Retrato de la Marquesa de Santa Cruz

Goya. Retrato de la Marquesa de Santa Cruz. 1805

Retrato de la Marquesa de Santa Cruz
1805
Óleo sobre lienzo
130 x 210 cm
Madrid, Museo del Prado

El retrato de Joaquina Téllez-Girón y Pimentel (1784-1851), segunda hija de los novenos duques de Osuna y, por su matrimonio con José Gabriel de Silva y Walstein en 1801, X marquesa de Santa Cruz, fue una de las mujeres más admiradas en su tiempo por su belleza, según las referencias contemporáneas, y amiga de poetas y literatos. Goya la había conocido de niña y había sido retratada ya por él, junto con el resto de su familia, en el Retrato de los duques de Osuna y sus hijos (Museo del Prado).

Coronada de hojas de vid y racimos de uvas, como el Baco de Caravaggio (Florencia, Galleria degli Uffizi), en la misma actitud de la figura femenina que encarna a la fuente de la Poesía, Castalia, del Parnaso de Poussin (Museo del Prado), entonces en la colección real, y apoyada en una castiza guitarra en forma de lira, nueva referencia a Apolo, que revela la afición de la joven a la poesía y la protección brindada a los poetas de su tiempo, Goya la ha representado como una musa, tal vez como Erato, la musa de la poesía lírica.

La reciente limpieza del cuadro (1988), que mantiene excepcionalmente su carácter original, al no haber sido forrado el lienzo y planchada o aplastada su superficie pictórica, ha puesto de manifiesto la perfección deslumbrante de las relaciones tonales de esta composición, así como la técnica pictórica, que en este caso se puede considerar como un ejemplo modélico de la de Goya. Una costura vertical, en el centro, marca la unión de las dos telas empleadas para la composición, y craqueladuras grandes, en forma de tela de araña, producidas por la gruesa capa de la preparación que tira de la fina película pictórica, características de la pintura del siglo XVIII y de Goya en particular, se aprecian en mayor o menor medida en toda la superficie de la obra. La materia pictórica está aplicada aquí en algunas zonas en gruesos empastes, como en la gasa blanca del vestido, allí donde la iluminación es más fuerte, o en la corona de hojas de vid y racimos de uvas y en la frente de la dama. En otros lugares Goya ha utilizado, sin embargo, pinceladas cortas, delicadas y sutiles, que contienen una gran variedad de tonos, como en el rostro o en la mano derecha, elaborados con minuciosidad. Las pinceladas largas, ligeras, para las que el artista ha disuelto los pigmentos en el óleo, casi a modo de acuarelas, están reservadas para los carmines, púrpuras y malvas del diván y del cortinaje del fondo, que por su función y naturaleza están hábilmente elaborados de forma más sumaria.

Los ricos empastes, la ligereza de las pinceladas y la variedad de toques, no deben, desviar al espectador por su efectismo deslumbrante de la esencia del arte de Goya, que reside por encima de todo en su magistral sencillez y veracidad, que se manifiesta aquí de forma clara gracias al buen estado de conservación de la obra. El modo en que un artista, y en este caso un artista de excepcional calidad y originalidad, presenta a su modelo, incluso en algo tan posiblemente marcado por el gusto del cliente como es un retrato, es indicador de lo que el pintor ha querido sugerir o revelar de la personalidad o del entorno del retratado. Aquí, sin duda, también. En este retrato, en el que Goya va más allá del arte de su tiempo y rompe voluntariamente la frágil esencia del Neoclasicismo imperante, encarnado en imágenes de absoluta ortodoxia formal, como la Paolina Borghese de Canova, estrictamente contemporánea, o la Madame de Récamier de David, surgen las referencias históricas de su sabiduría de pintor, que se funden con su apreciación única y original de la realidad. Lo visto en España e Italia se une a su mundo creativo individual y la Venus y la música de Tiziano, en las colecciones reales (Museo del Prado), la Venus del espejo de Velázquez, que fue de Godoy, los acarminados tonos que resaltan el blanco de la Cleopatra moribunda (Génova, Palazzo Bianco) de Guercino o la Magdalena en el desierto de Reni, de ligeras pinceladas deshechas, ambas en Génova en el siglo XVIII, y a las que Goya parece referirse en su Cuaderno italiano, resuenan en esta composición y en su singular colorido.

Manuela B. Mena Marqués.