Travesía y arribo

La flota abandonaba el litoral peninsular y empezaba su singladura por el llamado Mar de las Yeguas, que era parte del océano existente entre San Lúcar y Canarias. Se cubría en unos diez o doce días, dependiendo de las condiciones del mar. En cabeza iba la Capitana, con estandarte izado en el mayor. Luego, los mercantes. Cerrando la formación, la Almiranta, con insignia izada en el mástil de popa. Los restantes buques de guerra iban a barlovento de los mercantes, para aproximarse a ellos rápidamente en caso de ataque.

El viaje era muy lento, pues los navíos iban repletos de carga. Los más pesados imponían su andar al resto de la flota: La travesía resultaba por ello extraordinariamente larga, lo que obligaba a llevar mucha bebida y alimentos para los tripulantes, un peso muerto que incidía a su vez en alargar más el mismo viaje. Frecuentemente se tardaban hasta dos meses y medio en una carrera que un navío ligero podía cubrir en sólo tres semanas.

Desde Canarias la flota se adentraba en el denominado Mar de las Damas, porque se decía que hasta las mujeres podían gobernar allí las embarcaciones, dadas las condiciones ideales de navegación que solían existir, con los vientos alisios soplando de popa. El viaje se hacía entonces más monótono, acompañado del interminable crujir de las arboladuras y el rechinar de los cables. A veces se ordenaban zafarranchos de combate para tener entrenada a la tropa y marinería frente a un posible ataque enemigo, y esto era quizá lo único que rompía el tedio. La única distracción a bordo eran los oficios religiosos a los que tenían que acudir todos. Los pasajeros no podían jugar ni blasfemar. Se daba la comida dos veces al día. Los pajes la servían a los pasajeros. Al principio no era mala pues constaba de carne, verduras y frutas, pero se acababan pronto y empezaban las legumbres para terminar en la sempiterna dieta de tasajo, miel, queso y aceitunas. La marinería comía casi exclusivamente tasajo.

Al llegar la noche se encendía el gran fanal en la Capitana, que guiaba la flota. Algunos buques encendían también faroles de situación. Las horas transcurrían interminables, cantadas siempre por los grumetes con alguna advocación pía. El Mar de las Damas se atravesaba en un mes, al cabo del cual se alcanzaba usualmente la isla Dominica, donde se hacía una pequeña escala. Se bajaba a tierra y se hacían grandes comilonas. Quines iban a América por primera vez contemplaban asombrados a los habitantes, el paisaje, etcétera. La recalada era breve, pues había que proseguir para Veracruz o para Nombre de Dios, y esto representaba otro mes más de viaje.

La flota de la Nueva España enfilaba desde la Dominica hacia Veracruz. Por el camino se iban desprendiendo de la misma los buques con destino a Honduras, Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba. La flota de Los Galeones por su parte ponía rumbo a Cartagena, dejando en la travesía algunos mercantes que se dirigían a Margarita, La Guaira, Maracaibo y Riohacha. En Cartagena se hacía una larga escala de dos semanas, pues era necesario descargar la mercancía destinada al Nuevo Reino de Granada, que usualmente representaba el 25 % de toda la que se llevaba a Tierrafirme. Luego se proseguía a Nombre de Dios, que era el verdadero terminal. En 1595 Francis Drake destruyó esta ciudad y fue sustituida por Portobelo, puerto que reunía mejores condiciones para albergar la flota y que fue fortificado por el ingeniero militar Antonelli.

El atraque de las flotas era saludado con grandes manifestaciones de júbilo. Subían a bordo las autoridades locales y los funcionarios encargados del cobro de impuestos, que revisaban todo y daban su aprobación. Se entregaba la valija procedente de la metrópoli y se daba la orden de partida a dos navíos de aviso que debían regresar a España con la correspondencia urgente y la noticia del feliz arribo de la flota. Luego empezaba la descarga. Interminables caravanas de cargueros de color subían y bajaban por los planchones con los fardos a las espaldas. En el puerto todo era bullicio, pues había empezado la feria. Duraba al menos dos semanas y usualmente un mes. La de Portobelo se celebraba durante 45 días. A ella acudían no sólo los comerciantes con la plata contante y sonante, sino gentes de todos sitios para comprar o vender. Los precios se disparaban y cualquier chamizo se pagaba a precio de oro. Las autoridades instalaban por ello alhóndigas, con artículos de primera necesidad a unos precios asequibles, pero se especulaba con todo y en todos sitios; en las calles, en las plazas y en el puerto. Se vendían telas finas de Holanda, paños de Flandes, mantas de Quito, chicha, vino, aguardiente, ron, fritangas de cerdo y gallina, tortillas de maíz, cazabe, etcétera. Todo olía, todo chirriaba y todo entraba por los ojos. La marinería acudía a sus habituales pulquerías o chicherías. Otros preferían desquitarse del obligado abstencionismo del juego en los mil garitos. Se jugaba fuerte y podía ganarse o perderse una fortuna. Los burdeles hacían igualmente un magnífico negocio.

Las ferias tenían su contrapartida. Abundaban los pleitos, las reyertas y no eran raros los homicidios. Con todo, lo peor eran las epidemias que diezmaban a los feriantes. Todos los puertos caribeños eran insalubres y reunían las condiciones de humedad y calor idóneas para la propagación de los virus que se traían del Viejo Mundo. En Veracruz hubo tales mortandades que las autoridades decidieron trasladar su feria en el siglo XVIII a una población cercana, Jalapa, distante 16 leguas de la anterior, pero en un clima más sano.