y Egipto. Heraclio puede llevar otra vez la Vera Cruz a Jerusalén. Al año siguiente, su adversario es asesinado (628). Gracias a considerables esfuerzos, el basileus ha salvado el Imperio de Oriente. Pero Bizancio está extenuada. La situación de los Sasánidas es todavía peor: vencidos, pierden sus antiguas posesiones y Persia cae en la anarquía. Éste es el dramático resultado de tan furiosos e implacables enfrentamientos.

En cuanto a los árabes, el balance no es más glorioso: tras la muerte de Mahoma, estallan las pugnas entre las tribus a causa de la apostasía de ciertos grupos. Sin embargo, estas luchas intestinas se resuelven pronto, gracias al fervor que el mensaje del Profeta inspira a los escuadrones del desierto. Entre el 632 y el 634, Abu Bakr, uno de los suegros de Mahoma (éste se casó nueve veces, casi siempre por razones meramente políticas) se convierte en califa, es decir, jefe de la comunidad musulmana. Omar, que le sucede, es el que promueve realmente la fulminante expansión del Islam en el mundo antiguo: da inicio a unas guerras de conquista fuera de la península. Animados por un ímpetu extraordinario, los propagadores de la fe musulmana conquistan rápidamente Palestina y Siria, arrebatadas al imperio bizantino tras la victoria de Adjnadayn en el 634, seguida por la derrota de las fuerzas de Heraclio en el Yarmuk, en el 636. Al no disponer de medios para el asedio, los jinetes árabes no se atreven a tomar las ciudades de Jerusalén y Damasco, que no caerán bajo sus armas hasta el 638.

La toma de la Ciudad Santa representa algo más que una victoria: es la apropiación de un símbolo que veneran tanto judíos como cristianos, y que ahora está en poder de los musulmanes. ¿No fue sobre la roca de la explanada sagrada donde Abrahán se disponía a sacrificar a su hijo Isaac, cuando Dios le retuvo el brazo? Posteriormente, en esta ciudad venerable fueron levantados los sucesivos Templos de Yahvé: el primero, erigido por Salomón, fue destruido por Nabucodonosor en el 587 a. C., después fue levantado otra vez tras el Edicto de Ciro, y reconstruido una vez más bajo Herodes (40-4 a. C.). Fue arrasado por Tito en el 70 de nuestra era.

Pero el Haram al-Sharif era también el lugar mítico de los miradj, punto de partida del «viaje nocturno» a través del cual Mahoma contempló los cielos, según los comentarios del sura XVII, 1 del Corán: «Gloria a Aquel que, de noche, lleva a su siervo en un instante, del santuario sagrado al santuario último, cuyos muros hemos bendecido a fin de mostrarle nuestros signos.»

La toma de este importante lugar de las religiones con Escritura es por tanto simbólica. Pero la ocupación de Siria y Palestina no absorbe todas las fuerzas árabes: ya en el 635, éstas cruzan el Éufrates y se lanzan al ataque del imperio sasánida que entonces estaba en plena decadencia. Ganan la batalla de Kadisiya, en el 637, y saquean la ciudad de Ctesifonte, después toman Nínive en el 641. Al norte, llegan hasta Armenia. En Mesopotamia, los Árabes fundan Kufa y Basra, y en el 642 penetran en las mesetas de Irán tras la victoria conseguida en Nihavend. Todo el Fars se les rinde en el 644, cuando sus escuadrones acaban de hacer una razia en el Khorasan.

Sus esfuerzos los llevan simultáneamente hacia el oeste: el general Amr ibn el-Ass invade Egipto en el 640. Funda Fostat y toma Alejandría a la que trata con clemencia. Pero una contraofensiva bizantina le obliga a saquear la ciudad en el 642. Continuando hacia el oeste, las fuerzas islámicas se lanzan hacia la provincia de Ifrigiyya, alcanzando la Tripolitania en la que hacen incursiones a partir del 647, dirigiéndose hacia la Berbería.

Hacia Oriente, las ciudades de Herat y Balkh caen en el 654, así como el Seistan. Después, los conquistadores consolidan su poder sobre Persia y Afganistán, tomando Kabul y Kandahar en el 655, tras haber dado muerte, cerca de Merv, en el Turkmenistán, a Yazdegerd, último soberano sasánida.

Sólo faltan veinte años para constituir este primer imperio árabe, cuya capital es Medina. A partir del 644, el califa Othman conduce los destinos del mundo islámico. Los territorios que posee se extienden desde Persia y Pakistán hasta la actual Libia, igualando a los mayores imperios de la Antigüedad. El asesinato de Othman, en el 656, provoca una pausa, durante la cual se organiza la administración y se islamizan a las nuevas posesiones. Ali, primo del Profeta, es llamado a suceder a Othman; pero los problemas surgidos entre clanes árabes destruyen la unidad islámica, oponiendo a partidarios y adversarios del nuevo califa. Mueawiyya, que había sido secretario de Mahoma y después gobernador de Siria, encabeza la resistencia a Ali. En el 660, llega a hacerse proclamar califa, fundando la dinastía de los Omeyas, cuya capital será Damasco. Ali, expulsado, cae en el 661 delante de la mezquita de Kufa, bajo las armas de los Jariyíes insurrectos, cuya secta constituirá durante mucho tiempo un peligro para el poder.

Después de este intermedio sangriento, que perturba la unidad del mundo musulmán, la marcha victoriosa vuelve a empezar en el 670, con la anexión de Túnez y la fundación de Kairuán. A continuación, las tropas árabes cruzan el río Oxus (Amu-Daria) en el 671, y se lanzan hacia la Transoxiana y el Khwarezm. Mientras tanto, fuerzas musulmanas llegan, en el 673, a sitiar Constantinopla. Se encuentran con la resistencia de la capital bizantina que tiene la soberanía de los mares. Por eso los Árabes tendrán que levantar su asedio en el 678.

Entre el 680 y el 683, el califa Yasid I reina en Damasco, durante una época perturbada por la presencia de un anti-califa en La Meca. Será necesario que los Omeyas se apoderen de la ciudad para poner fin a la secesión. En la misma época, el hijo de Ali, al-Husayn, es asesinado a su vez en Kerbala, Mesopotamia.

Sesenta años han pasado desde la hégira. Respecto a la arquitectura, es un período de balbuceos. Las primeras mezquitas son unos edificios perecederos, cuyo carácter provisional, a pesar de sus impresionantes dimensiones, está vinculado a las contingencias de la conquista. Todo el esfuerzo de los Árabes está dirigido hacia la expansión militar y religiosa. Pero el fin del siglo VII estará marcado por la primera eclosión de las artes en el imperio omeya. Y es en Jerusalén donde se afirma este esplendor.