VI. Entre la función y el símbolo

El significado

Al comenzar este texto hacíamos referencia al funcionalismo, teoría que considera que el fin último de la arquitectura es su utilidad. La función utilitaria de la arquitectura de la arquitectura se cumple desde el momento en que un edificio es habitable o se ajusta a la misión para la que ha sido creado. Su mayor o menor calidad depende, según esta concepción, de la adecuación de los materiales, de las formas, a las necesidades de sus habitantes o usuarios. Pero además de la utilitaria existen otros tipos de función. Nos referimos concretamente a una función cuyas características no se derivan de la perfecta adecuación material y formal, sino que va ligada a las significaciones simbólicas. Podemos hablar de una arquitectura cuya función radica en ser símbolo.

Como en todos los períodos históricos, hoy en día la mayor parte de las construcciones existentes centran sus esfuerzos en la consecución de la función utilitaria. No obstante, junto a estas edificaciones se han venido dando otro tipo de arquitecturas para las que la función preponderante es la simbólica. En algunos casos la función simbólica de la construcción tiene tal trascendencia que el edificio carece de cualquier otro sentido fuera de ella; diríamos que más que arquitectura es monumento. Tradicionalmente, la arquitectura símbolo ha estado al servicio del poder político y eclesiástico, mientras que hoy son cada vez más numerosas las referencias al poder económico. La que algunos estudiosos denominan «arquitectura de la autoridad» no se manifiesta por igual en todos los períodos históricos, sino que en algunos de ellos alcanza un mayor desarrollo.

El significado de la arquitectura, su mensaje, se manifiesta a través del espacio, de los volúmenes y de las formas abstractas propias del lenguaje arquitectónico. Así, los imponentes volúmenes característicos de los imperios de Próximo Oriente no eran sino la manifestación palpable del poder absoluto de sus gobernantes. Otros símbolos derivan de composiciones formales, como las puertas de acceso a las ciudades mesopotámicas, en las que el arco de medio punto entre las torres que las formaban era la representación de la bóveda celeste, símbolo subrayado por el uso de ladrillos vidriados en azul que recubrían toda la composición. Éste era el marco elegido por el soberano para sus apariciones públicas. Es fácil pensar, como señala Albert E. Elsen en la obra La arquitectura como símbolo de poder, que de este modo se reafirmaba la divinidad de su condición. El símbolo del arco pasó a Roma que lo adoptó en los arcos de triunfo. Como ocurría en la arquitectura egipcia, la romana expresaba la fuerza del imperio y el poder de sus emperadores mediante construcciones de inmensas proporciones como, por ejemplo, las gigantescas termas de Caracalla (111 d.C.) en Roma.

Durante la Edad Media, la arquitectura civil representativa estaba al servicio de los príncipes y grandes señores, que hacían construir grandes castillos que abrumaban, al mismo tiempo que infundían seguridad, a sus vasallos. También al medievo pertenece el símbolo de las grandes torres unidas a los edificios de los comuni italianos, que tenían por finalidad comunicar que la ciudad que las había levantado era independiente; recordemos las torres del Palazzo Vecchio de Florencia o la torre de Mangia del Palazzo Comunale de Siena [FIGURA 1].

En la arquitectura cristiana, los símbolos pueden encontrarse también en las plantas utilizadas para sus construcciones: así, las plantas medievales en forma de cruz son una alusión explícita a la Pasión de Cristo [FIGURA 2], mientras que las plantas circulares, propias del Renacimiento [FIGURA 3], son una referencia a la perfección e infinitud el Universo.

Si los palacios florentinos, con su austera y maciza rotundidad, nos hablan del poder de la clase social que los erigió, las villas del Cinquecento revelan las características de los aristócratas comerciales que las idearon: refinadas residencias de recreo a la vez que efectivos y funcionales centros de trabajo agrícola en la Terra Ferma veneciana [FIGURA 4].

Durante el Barroco, las arquitecturas de la monarquía y de la iglesia alcanzaron uno de sus puntos más elevados en cuanto a valor simbólico y propagandístico. Los grandes palacios europeos, como Versalles, ponían de manifiesto el inmenso poder del régimen absolutista, al tiempo que los templos contrarreformistas anunciaban y vendían los ideales del Concilio de Trento.

El Neoclasicismo, que como sabemos adoptó el lenguaje clásico, construyó edificios de muy diversa envergadura. En «estilo georgiano» se construyeron en América del Norte multitud de residencias que tienen como modelo las villas palladinas, y utilizando el lenguaje neoclásico se construyó el Capitolio de Washington, cuya enorme cúpula, erigida por voluntad expresa de Lincoln, es el símbolo de un gran estado, cuya ley iguala a todos los ciudadanos.

La arquitectura como símbolo de poder se mantiene entre nosotros. A principios del siglo XX, y coincidiendo con la arquitectura modernista, poco adecuada para representar el poder y la ideología de Estado, surgió una corriente historicista, denominada por H. R. Hitchcock nueva tradición, a la que corresponden la mayor parte de los edificios símbolo de la primera mitad de nuestro siglo.

Los tres momentos más significativos de la arquitectura símbolo del siglo XX son el el de la URSS de Stalin, el de la Italia fascista de Mussolini y el de la Alemania del Tercer Reich. Podemos decir que, por lo general, el leguaje que mejor se adapta a las exigencias de los mencionados regímenes es el clásico. Es un código que no presenta en sí ningún contenido ideológico, por lo que resulta especialmente idóneo para interpretar en cada momento la retórica del mensaje deseado. La arquitectura del denominado Movimiento Moderno y la de la Nueva Tradición entraron en abierta confrontación a partir de 1927, año en que fue convocado un concurso para la realización del edificio de la Sociedad de Naciones de Ginebra. El mismo conflicto se produjo en el concurso para el Palacio de los Soviets, convocado en 1931. Le Corbusier presentó un proyecto constructivista en el que no faltaban elementos simbólicos, pero se impuso la retórica de la propuesta de B. M. Iofan, en la que una gigantesca estatua de Lenin, tendiendo su mano al mundo, se levantaba sobre una monumental torre de cuatrocientos cincuenta metros.

En la Italia fascista se dio el mismo fenómeno bipolar: la arquitectura del Movimiento Moderno, concretamente el Futurismo, frente a la tradición clásica que se presentaba bajo dos versiones, la racionalista y la historicista. El fascismo se dio cuenta que el Futurismo, austero e intelectual, no servía para representar la ideología nacionalista y optó por un estilo clasicista que culminaría en la artificial EUR /1943).

Alemania, donde el racionalismo del Movimiento Moderno, «degenerado» y «cosmopolita», fue aniquilado en 1933, no optó por un solo tipo de arquitectura representativa, sino que hizo uso de diversidad de ellas, adaptándolas a usos  específicos: un cierto «racionalismo» se utilizó en la construcción de fábricas; una arquitectura de carácter pintoresco que representaba una vuelta a los orígenes rurales se usó para construir complejos de viviendas obreras, reservándose para los edificios oficiales el lenguaje clásico de proporciones colosales, heredero de la denominada «Nueva Tradición», del que los arquitectos Troost y Speer fueron los máximos cultivadores.

Hemos visto algunas realizaciones retórico-simbólicas del lenguaje clásico en nuestro siglo; no obstante, los lenguajes no clásicos de la arquitectura moderna son también susceptibles de ser utilizados como vehículos transmisores de mensajes de poder. Este es el caso de las arquitecturas de Oscar Niemeyer, en la ciudad de Brasilia, y de las construcciones de Le Corbusier en Chadigarh, India.

Hemos de mencionar aún algunos tipos particulares de arquitecturas símbolo en el siglo XX: por una parte, la tipología creada por las grandes entidades crediticias que, a través de sus imponentes edificios, desean poner de manifiesto el poder y la solidez de sus fondos [FIGURA 5]. Otra tipología a menudo utilizada por el poder político es la de los museos o centros de arte y exposiciones. La utilización mediática que puede hacerse de la cultura ha llevado a la proliferación de este tipo de centros, bien sean edificios de nueva planta o espectaculares ampliaciones de instalaciones precedentes, como es el caso del Gran Louvre, de Ieoh Ming Pei [FIGURA 6], o la ampliación de la National Gallery de Londres, por Robert Venturi (1985). Dentro de la tipología de los museos se han creado obras maestras de la arquitectura, tanto por sus resultados estéticos como por la acertada adecuación del edificio a las necesidades propias del museo, como es el caso de la ampliación de la Staatsgalerie de Stuttgart, por James Stirling (1977-1984), o el Carré d'Art de Nîmes [FIGURA 7], obra de Norman Foster (1984-1993), por citar unos pocos ejemplos dentro de la abundantísima producción de las últimas décadas.

Lo efímero

Un tipo particular de arquitectura que ha venido dándose desde la Edad Media, aunque de un modo más regular desde el Barroco hasta nuestros días, es la efímera. La arquitectura efímera, construida en sus inicios en madera, tela y otros materiales no permanentes, sirvió de eficaz vehículo propagandístico del poder, fuese religioso o político, durante la época del barroco en que se construyeron catafalcos mortuorios, pero también arcos de triunfo o de celebración. La arquitectura efímera ha tenido desde entonces una serie de tipologías que les son propias y que van desde las naves de hierro y cristal levantadas para las Exposiciones Internacionales del siglo XIX, hasta las construcciones propias de recintos feriales o las que arropan cualquier exposición artística hoy en día.

Ejemplos actuales de arquitecturas efímeras, repletas de significado además, los encontramos en los pabellones nacionales de la Exposición Internacional de Sevilla 92: la mayor parte de los países intentaron plasmar en esas construcciones, destinadas a desaparecer, el espíritu, la imagen que querían brindar de sí mismos al mundo. Queremos destacar las arquitecturas de los pabellones de Checoslovaquia (Martin Nemec y Jan Stepel), Finlandia (J. Jääskeläinen, J. Kaako, P. Rouhiainen, M. Sanaknaho y J. Trikkiionen), Japón (Tadao Ando) y Kuwait (Santiago Calatrava).

Al comenzar este trabajo, partíamos de la afirmación que el espacio es la característica diferencial de la arquitectura, la que determina y le da especificidad, aunque no la única. Este espacio está contenido en unos límites —muros—, que presentan unas ciertas características físicas, construidos con unos determinados materiales y con unas técnicas concretas, constituyendo, en fin, una realidad plástica palpable que, como en el caso de cualquier obra artística, presenta ciertas cualidades formales que pueden ser percibidas e interpretadas como si de un código, de un lenguaje se tratara. Al igual que el de la pintura y el de la escultura, el lenguaje arquitectónico nos comunica determinados mensajes: estamos frente a la significación de la obra, que podrá reducirse a la mera funcionalidad o bien alcanzar cotas más altas de comunicación y de significado al transmitirnos complejos y sutiles mensajes propagandísticos.

Así pues, todos estos factores deberán formar parte de cualquier análisis arquitectónico que realicemos. No debemos olvidar tampoco la importancia de los factores personales del arquitecto, del artista que como individuo único que es, a la vez que como miembro de una colectividad, une en sí una compleja red de influencias que, forzosamente, han de reflejarse de algún modo en su obra.